La historia de una pandemia puede ser un relato aterrador que se despliega en un mundo que apenas comienza a entender las implicaciones de su propia fragilidad. En un futuro no muy distante, una intoxicación desconocida se esparce a gran velocidad, y lo que comienza como un brote se transforma en un apocalipsis.

En los primeros días, la gente comenzó a sentir síntomas extraños: fiebre, alucinaciones y una sed insaciable de carne. La rabia se apoderó de las calles, y los primeros contagios se multiplicaron exponencialmente. A medida que las horas se convertían en días, los infectados comenzaban a sufrir mutaciones físicas y mentales. Al principio, eran simples cambios; sin embargo, pronto se convirtieron en transformaciones grotescas, dejando a la humanidad al borde del colapso.

Los infectados, conocidos como bestias salvajes, mostraban un comportamiento violento e incontrolable. La muerte rondaba las ciudades, como un espectro acosador, mientras que aquellos que todavía permanecían sanos se veían obligados a luchar por su supervivencia. Los mordiscos de las bestias se volvieron moneda corriente; un simple contacto podía significar el fin.

Las redes sociales se inundaron de vídeos y relatos de supervivientes que intentaban documentar la realidad de un mundo en ruinas. Escapar de la gripación de la pandemia se convirtió en el nuevo mantra de una sociedad que reconocía, con horror, que el fin del mundo estaba cerca.

Entre la desesperación, surgieron historias de pequeños grupos de supervivientes que se organizaron para resistir el ataque de las bestias salvajes. Utilizaban tácticas ingeniosas para protegerse: barricadas improvisadas, armamento rudimentario y un inquebrantable sentido de comunidad. La lucha por la vida superaba a la lucha por la muerte, y así, poco a poco, comenzamos a ver una chispa de esperanza en este mundo destrozado.

La pandemia que transformó a los humanos en bestias salvajes dejó una huella imborrable en la historia. Las mutaciones y la rabia se convirtieron en sinónimos.

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