Si golpeás mucho la cabeza de alguien contra el asfalto –aunque sea para hacerlo entrar en razón–, es probable que termines lastimándolo. Esto es algo que mi madre me explicó desde el principio, el día que golpeé la cabeza de Fredo contra el piso en el patio del colegio. Yo no era violento, quiero aclarar esto. Hablaba apenas lo necesario, y no tenía amigos ni enemigos con los que pelearme. Lo único que hacía en los recreos era esperar en el aula, solo y lejos del ruido del patio, hasta que la clase volviera a empezar. Esperaba dibujando. Eso apuraba el tiempo y me apartaba del mundo. Dibujaba cajas cerradas y peces con forma de rompecabezas que encastraban entre sí. Fredo era el capitán del equipo de fútbol y en nuestro grado las cosas se hacían y ocurrían como él quería. Como esa vez que a Cecilia se le había muerto el tío y le hizo creer que había sido él.
Un día, durante un recreo, Fredo entró en el aula, me sacó de un tirón el dibujo en el que estaba trabajando y se fue con él corriendo. El dibujo eran dos peces rompecabezas, cada uno en una caja, y ambas cajas dentro de otra caja. Saqué eso de cajas dentro de cajas de un pintor que le gustaba a mamá, y todas las maestras estaban encantadas y decían que era «un recurso muy poético». En el patio Fredo cortaba el dibujo por la mitad, y las mitades en mitades, y así, mientras su grupo lo rodeaba y festejaba su azaña. Cuando ya no pudo cortar pedazos más chicos tiró todo por el aire. Lo primero que sentí fue tristeza. No es un decir, siempre pienso en cómo siento las cosas en el momento en que me pasan, y quizá sea eso lo que me haga más lento, o más distraído que el resto. Me tiré sobre Fredo, lo tiré al piso conmigo y lo agarré de los pelos. Ahí fue que empecé a darle la cabeza contra el suelo. La maestra gritó y un profesor de otra clase vino a separarnos, y no pasó nada más en esta historia con Fredo. La cuento porque supongo que eso fue el inicio de todo, y cuando mamá quiere saber algo siempre dice «¡Por el principio, por el principio, por favor!».
En el secundario tuve otro «episodio». Yo seguía dibujando y nadie tocaba mis dibujos, porque sabían que yo creía en cosas como el bien y el mal, y me molestaba todo lo relacionado con lo segundo, que era a lo que se dedicaba en general la gente. La pelea con Fredo me había dado en el grupo un aire de respeto, y ya no se metían conmigo. Pero ese año un chico nuevo que se creía muy vivo se enteró de que Cecilia se había indispuesto por primera vez, así que aprovechó el recreo para entrar en el aula y llenarle la cartuchera de témpera roja. Lo vi todo desde mi mesa, dibujando disimuladamente. En la clase siguiente, cuando Cecilia buscó algo entre sus lápices, se manchó los dedos y la ropa y el chico le gritó que era una puta, que Cecilia era una puta como su madre y como todas, lo que de algún modo incluía también a mi mamá. Cecilia no me gustaba, pero al chico le di la cabeza contra el piso hasta que empezó a sangrar. El profesor tuvo que pedir ayuda para separarnos. Mientras nos sostenían para que no volviéramos a agarrarnos le pregunté si ahora el cerebro no le drenaba mejor. Me pareció una frase suprema, pero fui el único que se rio. Me llenaron el boletín de amonestaciones y me suspendieron por dos días. Mamá también estaba enojada conmigo, pero la escuché decir por teléfono que su hijo «no estaba acostumbrado a la intolerancia, y que todo lo que yo había querido hacer era proteger a esa pobre chica».
Universo Schweblin
Desde entonces Cecilia hacía todo lo posible por ser mi amiga. Era un fastidio tenerla siempre sentada tan cerca, mirándome fijo a cada rato. Me escribía cartas sobre la amistad y el amor y las escondía entre mis cosas. Yo seguía dibujando. Mi mamá me había anotado en el taller de dibujo y pintura del colegio, que era todos los viernes. La profesora nos mandaba a comprar hojas A3, mucho más grandes de las que yo había usado hasta entonces. También témperas y pinceles. La profesora mostraba a la clase mis trabajos para explicar por qué yo era «tan genial», cómo lo lograba, y qué es lo que quería «comunicar con cada pincelada». En el taller aprendí a hacer todas las extremidades de las fichas de rompecabezas en 3D, aprendí a pintar fondos esfuminados que, «contra el realismo de un horizonte, dan idea de abstracción», y a pasarle spray a los mejores trabajos para que se conservaran bien y no perdieran «la intensidad de los colores».
Lo más importante para mí era pintar. Había otras cosas que me gustaban, como mirar televisión, no hacer nada y dormir. Pero pintar era lo mejor. En tercer año se organizó un concurso de pintura para exponer en el hall. El jurado eran la profesora de dibujo, la directora y su secretaria. Las tres eligieron «por unanimidad» mi obra «más representativa» y colgaron el cuadro en el hall de entrada del colegio. Por esos días a Cecilia le gustaba decir que yo estaba enamorado de ella, «desde siempre». Que el pez rojo y el pez azul que yo había empezado a dibujar entre las fichas de rompecabezas era una «abstracción romántica de nuestra relación». Que las fichas de rompecabezas de un pez encastraban en el otro porque éramos así, «el uno para el otro». Entonces, durante un recreo, descubrí que en el cuadro premiado, colgado en el hall, alguien había escrito nuestros nombres sobre cada pez; y en el pizarrón del aula, un corazón gigante atravesado por una flecha con nuestros nombres. Era la misma letra que la del cuadro. Todos lo habían visto y se miraban entre sí con sonrisa burlona. Cecilia me sonrió, colorada, y yo sentí otra vez esas ganas incontrolables de golpear, y aun antes de que nada sucediese vi la imagen de su cabeza golpeándose, el cuero cabelludo estrellarse una y otra vez contra las irregularidades del piso, la cabeza perforada, la sangre espesando los pelos. Sentí mi cuerpo abalanzarse sobre ella, descontrolado y, por alguna razón, un segundo después, contenerse. Fue como una «iluminación» –gente que sabe de esto me lo explicó mucho tiempo después–. Y la «iluminación» me ayudó a evitar las imágenes que acababa de ver, y me dio el impulso de todo lo que vino después: corrí hasta el taller de dibujo y pintura –algunos chicos me siguieron, Cecilia entre ellos–, saqué de los armarios las hojas y las témperas, y me senté a dibujar. Dibujé todo. Un primerísimo primer plano del espanto en un ojo de Cecilia, un recorte de su frente transpirada, llena de granos y puntos negros. El piso áspero debajo, la punta de mis dedos fuertes apenas entrando en cuadro, enredados en sus pelos, y después, puro, el rojo, manchándolo todo.
Si me preguntan qué aprendí en el colegio, solo puedo responder que a pintar. Todo lo demás, vino como se fue, no queda nada. Tampoco estudié después del secundario. Pinto cuadros de cabezas golpeando contra el piso, y me pagan fortunas por ellos. Vivo en un loft en el microcentro. Arriba tengo el cuarto y el baño, abajo la cocina y todo el resto es estudio, o «atelier», como le gusta llamarlo a Aníbal. Algunos piden retratos de sus propias cabezas. Les gustan los lienzos gigantes y cuadrados, los hago de hasta dos metros por dos metros. Me pagan lo que pida. Veo después los cuadros colgados en sus livings enormes y vacíos y creo que esos tipos se merecen verse a sí mismos tan bien estampados contra el piso por mi mano y parecen muy conformes cuando se paran frente a los cuadros. Tienen que verlos para entender de qué tipo de cuadros estoy hablando. Cuadros supremamente buenos.
No me gusta tener novias. Salí con algunas chicas, pero nunca funcionó. Tarde o temprano reclaman más tiempo o piden que diga cosas que en realidad no siento. Una vez probé decir lo que sentía y fue peor. Otra vez, una se volvió completamente loca sin que yo dijera absolutamente nada. Decidió que yo no la amaba, que nunca iba a amarla, me obligó a agarrarla de los pelos y empezó a darse sola la cabeza contra la pared. Pienso que relaciones así no son sanas. Aníbal, que es mi representante y el tipo que se encarga de poner mis cuadros en las galerías y decidir qué precio tiene cada cosa que hago, dice que el tema de las mujeres no nos conviene. Dice que la energía masculina es superior, porque no se dispersa y es «monotemática». Monotemática es que solo piensa en una cosa, pero nunca dice en cuál. Dice que las mujeres son buenas al principio, «cuando están bien buenas», y buenas al final, porque vio morir a su padre en brazos de su madre y esa es una buena forma de morir. Pero todo lo que está en el medio es «un infierno». Dice que ahora tengo que concentrarme en lo que yo sé hacer, que es no decir nada y pintar. Es calvo y gordo, y no importa lo que pase, siempre está sacando palabras de su boca y aspirando con la nariz cada diez segundos. Aníbal antes fue pintor, pero nunca quiere hablar de eso. Como yo vivo encerrado, y él mismo convence a mi mamá de que no me moleste, suele pasar al mediodía a dejarme comida y darle un vistazo a lo que estoy trabajando. Se para frente a los cuadros, con los pulgares colgando de los bolsillos delanteros de los jeans, y dice siempre las mismas cosas: «Más rojo, necesita más rojo». O: «Más grande, tengo que verlo desde la otra esquina». Y casi siempre, antes de irse: «Sos un megagenio. Un me-ga-ge-nio». Cuando no me siento bien, porque estoy triste o cansado, me miro en el espejo del baño, cuelgo los pulgares de los bolsillos de mis jeans y me digo: «Sos un megagenio. Un me-ga-ge-nio». A veces funciona.
Y ahora viene la parte importante de la historia. Resulta que siempre tuve un terrible agujero entre las dos últimas muelas derechas, en el «maxilar superior», y hace un tiempo empezó a metérseme ahí cualquier cosa que como. Me agarré una caries insoportable. Aníbal dijo que no podía ir a cualquier dentista, porque después de las mujeres, los dentistas eran lo peor. Trajo una tarjeta y dijo: «Es coreano, pero es bueno». Me pidió una cita para esa misma tarde. John Sohn parecía joven, pensé que podría tener mi edad, aunque calcularle la edad a los coreanos es algo difícil. Me puso algo de anestesia, perforó dos dientes y tapó con pasta los agujeros que había hecho. Todo con una sonrisa perfecta y sin hacerme doler en ningún momento. Me cayó bien, así que le conté que pintaba cabezas contra el asfalto. John Sohn hizo un momento de silencio, que resultó ser como un momento de «iluminación» –lo que me hizo pensar que teníamos algo muy importante en común– y dijo «es justo lo que estoy buscando». Me invitó a cenar a uno de esos restaurantes coreanos de verdad. Quiero decir, no de los turísticos, sino de esos en los que se entra por una pequeña puerta en la que aparentemente no hay nada, y dentro hay un tremendo mundo coreano. Mesas grandes y redondas, aunque solo se sienten dos personas, el menú en coreano, todos los mozos coreanos y todos los clientes coreanos. John Sohn eligió para mí un plato tradicional y le dio al mozo instrucciones precisas acerca de cómo prepararlo. John Sohn necesitaba a alguien que pintara un cuadro gigante para su sala de espera. Dijo que lo importante era el diente. Quería hacer un trato: yo pintaba el cuadro, y él me arreglaba todos los dientes. Me explicó por qué quería el cuadro, cómo repercutiría eso sobre los clientes y el valor publicitario en su cultura coreana. Hablaba todo el tiempo, como Aníbal, y a mí me gusta que sea otro el que se encargue de hablar todo el tiempo. Cuando terminamos de comer John Sohn me presentó a unos coreanos de la mesa de al lado, y tomamos el café con ellos. Coreano no hablo, así que no entendí nada, pero verlos conversar me ayudó a darme cuenta de que yo tenía ahora un amigo dentista, y un trato importante con el amigo dentista, y que eso estaba muy bien.
Trabajé sobre el cuadro de John muchos días, hasta que una mañana desperté en el sillón del estudio, miré el tapiz y sentí un profundo agradecimiento: su amistad me había dado mi mejor cuadro. Lo llamé al consultorio y John se puso muy feliz, lo sé porque cuando algo lo entusiasmaba hablaba todavía más rápido, y a veces en coreano. Dijo que vendría a almorzar. Era la primera vez que un amigo venía a visitarme. Ordené un poco los cuadros, cuidando de dejar a la vista los mejores. Subí al cuarto la ropa tirada y llevé a la cocina los vasos y los platos sucios. Saqué comida de la heladera y la preparé en una bandeja. Cuando John llegó miró hacia todos lados, buscando el cuadro, pero yo le advertí que todavía no era «el momento», y él lo respetó porque los coreanos saben mucho del respeto, o al menos eso es lo que él siempre decía. Así que nos sentamos a almorzar. Le pregunté si quería más sal, si prefería algo más caliente, si le servía más gaseosa. Pero todo estaba bien para él. Pensé que podría venir alguna noche para ver películas o charlar de cualquier cosa, podíamos sacarnos una foto para poner en algún sitio de la casa, como hace la gente con «los suyos». Pero no dije nada todavía. John comía y hablaba. Lo hacía todo a la vez, y a mí no me molestaba porque eso es tener intimidad, es cosa de amigos. No sé cómo empezó ese tema, pero hablaba de los «niños coreanos» y la educación en su país. Los chicos entran a la escuela a las seis de la mañana y salen a las doce del día siguiente, es decir que pasan casi un día y medio en la escuela y solo les quedan libres cinco horas, que las utilizan para regresar a sus casas, dormir un poco, y volver. Dijo que cosas como esas son las que diferencian a los coreanos de los argentinos, las que los distingue del resto del mundo. No me gustó, pero a uno no puede gustarle todo de un amigo, pienso yo. Y pienso que, así y todo, a pesar de su comentario, estábamos bien. Sonreí. «Quiero que veas el cuadro», le dije. Caminamos hasta el centro de la sala. Dio unos pasos hacia atrás, calculando la distancia necesaria, y cuando sentí que era el momento quité la sábana que cubría el cuadro. John tenía manos finas y pequeñas, como de mujer, y siempre estaba moviéndolas para explicar lo que pensaba. Pero las manos quedaron quietas, colgando de los brazos como muertas. Le pregunté qué pasaba. Dijo que el cuadro tenía que tratarse del diente. Que lo que quería era un cuadro gigante para su sala de espera, el cuadro de un diente. Repitió eso varias veces. Miramos juntos el cuadro: la cara de un coreano estrellándose contra los azulejos negros y blancos de una sala de espera muy parecida a la de John. No está mi mano estrellando la cabeza, sino que la cabeza cae sola, y lo primero que da contra el esmalte de los azulejos, lo que recibe todo el peso de la caída, es uno de los dientes del coreano, con una rajadura vertical que, un instante después, terminará por abrir el diente al medio. No pude entender qué era lo que no funcionaba para John, el cuadro era perfecto. Y me di cuenta de que yo no estaba dispuesto a cambiar nada. Entonces John dijo que eso era lo que pasaba al fin y al cabo, y empezó otra vez con el tema de la educación coreana. Dijo que los argentinos éramos vagos. Que no nos gustaba trabajar y que así estaba nuestro país. Que eso nunca cambiaría, porque éramos como éramos, y se fue.
Me molestó mucho. Pero mucho. Porque argentinos son también mi mamá y Aníbal, y ellos sí trabajan muchísimo, y me molesta la gente que habla sin saber. Pero me dije que John era mi amigo. Contuve mi furia, y me sentí muy orgulloso de eso. Al día siguiente le escribí un mail explicándole que yo podría cambiar lo que fuera que él quisiera del cuadro. Le aclaré que «estéticamente» no estaba muy de acuerdo, pero entendía que quizá él necesitaba algo más «publicitario». Esperé un par de días, pero John no contestó. Entonces volví a escribirle, pensé que quizá él estaba ofendido por algo, y le expliqué que si era así yo necesitaba saber exactamente por qué, porque si no, no podía disculparme. Pero John tampoco contestó ese mail. Mamá llamó a Aníbal y le explicó que todo esto pasaba porque yo era «muy sensible», y todavía no estaba preparado para «el fracaso». Pero esto no tenía nada que ver con eso. El séptimo día sin noticias decidí llamar a John al consultorio. Me atendió su secretaria. «Buenos días, señor; no, señor, el doctor no se encuentra; no señor, el doctor no puede responder su llamada.» Pregunté por qué, qué estaba pasando, por qué John me hacía eso, por qué John no quería verme. La secretaria se quedó unos segundos en silencio y después dijo «El doctor se tomó algunos días, señor», y me cortó. Ese fin de semana pinté seis cuadros más de cabezas de coreanos partiéndose contra el asfalto, Aníbal estaba muy entusiasmado con los trabajos. Decía que «lo coreano» le daban «un aire nuevo a toda la serie», pero yo hervía de bronca y de a ratos también seguía muy triste, y entonces Aníbal, a condición de que no abandonara «la nueva ola de inspiración», me consiguió el teléfono y la dirección de la casa de John. Llamé inmediatamente y me atendió una mujer en coreano. Dije que quería hablar con John y repetí su nombre varias veces. La mujer dijo algo que no entendí, algo corto y rápido. Lo volvió a repetir. Después atendió un hombre, algún otro coreano que tampoco era John y también dijo cosas que no entendí.
Así que decidí algo, algo importante. Envolví el cuadro con la sábana, salí a la calle arrastrándolo como pude, esperé una eternidad hasta dar con uno de esos taxis con suficiente espacio detrás como para que entrara el cuadro, y le di al taxista la dirección de John. John vivía en un mundo coreano a cincuenta cuadras de mi barrio, lleno de carteles en coreano y de coreanos. El taxista me preguntó si estaba seguro de la dirección y si quería que me esperara en la puerta. Le dije que no hacía falta, le pagué y me ayudó a bajar el cuadro. La casa de John era antigua y grande. Apoyé el cuadro en las rejas de entrada, toqué el timbre, esperé. Hay muchas cosas que me ponen nervioso. No entender algo es una de las peores, la otra es esperar. Pero esperé. Pienso que esas son las cosas que uno hace por los amigos. Había hablado con mamá unos días antes y ella había dicho que mi amistad con John tenía, además, «brechas culturales», y que eso hacía todo más complicado. Le dije que las brechas culturales eran algo contra lo que John y yo podíamos luchar. Yo solo necesitaba hablar con él, entender qué era lo que lo había hecho enojar tanto.
La cortina del living se movió. Alguien espió un momento por detrás. Una voz femenina dijo «Hola» en el portero. Dije que quería ver a John. «John no –dijo la mujer–, no.» Dijo otras cosas en coreano, el aparato hizo algunos ruidos y todo quedó en silencio. Volví a tocar. A esperar. A tocar. Escuché los pasadores de la puerta y un coreano mayor que John se asomó, me miró, y dijo: «John, no». Lo dijo enojado, frunciendo el ceño, pero sin mirarme a los ojos, y volvió a encerrarse en la casa. Me di cuenta de que no me sentía bien. Algo estaba mal, en mí, algo se salía otra vez de su sitio, como en los viejos tiempos. Volví a tocar el timbre. Grité «John» una vez, otra. Un coreano que pasaba por la vereda de enfrente se paró a ver. Volví a gritar al portero. Yo solo quería hablar con John. Grité su nombre otra vez. Porque John era mi amigo. Porque las «brechas» no tenían nada que ver con nosotros. Porque nosotros éramos dos, John y yo, y eso es tener un amigo. Y toqué otra vez el timbre. Clavé mi dedo en un timbre interminable, uno que dolió de tanto apretar, hasta que el coreano de enfrente dijo algo en su idioma. No sé qué, como si quisiera explicarme alguna cosa. Y yo otra vez «John, John» muy fuerte, como si algo terrible estuviera pasándome. El coreano se acercó, hizo un gesto con la mano, para que me calmara. Solté el timbre para cambiar de dedo y seguí gritando. Se escuchó una persiana caer en otra casa. Sentí que me faltaba el aire. Que me faltaba algo. Entonces, el coreano, me tocó el hombro. Sus dedos en mi camisa. Y fue un dolor enorme: la brecha cultural. Mi cuerpo se sacudió, se sacudió sin que yo pudiera controlarlo, mi cuerpo ya no entendía las cosas, como al principio, como otras tantas veces. Solté el cuadro, que cayó boca abajo sobre la vereda, y agarré al coreano de los pelos. El coreano pequeño, flaco y metido. El coreano de mierda que se levantó a las cinco de la mañana durante quince años para afianzar la brecha dieciocho horas por día. Lo sostuve de los pelos tan fuerte que me clavé las uñas en la palma de las manos. Y esa fue la tercera vez que estrellé la cabeza de alguien contra el asfalto.
Cuando me preguntan si «abrirle la cabeza al coreano sobre el reverso de mi tapiz esconde una intención estética» miro hacia arriba y hago como que pienso. Eso es algo que aprendí de ver a otros artistas hablar en televisión. No es que no entienda bien la pregunta, es que realmente no me interesa. Tengo problemas legales, muchos problemas legales. Porque no sé diferenciar a los coreanos de los japoneses, ni a los japoneses de los chinos, y cada vez que veo a alguno de todos esos lo agarro de los pelos y empiezo a darle la cabeza contra el asfalto. Aníbal consiguió un buen abogado, que alega «insania», que es que estás loco y eso es mucho mejor ante la ley. La gente dice que soy un racista, un hombre «descomunalmente malo», pero mis cuadros se venden por millones y yo empiezo a pensar en eso que siempre decía mi mamá, eso de que el mundo lo que tiene es una gran crisis de amor, y de que, al fin y al cabo, no son buenos tiempos para la gente muy sensible.
*Fuente: https://www.penguinlibros.com/es/revista-lengua/ficciones/cabezas-contra-el-asfalto-de-samanta-schweblin