Los cuentos con animales transmisores de moralejas son secularizaciones de las alegorías del animismo, que antaño daba espíritu a todos los cuerpos, e imágenes a todas las ideas, y, sus personajes, seres panespiritualistas, portadores de las voluntades con las cuales el hombre primitivo pobló su universo, para tener, así, el sentimiento de dependencia, con relación a las mismas, que todavía subsiste, hasta nuestros días, en los ignorantes, los niños y los poetas. La Caperucita Encarnada es uno de esos cuentos venidos del pasado mítico, un despojo ritual o alegórico, que ha llegado hasta nosotros a desempeñar un oficio laico: el de prevenir a los propios contra los extraños. Pero, la paleografía etnológica descubre en él un palimpsesto en cuyas costras interiores yace un contenido mágico, de promiscuidad humana y bestial, como testimonio del más primitivo de los ensueños del hombre, la más vieja de sus ilusiones: el animismo, que creó el cuarto reino de la naturaleza: el de los dioses, a expensas de las substancias de los tres restantes, al proyectar sobre las cosas del contorno, sentimientos y pasiones semejantes a las propias y, no sólo ello, sino también designios benéficos o adversos, susceptibles de evitarse o propiciarse a trueque de las dádivas y los ejemplos tangibles que el hombre ponía a la naturaleza, remedando sus fenómenos con la idea de ser imitado por ellos y conseguir, por este medio, lo que se proponía.

Caperucita y el Lobo, forma para unos una alegoría solar y para otros una simple figuración de la cosecha primaveral y el riguroso invierno; en uno como en otro caso, son remitidos a estadios ya muy evolucionados de la cultura humana, que  en modo alguno es posible admitir como puntos de partida del mito. Personajes semejantes se encuentran detrás de los horizontes perceptibles de la agricultura, atrás tiempos, en la época del cazador y del recolector nómada; en la imaginación del hombre correspondiente al estadio medio o inferior del salvajismo.

Hay que situar entre ellos a sus creadores y hacerse cargo de que este cuento, como todos los mitos, ha conservado el sentido de la identificación del hombre primitivo con los actores de la naturaleza, animados o inanimados, inertes o en movimiento.

Su más lejano significado, teniendo en cuenta este hecho, sería la personificación de los héroes culturales, en los protagonistas del cuento, satisfactores, arquetipos o instrumentos de producción zoológica.

¿Pero quiénes podrían haber sido tales héroes culturales?

La respuesta llega sola, por una parte, el Lobo y, por la otra, Caperucita. Este aserto no es una insensatez si se admite que el bisonte de Altamira tenía tantos derechos para figurar en los altares de los hombres, como el toro hebreo que se llamaba Jehová, la loba romana o el cordero pascual. El Lobo de nuestro cuento es de la misma estirpe, el  héroe cultural que primero debió aparecer como Colmillo Blanco, de Jack London, halando los trineos esquimales, durante alguno de los grandes glaciares que helaron al mundo, para después ser la mata de tiro del trineo de Apolo y el precursor ¿por qué no? de la domesticación de los caballos que lo substituyeron en tan penosa tarea, cuando de nuevo cuenta Helios asoló a la tierra.

¿Pero, qué heroína cultural pudo haber sido Caperucita Encarnada?

Acaso la respuesta se encuentre en sus insignias, en aquellos emblemas que nos dan su filiación mágica, en los atributos agropecuarios cuyos símbolos son la de la cosecha y la recolección, que alguna vez estuvieron ligadas a los sacrificios humanos.

Para P. Saintyves, a quien se debe un inteligente cuanto bien enterado estudio sobre los Cuentos de Perrault, Caperucita Encarnada es la Reina de Mayo, la personificación de la cosecha y, por extensión, de la primavera, un personaje litúrgico; y el Lobo, la encarnación de la noche y el invierno. Un cuento de origen nórdico, desgajado del mito de Toser, el príncipe de los gigantes del invierno, que arrojó el martillo de Donar, el dios del trueno, a muchas leguas bajo tierra, exigiendo a cambio de su devolución la mano de su hermana Freya, la Venus nórdica. En esta fábula, que es una alegoría de la primavera que derrota al invierno, Donar se viste de mujer, como Júpiter, con otro objeto, y engañando al pretendiente acompañado por Loke, el lobo, el más astuto de los dioses.

Este mito que no descarta, como ya se indicó, un arraigo en la más antigua infancia totémica de los dioses, emparentaría a nuestra muchacha, en su papel de Reina de Mayo, con Perséfone o Proserpina a quien Plutón rapta durante el invierno a las profundidades de la tierra; y no sólo con ella, sino también con todas las personificaciones animistas de los espíritus de las simientes y de la primavera: dese el Xochipilli de los nahoas hasta la Isis egipcia, también llamada Sóchit o Sóchet, en curioso parangón semántico con la pulquera Xóchitl mexicana.

Estudiar exhaustivamente los orígenes de este cuento no es el objeto de este guión y ello restaría espacio al resto del texto y, en excusa, me remito a la bibliografía que se ocupa de él y sus afines.

Ahora, volvamos con Perrault. Cuando escribió los cuentos por los que se le recuerda, tanto como a los más distinguidos de sus contemporáneos, soplaban ya los vientos de fronda que no tardarían en colocar sobre las testas de los franceses la caperuza encarnada como emblema de la fraternidad, la igualdad y la libertad.

Caperucita Encarnada habría de desoír la advertencia, de violar el tabú, para unirse, con Mirabeau, a gentes del Estado Llano.

La revolución Francesa, de Delacroix, tocada con su gorro frigio, es exacta a Caperucita Encarnada, tal cual la concibieron Jacinto Husson y André Lefevre, los buscadores del mito solar en ella y su lobo, y ni más ni menos que la aurora de los griegos provista de una antorcha que disipa las tinieblas de la noche e ilumina el camino del sol: es la estrella de la mañana.

Anatole France, hombre de ideas nuevas, novelista imponderable, elocuente e inspirado divulgador de las teorías solares sobre Caperucita Encarnada, señala la trama y la explicación del cuento, indicando el parecido de sus protagonistas con las del mito solar indostano en el que la Aurora, la hija de Dyasus es víctima de Vrika, el lobo védico devorador de auroras, vespertinas y matinales, es lobo que, además, figura como emblema del Apolo Lycion y el Apolo Soramus de Atenas y de Roma. Este lobo que entre los griegos es el hijo de Júpiter, la fuerza, y de Juno, la astucia. Ese lobo que es Marte guerrero y que tiene que ver con Venus la hija del mar.

Aunque la hipótesis solar del cuento haya sido tratada por P. Saintyves, con rigor negativo no resta razón a los autores de la teoría inspirada en la creación de un mito cívico nuevo que imperceptiblemente se filtró en sus conciencias para hacerles ver la euforia de un nuevo despertar de la especie que, a los sones de la Marsellesa, creyó rasgar, de una vez para siempre, en metáfora de obscuridad desvanecida, las tinieblas de la ignorancia.

No me detendré a examinar si la hipótesis de Husson o la de Saintyves son o no conciliables o que sí se complementan o armonizan, considerando diversos estadios estructurales de la cultura. No seguiré examinando el trabajo mental de los salvajes y los bárbaros aquellos. Que primero hicieron dioses familiares y visibles, que alojaban por los rincones de sus cuevas para luego buscarles acomodo en las más lejanas provincias, visibles o invisible, inmediatas o lejanas del universo.

Aquellos eran su explicación fantástica de la naturaleza y de la vida, el lenguaje inteligible que les traducía sus fenómenos con signos cifrados cuyos caracteres eran las analogías aprehendidas y proyectadas a lo desconocido.

Para terminar, diré que nuestros héroes, el Lobo y la Caperuza, ya sea que representen el moderno rol de personificaciones terrenas, de fenómenos inmediatos, como el invierno y la primavera, como lo quiere Saintyves, o bien que encarnen, en vez de las estaciones, los sucesos del día, de todos modos tienen que ver con el sol y con la aurora, el día y la noche, tanto por el orden de sucesión regular como por sus características contrapuestas, se identifican con la primavera y el invierno.

Para nosotros este hecho prehistórico es una bella fábula y nada más; pero, aparte de que nosotros no somos toda la humanidad, existe un hecho indiscutible: la bella fábula no ha muerto, se ha transformado y expresa otras ideas y otros conceptos, incluso distintos a los orales o literarios del cuento, que pretende, como antaño, orientar y explicar la vida.

Ya me referí a la Caperucita Encarnada pintada por Delacroix y creo haber insinuado que era mensajera de un contenido ético, un contenido cívico que iluminaba, con su antorcha, aquella frase de Saint Just referida a la felicidad como una idea nueva en la tierra, ahora me falta señalar que la elocuencia de Siqueiros pintó a Caperucita Encarnada, hará cosa de once años, en una alegoría pompier, en su Alegoría de la Libertad, que está en Bellas Artes, y que para parecerse a la Aurora clásica tiene una antorcha en la diestra y un bote de manteca en la siniestra. Para que no haya duda sobre su identidad, hasta surge, como Perséfone, de las entrañas de la tierra a dispensar las tinieblas, aparejar el camino del sol, anunciando el nuevo día.

En vista de concepción tan genial, digna, como decía Diego Rivera, de una estampa de calendario en Offset, podía no haber escrito la obra cuyo guión son estas líneas, si no me hubiese empujado a ello la necesidad de laicizar aun más a la Caperucita Encarnada, cumpliendo con el afán imprescriptible de la cultura, empeñada en bajar a los dioses de los cielos en cuyos ámbitos bien están los infiernos candentes que tiene por estrellas y en donde no tienen guarida, lógica ni racional, los dioses que hacia ellos desterraron los hombres, después de haberlos creado.

No he podido menos que hacer esto, en vista de la irreverencia cada día más pertinaz de los poetas místicos, afanados en convertir a Caperucita Encarnada en la madre de no se qué dio mamífero con rulos de oro; al que tratan de identificar, por su parte, con Apolo y con Vrika, esto es con el sol, ciertos pintores que lo hacen fanal de ardientes rayos.

No he hecho nada más ni nada menos que convertir el viejo cuento en lago útil a la vida, descifrando su misterio y estableciendo las analogías con los mitos y las leyendas religiosas que otrora fueron peldaños en la escala de la evolución y que hoy son obstáculos a la comprensión de los fenómenos, a la explicación del Universo y a la obediencia que debemos a la naturaleza para que se ponga a nuestro servicio según las grandes palabras de Bacon.

La Caperucita Encarnada sale de mis manos, armada de las ideas válidas de mí época a librar batallas contra los tótems y los tabús que se oponen a la confraternidad humana.

De no mediar este propósito, las objeciones de mis amigos la habrían condenado, hace tiempo, a la hoguera de un santo oficio personal. Ello aparte, me detuvo de tal intento el considerar que la Caperucita Encarnada es tan impertinente como Sócrates y digna, por tal motivo, de buscar inquisidores en todo distintos a su autor.

Al publicar esta obra lo hago sin el menor asomo de miedo a perder mi crédito literario, puesto que no lo tengo ni lo espero, no soy hombre de letras ni poeta con colección de caracoles. Soy pintor y ello me compensa de la ambición de merecer tal honra, sólo reservada, con raras y reprobables excepciones, a quienes tiene el talento suficiente para escribir mucho sin pensar nada.

Caperucita Encarnada sale a la luz –que es su elemento- provista de las debidas y las indebidas licencias, todas ellas literarias, usando de mis derechos como su nuevo y verdadero autor.

Espero una segunda edición que incorpore a su texto la Música Incidental para pequeña orquesta, que lleva su nombre, y que compuso Leonardo Velázquez.

Joel Marrokin, México, D. F., a 13 de diciembre de 1955

(Caperucita Encarnada, por Joel Marrokin, presentado por Vicente Lombardo Toledano. Editorial “Los Presentes”, México, 1956. Garbados del propio autor.)

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