¿Existe programa doble más épico que juntar la Novena de Beethoven y Carmina Burana de Orff? Sin contar piezas sueltas como La marcha de las valquirias, el Dies irae de Mozart o la Obertura 1812 de Tchaikovsky (y con perdón de la Novena de Dvořák, por supuesto), yo creo que no.
¿Existe programa doble más épico que juntar la Novena de Beethoven y Carmina Burana de Orff? Sin contar piezas sueltas como La marcha de las valquirias, el Dies irae de Mozart o la Obertura 1812 de Tchaikovsky (y con perdón de la Novena de Dvořák, por supuesto), yo creo que no.
Tras un arranque con algún atisbo de duda, el coro ucraniano rompió el hielo y sacó la garra necesaria para completar un “O Fortuna” sensacional. A partir de ahí, la pieza se movió al galope entre el vitalismo de sus pasajes más taberneros, las historias de amor libre entre la pícara juventud y el lamento del frágil cisne a punto de ser devorado que recuerda nostálgico su otrora felicidad en el lago, con un Andrey Naydenov metido en la piel del ave acuática dando rienda suelta a sus magníficas capacidades interpretativas.
Los textos de Carmina Burana (“Canciones de Beuern”), con el subtítulo de “Cantiones profanae” (“Canciones profanas”) fueron hallados en 1803 en el monasterio de Benediktbeuern, en la Alta Baviera. Esta colección constituye la muestra más importante de la poesía profana en latín medieval, y la más representativa de la llamada poesía goliárdica. Los goliardos, ese grupo formado por clérigos errantes de vida libre y por estudiantes de escuelas y universidades emergentes, nos ofrecen una visión contrapuesta a la imagen tradicional sobre la Edad Media como “época oscura” con su manifestación del gozo por vivir, su interés por los placeres terrenales y su crítica satírica a los estamentos sociales y eclesiásticos. Y es precisamente por esa razón que, para disfrutar de la pieza de Orff en su plenitud, siempre es de agradecer una traducción adjunta con el programa que, para otra ocasión, ruego encarecidamente para mayor goce y expansión de conocimiento.
En cuanto a la 9ª del compositor alemán, siempre es una experiencia emocionante y reveladora. El romanticismo volcánico hierve en el vientre de “La Coral”, ya desde los primeros compases, y lacera las fibras del clasicismo de forma paradigmática en ese primer allegro ma non troppo, cuyo tema principal no cesa de ir y venir de forma trepidante cual mar embravecido. El “infierno en llamas” del segundo movimiento ardió con virulencia gracias al poder ignífugo de la batuta de Yuriy Yanko.
El tercer movimiento supone el contrapunto de la calma antes de la tormenta final, sin duda necesario, pero también sin duda el menos recordado de la composición a pesar del precioso paisaje evocador que dibuja. Y cuando llega el tan anhelado finale, con sus sempiternas recapitulaciones, con sus embates operísticos, con los abismos sinfónicos a los que nos asoma, la lava emergió y desbordó por el Palau con gran estruendo por obra y gracia del trabajo de auténtica piromanía de los solistas y el coro ucraniano a tropel.
Cabe recordar que la arquitectura de sonidos que levantó el alemán ya era brutal para la época. Como dato de interés informativo, el fragmento musicado del poema de “La oda a la alegría” de Friedrich von Schiller, aparte de formar parte innegable del imaginario sonoro de la humanidad y del cine merced a Kubrick, es el himno de la Unión Europea. No es de extrañar, pues, que la Sinfonía se haya convertido en un símbolo de hermandad y libertad, objetivo último de Ludwig Van. Y sí, se repite cada vez que se habla de esta obra trascendental en la música clásica, pero cabe recordarlo siempre, Beethoven la compuso estando sordo. ¡Sordo!