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La filosofía fotográfica de Henri Cartier-Bresson se basaba en el placer de la contemplación y en la importancia del instante y de lo sencillo como enseña el budismo. Cuando su amigo el pintor Georges Braque le regaló el libro El Zen en el arte caballeresco del tiro con arco no imaginó que esta obra iba a influir tanto a su amigo. De él aprendió una de sus máximas: presentarse, aguardar en el anonimato y desaparecer. De alguna forma, el “instante decisivo” es una metáfora de la caza y Cartier-Bresson “atrapaba” la vida que se desarrollaba frente al objetivo de su cámara. Como lo hicieran Brassaï o Atget, Cartier-Bresson vagó por las calles de París sin un destino fijo, buscando el momento adecuado para disparar la cámara. De alguna manera, esto recuerda a la acción intuitiva o la escritura automática de los surrealistas y al objet trouvé de los dadaístas. Él escribió:

La fotografía es un impulso espontáneo que proviene de mirar perpetuamente, y que captura el instante en su eternidad.

altEs un fotógrafo que siempre mostró un gusto exquisito por la forma, la composición y la geometría de las imágenes. Huyó de todo montaje o intervención en la escena a fotografiar, se mostraba radical cuando decía que nunca hay que cambiar el encuadre de una foto en el laboratorio. Él confesó que sólo lo hizo una vez, con una foto del cardenal Pacelli al que tuvo que fotografiar sin mirar por el visor de la cámara, aunque la célebre foto de 1934 de las dos prostitutas mexicana asomadas a unas ventanas, se publicó en la revista Harper’s Bazar eliminando a una de las mujeres. Nunca utilizó flash ni objetivos que “deformaran la realidad”, siempre usó la lente de 50 milímetros, más cercana al ángulo de visión del ojo humano.

Se consideraba artesano y no artista, y su etapa de fotógrafo la vio como un tránsito hacia si verdadera vocación, el dibujo. Siempre que tenía ocasión repetía:

La fotografía es la acción inmediata, el dibujo es la meditación.

on su Leica siempre fue el más rápido y el menos agresivo al enfrentarse a los temas a fotografiar. Cuánto tendrían que aprender muchos fotógrafos actuales que pasan, cual Atila, con sus cámaras avasallando todo lo que miran. Cartier-Bresson pensaba que la fotografía no demuestra nada y no es su propósito demostrar nada. Esto se opone a otros reporteros modernos, a los que Cartier-Bresson admiraba pero veía como sociólogos, militantes o mesiánicos, al fin y al cabo, él siempre concibió sus fotos desde la mirada de un pintor. Tímido, de voz discreta y con una sordera de conveniencia, se volvía irascible con el consumismo y la publicidad para la que nunca quiso trabajar. El recogimiento zen también desaparecía cuando algún insensato quería fotografiarlo sin su permiso. Cuenta la leyenda que llevaba siempre encima una pequeña navaja y que, en una ocasión, no dudó en blandirla para evitar ser fotografiado… para poder observar hay que ser discreto, dijo en una ocasión.

Lector incansable de los clásicos franceses y anglosajones, sólo los abandonaba para bucear por los misterios del budismo y del zen japonés, otras de sus pasiones. Aunque se pasó más de treinta años renegando de la fotografía, una vez la definió así:

La fotografía es una lección de amor y odio al mismo tiempo. Es una metralleta, pero también es el diván del psiquiatra. Una interrogación y una afirmación, un sí y un no al mismo tiempo. Pero, sobre todo, es un beso muy cálido… Es poner en el mismo punto de mira la cabeza, el ojo y el corazón.

Le gustaban las fotos de paisajes tranquilos, con remansos de agua que, como espejos, reflejan la luz de su entorno, son como los poemas cortos japoneses, los Haiku. Uno clásico dice: Cuando parta, dejadme ser, como la luna, amigo del agua.

Cartier-Bresson murió en París a los 96 años.

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