altApareció contoneándose en la gran sala de la estación portuaria y la luz tamizada por las cristaleras, los reflejos de losas y metales, el universo entero prendió sobre el oro de sus cabellos.

 

 

 

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Apareció contoneándose en la gran sala de la estación portuaria y la luz tamizada por las cristaleras, los reflejos de losas y metales, el universo entero prendió sobre el oro de sus cabellos.

 

El vuelo de aquella melena era un espectáculo subyugante; un misterio dionisíaco brindado al alcance de la mano por un dios perverso en su aparente benevolencia. Bajo el aura cárdena de la tarde, su cabellera refulgía con la plenitud de un ser mitológico y la llamarada rubia iluminaba los grises imperantes fuera de ella, cual destello sobrenatural.

 

Hubo miradas de reproche en las hembras cubiertas por los respetables pañuelos, del mismo modo que los hombres admiraban con gesto lascivo las exhibiciones vetadas a sus propias mujeres.

 

Se acercó contoneándose como la serpiente que llevaba dentro de . Hice un esfuerzo sobrehumano para apartar la mirada de aquella veta áurea; por el modo de contemplarla se delataban todas mis debilidades… Pero quién no se hubiera encandilado de la sinuosidad de sus movimientos, si nunca fueron rectos ni los caminos del Señor ni la coherencia de los hombres.

 

No era el momento oportuno para dejarse llevar por las ensoñaciones. Aquellos hijos de puta me esperaban en un par de mesas reunidas al efecto, donde habían acomodado sus hambres de jamón y chorizo en tierra de moros, plasmadas en bocadillos grasosos que devoraban como desplante a la mayoría de los presentes.

 

El Gordo dejó de comer al verla; yo había logrado recuperar mi pose indolente, pero la conmoción de semejante bloque de cemento me hizo volver la vista, otra vez.

 

Un carro de fuego diluía los contornos de su cuerpo, apenas pergeñado por las ondulaciones de la flama en movimiento. Por fin me alcanzó, orlándome una vez más con el vórtice artero de su magma. Tenía formas pequeñas y torneadas, como un dulce que pidiera ser lamido, mordido, engullido sin más requisito que el furor de sentirse deseada; sobresalían los dos pechos redondos, con los pezones gallardos como soldados de la guardia coronando los relieves del suéter.

 

¡Joder, Willy! ¡Qué bien acompañado vienes! –el Gordo parecía felicitarse a mismo por la amable concurrencia, pero quedó al punto dubitativo, como preso de una meditación que se hacía enojosa, y añadió un comentario que sonó a reproche:–. Aunque no contábamos con ella

 

Sentí un asco profundo hacia el Gordo. A la repulsión física que siempre me había causado su adiposidad se sumó una reprobación moral (¿cabe así llamarla?); un tipo de juicio al que no era yo muy dado, pues prefería ejercitarme en las valoraciones de utilidad, que como su propio nombre indica me habían resultado mucho más provechosas a lo largo de mi vida. En ese instante asumía, sin esperarlo, la presumible causa de aquella belleza mancillada por la sola mirada lasciva del hampón; me hería su procacidad aunque este sentimiento fuera en perjuicio de los mutuos intereses comerciales, mi único pero valioso nexo de relación con semejante canalla. Así que el Gordo se salvó de morir estrangulado por tres razones: primera, pesaba sesenta kilos más que yo y no le hubiera sido difícil aplastarme de un manotazo; segunda, sus sicarios eran capaces de cambiar el bocata por la pistola con velocidad de prestidigitador (después de freírme a tiros hubieran escupido sobre mi cadáver, por haberles interrumpido la merienda); y tercera, soy un cobarde, además de aprovechado (de ahí que prefiera el cálculo utilitarista a los juicios de valor). Así que me tragué el asco antes de arrimarme al cenáculo de criminales, desentendiéndome de Nora.

 

–Vengo solo, Gordo. Olvídate de ella.

 

–Va a ser difícil olvidarse.

 

El Picha casi cayó al suelo por el codazo recibido del Gordo, mientras este cubría mesa y compañeros con las migajas que impelía el riego aspersor de su sucia risa.

 

–Pasa de mí, gilipollas.

 

Dicho esto, Nora se alejó hacia la barra de la gran sala terminal mientras el Gordo palpaba sus huevos con evidente satisfacción (las mujeres deslenguadas debían de ponerle cachondo). Dos moros se apartaron para dejar que la rubia tomara asiento en un taburete y a continuación la inspeccionaron a conciencia, con el descaro de quien contempla un bello ejemplar de caza mayor expuesto en el escaparate de un taxidermista.

 

Nora se me había pegado a los talones hacía tres días, apenas unas pocas horas antes de que saliéramos juntos de Madrid. Apareció sin cita previa en mi despacho y consiguió que la escuchase, pues quedé anonadado al ver lo preciosa que era.

 

En honor a la verdad –¡qué risa!– cabe decir que lucía tantos encantos como vulgaridades. El frío cálculo de una computadora quizá le hubiera dado baja puntuación, pero ya se sabe, las computadoras sólo se calientan por efecto de la temperatura externa. En resumidas cuentas: me gustó, estaba muy buena. Y no había quien se resistiera a su arrojo. A los cinco minutos me arreó: «¿Por qué no dejas de mirarme las tetas y consideras seriamente lo que te estoy proponiendo?». Me ofrecía dinero, claro está. Dinero, ¡vaya mierda! Yo sólo quería arrebatarla de este mundo y confinarla en el cielo de mi cama, conque seguí en lo mío: «¿Acaso las disimulas, para que no te las miren?». «Yo sólo oculto lo que a ti no te interesa saber. ¿Aceptas?». Pero yo debía dudar (supongo), tal vez por falso prurito profesional, porque ella volvió a la carga: «¿Aprecias a esos cabrones?», me preguntó. «Para nada», le respondí. «Entonces, ¿te consideras en deuda con ellos? ¿Es cuestión de principios?», quiso saber. «Para mí no hay principios, sólo utilidades: todos sabemos que moriremos algún día, pero no por ello dejamos de vacunarnos», le aclaré. «Entonces no temas, coge el dinero y llévame contigo.» «¿Y tú –contraataqué–, ¿tienes principios?» «Sí, los tengo y muy firmes. Pero te importa una mierda cuáles son.»

 

La teatralidad del aserto me encantó. Fuera sincera o una mentirosa redomada, el personaje tenía su gracia: he aquí una putilla, pensé, putilla pese a toda su pasta (a saber de dónde sale tanto dinero, quizá haya atracado un banco), que quiere hacerse pasar por heroína clásica sin más argumento que su mala leche y sus tetas golosas. Accedí por fin, pero no bastaron para convencerme ni la guita ni mi secreto odio hacia el Gordo, pues soy una de las pocas personas en el mundo, quizá sólo yo y su madre, que no tenemos nada personal contra él (al menos, nada grave). Tan sólo pudo arrastrarme la rigidez marcial de aquellos pezones que mi mente se esforzaba en dibujar sobre el tapiz blanco de la imaginación, inspirada por la secreta esperanza de que llegaría el momento de devorarlos gozosamente.

Después vino el largo viaje en coche entre Madrid y Algeciras, dando más rodeos –así lo quiso ella– que un hijo de puta buscando a su padre. La travesía del desierto a través del siempre aplazado instante de felicidad al que mi esperanza nunca quiso renunciar; las noches de ingrata ausencia en la habitación, de la cama falsamente compartida. Todo muy elocuente para quien no conociera los entresijos del trato. Ni un pelo pude tocarle, muy a mi pesar; no hubo forma de tirármela. Se mantenía firme en sus trece: un pacto es un pacto, cada uno tiene su papel en esta obra y cobra por interpretarlo. Con la salvedad de que ella no cobraba. Bien al contrario, soltaba buena pasta por mi compañía y mi silencio. Nunca llegó a amenazarme, pero dejó bien claro que aceptar el dinero implicaba discreción absoluta, y no sólo exterior, consistiendo la primera norma en no preguntar nada.

 

Me soltó un montón de pasta, tanta que sólo podía ventilarse en ambientes mafiosos mucho más exquisitos de los que conocían el Gordo y su panda de camellos y matones de medio pelo. Pero la enorme billetada era insuficiente para compensarme tanta penitencia; una millonada con la que comprar los favores de mujeres, muchas mujeres quizá más guapas y esculturales, pero ni de lejos tan sugestivas. Sufría por aquella arpía de silencios profundos y miradas fugaces, lacerantes cual navajazos, aterradoras como un trueno repentino en medio del campo.

 

Tomé asiento entre el Picha –rostro de campo roturado, puertas abiertas en la dentadura– y el Mami –tan maricón como sanguinario–, que se apartaron para dejarme un sitio ciertamente poco grato. Pero no había nada que temer, por eso me senté. En otras circunstancias hubiera preferido quedarme de pie (simple instinto de supervivencia: desde la altura se dominan mejor las nucas ajenas).

 

–Qué cara de guarra tiene tu amiga. Y vaya pelo más guapo, parece alemana.

 

–Pues te juro que no sé ni de dónde coño es –era cierto–. Se me pegó en Algeciras –mentía– y mira, hasta aquí hemos llegado.

 

–Siempre se te han dado bien las mujeres, cabronazo…

 

El Gordo largó la aceitosa zarpa con olor a chorizo por encima de la mesa, para pellizcarme el carrillo. ¡Qué asco me dio! Pero convenía no complicar las cosas más de lo que ya estaban liadas. En esos momentos dudaba tanto de la prudencia de Nora como de las suspicacias del hampón, y más aun de mi acierto en traerla conmigo hasta aquellos traficantes, sin saber qué oscuros motivos la impulsaban.

Hablamos durante un rato de temas insustanciales antes de abordar el asunto en cuestión. Había que cargarse a un chota hijo de puta, el que había abortado la anterior operación. Me necesitaban para la infraestructura, si no reconsideraba mi postura y decidía pringarme más en el asunto.

 

–No pretenderás que me cargue a alguien, ¿verdad?

 

–¡No, hombre! Ya sé que llevas pipa –el hierro me quemó bajo la americana al saberse descubierto–, pero que te cagarías en los pantalones si tuvieras que sacarla. Tú nos sirves como picapleitos, no te vamos a desperdiciar.

«Verás –prosiguió el Gordo-, tú eres una persona respetable. Sólo quiero que colabores con tus contactos. Que nos des cobertura; ya que no legal, al menos de influencias. Tengo a alguien muy querido para hacer el trabajo y me jodería mucho que lo engancharan a los dos días y lo retirasen de la circulación mucho tiempo.

 

–¿Tú quieres a alguien, Gordo?

 

Las sonrisas maliciosas de los presentes no pasaron inadvertidas para aquel grandísimo hijo de puta. Pero más malvada fue su respuesta:

 

–¿Y tú crees que el lameculos de maître que se te acerca entre reverencias en esos restaurantes caros que frecuentas, lo hace porque aprecia tu clase? ¿Que toma tus buenos modales por bondad? ¿Crees que el tabernero te da mejor vino que la competencia porque se preocupa por tu estómago?

 

–La moral del tabernero… Me asombra tu cultura, Gordo.

 

–Déjate de hostias. Cuento contigo o no.

 

–Cuenta conmigo. Si no, no habría venido.

 

–De acuerdo, pero antes sólo teníamos una conversación telefónica y ya se sabe que las palabras se las lleva el viento. Ahora has dicho que sí, ante testigos.

 

–¿Dudas de mi palabra? ¿Te he fallado alguna vez?

 

Qué preguntas más estúpidas. Pero no soy un pardillo, no. Mi papel en la farsa exigía semejante exabrupto de persona honorable, porque conocía de antemano la lógica del Gordo y no hubiera hecho ninguna falta su pregón:

 

–Nunca me has fallado. Estarías muerto si me hubieras fallado alguna vez. Y ahora puedo matarte si lo haces, nadie pensará que ha sido un capricho mío sino que has incumplido tus compromisos. ¡Ya ves, encima pareceré justo!

 

Después de escuchar la sentencia de muerte más fatua que el Gordo hubiera podido dictar jamás – ¡de qué modo más caprichoso e insospechado había periclitado su poder!–, todas las miradas giraron a la izquierda, por lo que adiviné que Nora volvía hacia nosotros.

 

–Joder, qué chochito te has buscado… –musitó el Picha, mientras se le caía la baba mezclada con migas de bocata.

 

–Oye Willy, ¿no habría forma de que me prestaras un ratito a tu niña? Es que tiene una pinta de guarra…

 

Poco había tardado en picar el Gordo. La calentura le impidió ver cuánto había de extraño, y por ello de amenazador, en la sorpresiva compañía de Nora, que avanzaba desde la barra con los pezones fieros cual lanzas en una carga de caballería; envuelta en la luminiscencia cegadora de su cabellera, prendida por los últimos halos del sol crepuscular.

 

–No te esperaré mucho rato –me dijo con tono displicente, pleno de afectado hastío–. Estoy cansada. No te entretengas.

 

La voz de Nora había emergido lánguida como la terquedad vencida ante la elocuencia de los méritos ajenos. «Hija de puta», pensé. Precisamente ese día, en ese momento, cuando los destinos de ambos pendían de un hilo tan fino como poco coherente era la ira del Gordo. Sentí que mi sangre se perseguía a sí misma hasta el extremo del pene, repentinamente erecto; tuve que cambiar de postura con mucho disimulo, para evitar las risas de los presentes, aunque el maricón del Mami –quién si no iba a estar mirándome el paquete– se dio perfecta cuenta de la variación de volumen. Pude percatarme de ello al sorprender el rictus de dolor con que apartaba de mí sus ojos lascivos, para fijarlos en la carne basta del embutido que estaba devorando.

 

Mientras perseveraban mis tripas en el ejercicio del triple salto mortal, la razón se me exasperaba ante la malicia y osadía que Nora derrochaba a partes iguales. La muy tramposa estaba invitándome a acompañarla más allá de la ficción de los días pasados, pero yo no podía dejar al Gordo en esos momentos, recién iniciada nuestra conversación. ¿Había sentido un arrebato de pasión –no soy tan estúpido como para pensarlo– o es que pretendía mi ruina? Quizás fuera una parte oculta del trato; la letra pequeña que ahora se avenía a cumplir en agradecimiento a mis servicios, pero que tampoco estaba dispuesta a regalarme sin la asunción de cierto riesgo. De cualquier modo, comprendí al punto que Nora encarnaba una verdadera tragedia; que aquello no podía acabar bien de ninguna de las maneras. No hacía falta ser adivino para pronosticar un desenlace luctuoso a esa historia de deseos ocultos, preguntas sin respuesta y tanta pasta por medio.

 

Me entretuve mucho rato. Es decir, el Gordo me entretuvo todo lo que quiso o todo el tiempo que necesitaba para estipular los términos de nuestra colaboración. Era cerca de medianoche cuando crucé la explanada repleta de coches y familias casi deshidratadas, que esperaban su turno para embarcar; iba tan desolado como los moritos recién destetados que lloraban prematuramente, sin saberlo, todas las fatigas e incomodidades venideras en el tránsito desde esa antesala tórrida de África hasta alguna ciudad fría y húmeda de Europa.

 

Al despedirnos en la puerta de la terminal, el Gordo me había dicho: «Y acuérdate de tu putita. Tú pon un precio y no te preocupes de más». ¡Tú sí tendrías que haberte preocupado, grandísimo cabrón!

Entré desolado en el recibidor del hotel. Nora se había subido la llave y para no molestar pedí al recepcionista que me acompañare a la habitación. Todas mis sospechas se confirmaron tras ingresar en aquel seno silencioso, no bien pude despejar la incógnita de su penumbra.

 

Las cortinas a medio correr dejaban un intersticio por el que se colaba un haz de mortecinos resplandores portuarios, y en el blanco y negro de aquella triste película de serie B sus cabellos seguían fulgiendo, cual surtidores de luz, sobre la gama de grises que impregnaba la estancia. Estaba profundamente dormida, en decúbito supino y con las manos bajo la nuca, como si sostuviesen la almohada. Toda ella exhalaba una espera contenida, un sentimiento de transgresión frustrado; el momento de libertad que se desperdició. Así lo revelaba el rictus áspero de su rostro. Pero ni siquiera la severidad del gesto podía eclipsar la magnificencia de aquellos pechos desnudos que descollaban por encima de la sábana, detenida en el rasero del ombligo, y miraban al cielo como oferentes de las dádivas más preciadas.

Sabía que me había estado esperando. Ella quizá supo que yo nunca llegaría a tiempo. Tal vez quiso jugar con sus recuerdos más íntimos, volver a sentirse amada antes de hundirse en la sima del crimen, pero a sabiendas de que su pecado sólo sería ficticio, nunca consumado.

 

Me desnudé en silencio, sin encender ni una sola de las luces de la habitación para no profanar el sueño de aquella ninfa. Después me tumbé sobre la cama, por encima de las sábanas. No osé tocarla, consciente de que mi momento se había escapado como pasa raudo, casi imperceptible, el flash que inmortaliza un instante doloroso. Pero acerqué mi rostro hasta sus pechos de artesa plena para olfatear el aroma algodonoso que su piel irradiaba, y la excrecencia dulzona que convertía en brotes de rosa aquellos pezones enhiestos. Después velé su sueño, como el esclavo en que sólo la pasión puede convertirnos.

 

Al despertar me dijo:

 

–¿Cuándo quiere verme?

 

–Cuando tú quieras –le respondí.

 

Y contoneó su cuerpo de culebra desnuda hasta la ducha, sin más palabras y dejándome abandonado sobre el lecho, en absurdo diálogo con mi erección.

Tengo la satisfacción de que el Gordo no llegó a tocarla. Nora le pegó un tiro en el pecho antes de que pudiera meterle mano; después, cuando aún estaba consciente, le voló los huevos de un segundo disparo a bocajarro, con recochineo. El tonto del Picha entró a socorrer a su amo y corrió la misma suerte. Casualidades de la vida, el Mami estaba en el bar del hotel ligándose al camarero… Lo salvó su pensamiento glandular, bendita sea tamaña inteligencia.

 

Así me libré de dar cobertura a nadie. Ni siquiera a Nora: desapareció con lo puesto. La policía marroquí me interrogó; la española, también. ¿Qué sé yo quien era ella? No, tampoco conocía al tío de la foto. 

 

¿Su marido? ¡Y yo que sé! No, nunca había visto a ese tío con el Gordo. Claro que conocía al Gordo,eso ya lo saben ustedes. No, no soy traficante ni matón, la pistola la llevo para mi propia protección; tengo permiso de armas, ¿lo ven? Sí, cobré una pasta de ella, sólo me dijo que quería conocer al Gordo y nada más. Yo nunca la hubiese traído, si hubiera sospechado que iba a pasar lo que pasó… Es cierto, no se rían, es verdad. Además, les respondo por pura cortesía y porque no tengo nada que ocultar; soy abogado y conozco mis derechos, si siguen sugiriendo mi inculpación en el crimen me veré obligado a no hablar más y sólo declararé ante el juez.

 

Me quité pronto a la policía de encima. Pero lo peor estaba por llegar. Aunque parezca increíble, el Gordo tenía amigos. Cuando menos, gente interesada en que su muerte no quedara impune. Me tomaron como chivo expiatorio. Tuve que convertirme en chivato para obtener protección policial, razón de más para que alguien pusiese precio a mi cabeza. Vivo oculto, de aquí para allá como un nómada y hasta en mis protectores palpo el desprecio que despierta cualquier vulgar chota.

 

No les miento. Se llamaba Nora (creo) y a su paso rebosaba el mundo de fulgores dorados, como un viejo retablo gótico en el que fueran a ilustrarse las maravillas de la Creación. Yo sólo quería devorar aquellos pezones carnosos, altivos como ella misma. Lo juro por lo que más quieran.

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