La creciente preocupación por la seguridad se ha convertido en un arma eficaz para que el poder político, mediatizado por sectores económicos con fines ajenos al interés público, reprima las protestas de amplias capas de la sociedad. Como en el pasado, los gobernantes de nuestros días siguen recurriendo a imaginativas tretas para que el ciudadano –así llamado todavía– acepte voluntariamente una posición subordinada. Sobre el tema hablaron Alicia García Ruiz, investigadora de la Cátedra de Filosofía Contemporánea y profesora en el Máster de Pensamiento Contemporáneo y Tradición Clásica de la Universitat de Barcelona, e Hibai Arbide, abogado, miembro del colectivo de juristas Francesc Layret. Los reunió con tal fin la organización catalana de la Asociación por la Tasación de las Transacciones financieras y la Acción Ciudadana (ATTAC), que este mes de julio ha celebrado la decimosegunda edición de su escuela de verano.

¿Derecho a la seguridad?

La gobernanza (compendio de técnicas para desempeñar el ejercicio del gobierno) es un término de moda en nuestros días, tanto en el mundo de la política global como en el ámbito empresarial, además de objeto de estudio de Alicia García Ruiz. Según la investigadora, el miedo forma parte de dicho bagaje técnico. Y no solo eso: adquiere también un valor táctico, pues se ha convertido en noción capital de una “ideología de la seguridad” muy grata a nuestros gobernantes.

García Ruiz pide una reflexión pública y rigurosa sobre los usos políticos de la noción de seguridad, no siempre destinados a proteger al ciudadano. Un debate que debe partir de preguntas como: “¿Qué tipo de derecho es este de la seguridad? ¿Quiénes son sus destinatarios? ¿En qué régimen jurídico y social se fundamenta? ¿Qué obligaciones y garantías conlleva? Y de modo concreto, en referencia a la Ley de seguridad ciudadana –o Ley Mordaza– impulsada recientemente por el gobierno español, “¿se trata de un objetivo prioritario de la agenda política, dadas las circunstancias actuales del país?”.

El juego de las imposturas

Aparte de estas dudas legales, Hibai Arbide señala la dificultad de definir la noción de seguridad: “En tanto que sensación, no puede establecerse con un criterio objetivo. Solemos entenderla siempre de un modo negativo, en oposición a lo que no queremos que nos pase. Por ejemplo: el sentido más difundido identifica seguridad con no ser atracados por la calle, no sufrir el asalto de nuestras casas, no temer por nuestras vidas”. En esa focalización reposa la impostura, pues “se trata de una creencia inducida con un objetivo concreto, la desconfianza hacia nuestros iguales, porque en los medios oficiales nunca se habla del miedo a ser desahuciados de nuestras casas o a perder nuestro trabajo”, amenazas mucho más comunes, pero incómodas para los depositarios del poder político. En suma, nunca se piensa en la inseguridad que dimana de los derechos no respetados por el Estado. Por ello, “el discurso de la seguridad se construye a través de falsas sugestiones”.

Esas falsas sugestiones sirven para que el poder político y económico camufle el blindaje de sus privilegios bajo exhortos al bienestar privado de los ciudadanos decentes. Una percepción de la realidad social, en suma, generadora de “un creciente déficit democrático”, según diagnostica García Ruiz, que se despliega “sobre el sustrato de una vida social pulverizada y una desmovilización social generalizada. Entre los ciudadanos crece la convicción de que es necesario el sacrificio de ciertas libertades en nombre de un nuevo derecho, el de la seguridad”.

Sujetos de derechos frente a sujetos a derecho

Prosigue García Ruiz: “En vez de ser sujetos de derechos, parecemos estar sujetos a derecho. La vida cotidiana se militariza para sostener la hegemonía de los intereses privados frente a consideraciones de carácter público; la ideología de la seguridad funciona como superestructura de dicha militarización.” En este sentido, la crisis económica, que a menudo suele presentarse como inicio de una nueva fase histórica, parece revertirnos “a la resurrección cíclica de formas de poder militarizadas, que vuelven más insidiosas y fortalecidas que nunca, porque se naturalizan con la vida cotidiana a través de diferentes prácticas sociales, que abarcan desde nuestros usos tecnológicos hasta la consagración legislativa de diversas formas de represión en aras del mantenimiento del llamado orden público.”

Ciertamente antigua es la obsesión por la seguridad, exigencia clave de la legitimación del orden social en todos los supuestos teóricos del estado de naturaleza de los pensadores de los siglos XVII y XVIII, por diferentes que fueran sus conclusiones políticas y sociales. En la sala se cita a Thomas Hobbes, como ejemplo teórico al que tiende la deriva autoritaria del neoliberalismo contemporáneo: dominado por una conciencia hostil y temerosa hacia la figura del otro, el ciudadano solo confía en la obtención de beneficio privado, ejercicio que debe ser amparado por los poderes públicos, a quienes está dispuesto a entregar buena parte de su libertad para alcanzar tal fin. En nuestros días, esta argumentación “es capaz de parasitar el discurso de los derechos individuales y prevaricar a su favor la razón de Estado”, advierte García Ruiz.

Cuando el poder ruge, tiene miedo por su seguridad

El exceso de democracia

Arbide señala que la preocupación securitaria vive un poderoso rebrote desde la década de 1980 a esta parte. Y García Ruiz insiste en que la más reciente teoría política de sesgo conservador –por más que se reivindique liberal, retrógrada se queda– ha insistido en que las sociedades con intensa actitud participativa pueden colapsar la acción de sus gobiernos, debido a la elevada carga de demandas que afluyen a ellos: “Según esta perspectiva, defendida entre otros por Samuel Huntington, un exceso de democracia resulta disfuncional para la gobernabilidad.” Toda una defensa de la apatía y el borreguismo expuesta por uno de los teóricos más apreciados del neoliberalismo, oráculo del célebre e igualmente interesado “Choque de civilizaciones”.

Contra Huntington, García Ruiz constata que la extensión de los medios legales y tecnológicos de control de las conductas individuales “está generando en nuestras sociedades una creciente tensión entre libertad y seguridad”. E intenta desenmarañar las leyendas e infundios en torno a la oportunidad de este énfasis securitario, atribuyendo sus urgencias a “la gestión de un sistema económico que genera creciente desigualdad social y, por supuesto, a la represión de las manifestaciones públicas del malestar colectivo”. En suma: “la ideología de la seguridad es el sustrato y el síntoma de un creciente déficit democrático”.

La ley y sus trampas: represión y exclusión

Prosigue García Ruiz: “Vivimos en una sociedad ensimismada en su privacidad, que es reforzada por el temor. En este aislamiento se generan patologías peculiares: fobia social, estrés, la visión del otro como una amenaza potencial para la propia identidad y seguridad. Individuos altamente vulnerables que habitan un espacio social conceptualizado mediante algorritmos de riesgo, que son calculados y gestionados por el poder político”. Estos miedos sirven a los poderes políticos y económicos para execrar y excluir del ámbito de las libertades a determinadas partes de la población.

En aras del derecho a la seguridad se reprime la disidencia, afirma la ponente, no por representar un riesgo para la integridad física o moral de los ciudadanos, sino por el potencial peligro que entraña para el mantenimiento de una democracia descafeinada, sometida a las burocracias partidarias y a los intereses de los grandes agentes económicos. Así se explica “el viraje conceptual hacia la tipificación de nuevos delitos, tales como la difusión de contenidos políticos y convocatorias de movilización en redes sociales, o la criminalización del derecho de huelga y la actividad sindical. Es la inversión de la democracia en nombre de la democracia misma”.

Como complemento de lo anterior, Arbide recuerda que la seguridad es, para el neoliberalismo, “un bien con el que comerciar, al igual que la salud, el agua o cualquier otro; quien tiene dinero puede disfrutar de mayor seguridad.” Por lo tanto, constituye un nuevo frente de desigualdad social. Pero advierte: en las antípodas ideológicas, amplios sectores de la izquierda consideran que la seguridad “es un derecho de todos, no solo de los ricos”, que debe figurar en los planes de las administraciones; “un discurso muy bonito en teoría, pero que en la práctica acaba sirviendo como justificación para medidas represivas similares o complementarias a las que preconiza la derecha”.

El doble rasero

En este punto, Arbide aporta una mención al pensamiento del jurista alemán Günther Jakobs y su “derecho penal del enemigo”, según el cual, en la práctica, los poderes políticos y económicos privan de los mínimos derechos jurídicos a los grupos sociales que consideran fuera del sistema (ya sea por causas económicas, políticas o de otro tipo), además de legislar contra ellos. Una tendencia, se lamenta, perceptible en el Estado español: “Frente a la norma básica que se inculca en todas las facultades de Derecho: más vale que cien culpables queden en libertad a que un solo inocente vaya a prisión, el discurso oficial actual, tanto el de los medios de comunicación como el que está vigente en los propios tribunales, considera que lo importante es garantizar la persecución de determinados delitos, en detrimento de la garantía de los derechos de las personas que son acusadas. Ocurre así que las reformas legales se hacen en función de a quién van a ser aplicadas, y los jueces suelen actuar en función de quién tienen delante. Puede sonar a demagógico, yo mismo no pensaba así antes, pero el ejercicio de la abogacía me lo ha mostrado tal cual.”

“Muestra de la misma inmoralidad –apostilla Arbide– es la teoría del amigo, por la cual se utilizan todas las garantías legales para preservar la impunidad de los poderosos.” Por ello, cuando se enjuician delitos como las torturas policiales o la corrupción, el rigor de la justicia decrece notoriamente.

El ejemplo español

“Las políticas securitarias teorizadas en la década de 1980 han sido intensificadas de un modo intenso en el Estado español durante los últimos años”, denuncia Arbide. A su juicio, esta tendencia se debe “a una reacción de pánico ante la creciente movilización social” que genera “la deslegitimación del régimen”. Una pérdida de prestigio derivada tanto de las políticas económicas y sociales gubernamentales, como de la amplitud de la corrupción y la pérdida de credibilidad de los partidos. “Ya no nos los creemos: ni a ellos ni sus discursos, ni tampoco sus leyes.”

Cuando el poder ruge, “es que siente pánico a perder sus privilegios”. Su primera reacción estriba en convertir en falta administrativa o delito toda manifestación de rebeldía, aunque sea pacífica, bajo la excusa de alterar el orden público y la seguridad individual. Entre estas manifestaciones figuran “parar desahucios, la ocupación de establecimientos públicos, los escraches, la convocatoria de movilizaciones a través de las redes sociales…”

El Estado español, constatan ambos ponentes, es uno de los países de la Unión Europea con menor tasa delictiva, pero también, paradójicamente, tiene una de las tasas de presos por habitantes más altas de la Unión. Sin embargo, admite Arbide, “basta abrir los diarios para ver que esa tasa no afecta a todos por igual, puesto que se da una perversión escandalosa del sistema de garantías, de modo que a determinada gente le resulta mucho más fácil ser condenada y sufrir prisión que a otras personas, curiosamente relacionadas con el poder político y económico. Para estos, el código penal representa un pequeño riesgo a asumir, que en ningún caso les deparará serias consecuencias.”

En cuanto a la Ley de seguridad ciudadana actualmente en trámite, Arbide quiere resaltar la arbitrariedad que suponen las sanciones administrativas, pues no mueven proceso judicial y por ello resultan aún más arbitrarias que las sanciones penales. Basta con que un policía, que dispone de “presunción de veracidad”, declare en contra de un manifestante para que este quede sin recurso frente a la sanción.

Acerca de la reforma de la Ley del aborto, el ponente la tilda de “pretensión de control sobre el cuerpo de las mujeres, impulsada por la creencia de que las féminas solo sirven para reproducir la fuerza de trabajo que se estima necesaria en un momento dado”. La misma inspiración tienen las campañas de esterilización forzosa de algunos países y la represión del aborto en otro: la negación del derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. Por ello, “la reforma de esta ley está en sintonía ideológica con la Ley Mordaza, aunque la relación entre ambas no suela aparecer en el debate público.”

La desobediencia como herramienta emancipadora

Recuerda Arbide en una realidad histórica que a menudo se olvidó o pretirió, puesto que en sí misma parece poco amable: “El derecho nunca se establece como producto de un cálculo objetivo, sino como resultado de una relación de fuerzas. El derecho es en sí mismo un terreno de lucha.” En este sentido, la difusión del descontento social y su materialización en acciones de protesta y oposición son una amenaza para el mantenimiento del statu quo político y económico. “Las leyes no son objetivas ni en su elaboración ni en su aplicación. Solo pueden ser aplicadas si así lo permitimos.”

Los dos ponentes se unen en una exhortación a la respuesta pacífica, pero contundente ante las leyes injustas, la democracia devaluada y la fusión de los poderes político y económico. Y aunque la lucha no es simple ni ligera, “prefiero el optimismo de la voluntad al pesimismo de la realidad”, asegura Arbide. Y recuerda García Ruiz la necesidad de reapropiarnos de unos derechos “que son nuestros, porque la reivindicación no es arrancar una dádiva, sino reivindicar lo que nunca ha dejado de pertenecernos”; en este sentido, defiende la desobediencia civil –y para ello se apoya en teóricos como Thoreau y Rawls– como “una fuente de innovación normativa y de perfeccionamiento de la legalidad constitucional, sobre todo cuando se agotan infructuosamente todos los cauces de expresión legal. La desobediencia civil, por ejemplo, fue decisiva para el reconocimiento de los derechos sociales de los afroamericanos”. Arbide añade: “En la actualidad, la desobediencia es el único recurso para garantizar derechos fundamentales amenazados, como cuando se para un desahucio gracias a la presión popular. Una herramienta cotidiana para dotarnos de los derechos que el poder nos pretende arrebatar”.

Cuando el poder ruge, tiene miedo por su seguridad

Contra la servidumbre voluntaria

Todo hay que decirlo, no solo inmoviliza el miedo a la represión. La apatía nos ronda de la mano de la comodidad. También esa desidia que nace del fatalismo, la creencia en la imposibilidad de transformar la realidad social. Así pues, en la base de estos problemas se halla un consentimiento generalizado por parte de los ciudadanos, la “servidumbre voluntaria” a la que Étienne de la Boétie dedicó uno de los tratados más brillantes –y breves– de la historia del pensamiento político. Nada, por arraigado que se halle, resiste necesariamente al ejercicio crítico; sobre todo porque, según cita de César Rendueles sacada a colación por Arbide, “la mayoría de la gente es anticapitalista, pero no lo sabe”. Ante la necesidad de vigilar a nuestros guardianes, como bien concluye García Ruiz “está en nuestra mano revertir estas tendencias”. Y como apostilla Arbide, “las leyes injustas pueden aprobarse, pero también puede impedirse su aplicación; por eso, el miedo está cambiando de bando. Ellos no mandan si nosotros no obedecemos”.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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