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Ilustra Evelio Gómez.

Hay espacios fantásticos donde hasta lo más inverosímil puede hacerse realidad. Son lugares fascinantes, míticos, capaces de albergar desde los malignos prodigios del mago Fristón, como las ventas que acogieron a Don Quijote, hasta las historias más increíbles, como aquellos aposentos donde Sherezade fue relatando sus cuentos durante mil y una noches al cruel y despechado sultán Shahriar. Con todo, pocos sitios provocan tanto vértigo como la cama, con independencia de que su estructura esté construida con las más hermosas maderas de ébano, o por el contrario apenas supere la cochambrosa y triste condición de camastro.

En realidad, no es una sorpresa. Al fin y al cabo, la cama consigue despertarnos sensaciones definitivas  que nos transportan hasta esas extrañas regiones de los dulces sueños y las pesadillas. El lecho reúne así los más dispares estremecimientos, esos que hoy  son capaces de arrancarnos gemidos de placer entre las mantas más sarnosas, del mismo modo que mañana nos pueden traer un estertor final y definitivo mientras  sábanas de seda acarician nuestra vulnerable soledad. Propiedades maravillosas, sin duda, que en el caso de España, además, se ven acrecentadas por una insospechada capacidad de poner al país patas arriba, demostrada en no pocas ocasiones por este, por otra parte, espacio reparador de nuestro cansancio.

El almirante Aznar, en los días finales de la dictablanda que seguiría al régimen de Primo de Rivera, fue el primero en tomar consciencia de la curiosa capacidad revolucionaria que en España parecían tener hasta los más humildes catres. Fue a propósito de las elecciones municipales celebradas en aquella lejana primavera de 1931, cuando el militar no halló otro modo de explicar el resultado de las urnas a los periodistas que no fuese el poder transformador de los colchones patrios: sencillamente, afirmó, España se había acostado monárquica y se había despertado republicana.

Es cierto, no obstante, que esta fuerza para cambiar la realidad carpetovetónica se queda aletargada durante etapas de la historia que a veces se sienten eternas.  La más tímida reforma parece entonces sumida en un perezoso sueño de los justos y esa pequeña dosis de ilusión de la que tan necesitada está un pueblo como el español, siempre predispuesto a pesar de las apariencias al sentimiento trágico de la vida, parece no llegar nunca. De este modo, tuvieron que pasar cuarenta sangrientos años de cuartel y sacristía antes de que otra cama se desemperezara y asumiera su destino de convertirse en el lecho de muerte del dictador.

Con todo, a pesar de estos y otros retrasos, la singularidad de las camas hispanas no parece haberse extinguido. Lo hemos podido comprobar esta semana al enterarnos de una mutación casi tan impredecible como la que en su día tuvo que explicar el almirante Aznar. Y es que, de la noche a la mañana, periodo aparentemente más propicio para estos cambios, acabamos de descubrir que España se acostó neoliberal y se despertó marxista. O al menos eso es lo que se desprende de la encuesta elaborada por la firma My Word para la Cadena Ser, según la cual, el 83,4%  de los consultados consideran que las diferencias entre las clases altas y bajas son uno de los principales conflictos que afecta a la España actual. Un porcentaje superior incluso al obtenido por esa variante del mismo tema que es la inmigración, problema destacado para un 69,1% de los encuestados.

No sabemos si Juan Luis Cebrián vetó a los trabajadores de Prisa amenazados por los despidos como potenciales participantes en esta encuesta. En cualquier caso poco importa. Estos nuevos tiempos duros son lo que tienen. Y al final, aunque no queramos saberlo, la lucha de clases se te acaba colando hasta por los edredones.

Periodista cultural y columnista.

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