También a Septimus le ocurría. Allí donde antes veía a la bestia ensangrentada siguiéndole el rastro sólo hay ahora unas sillas, un aparador y unos grabados en los que nadie se fija. Pasado el temblor todo adquiere de nuevo dimensiones reales, pero Septimus se admira del cambio que pueden traer unos minutos o una noche de sueño. Aquello que causaba las más convulsas emociones es sólo un jarrón con rosas, o una sencilla nube, cosas quietas y reales, ¿por qué entonces temblar y sollozar? Y nadie entiende, ni siquiera él mismo, sobre qué reposan esos saltos que constituyen la escondida vibración de toda vida humana –del amor al odio, del terror a la paz, del vértigo de nuevo a la firmeza–; son, sencillamente, los ritmos que la mecen.
En Mrs. Dalloway Virginia Woolf deja que la sola capacidad de oír el canto de los pájaros baste para mostrar definitivamente que Septimus no es nada más que un ser al que el horror ha paralizado. Capturado por la belleza de cosas presentes y, al mismo tiempo, inalcanzablemente lejanas, Septimus descifra en los silbidos de los pájaros del parque las notas de la lengua griega. Mientras, su mujer le pone la mano en la rodilla; hay que mantenerlo sujeto al suelo, «de lo contrario la emoción ante los olmos subiendo y bajando, subiendo y bajando con todas las hojas iluminadas y el color pasando sucesivamente del azul al verde de las olas en la alta mar, como penachos de caballos o plumas de señoras, ante los olmos que subían y bajaban con tanta dignidad, tan maravillosamente, le habría vuelto loco». Pese a todo, Septimus es un loco muy común; a veces también para él los espacios recobran sus formas, las estancias son habitables, los objetos sólo inofensivas cosas, y las palabras… un recurso más para moverse por el mundo. Pero, inesperadamente, lo insoportable, la caída entre las llamas, el salto en el vacío.
El médico asiste a la fiesta de Clarissa. El mensaje de la muerte de Septimus penetra sin permiso en la comodidad del mundo de la guardiana escindida del orden y la cordura. Inquieta, Clarissa tal vez se preocupa ahora por si el soplo del muerto deshojará las flores, o por si también los objetos de su casa se pondrán a danzar por los aires. Pero el médico ha encubierto la muerte a su manera: organizaremos un congreso acerca de los efectos neuróticos de la Gran Guerra sobre nuestros jóvenes ingleses. El misterio, y con él la verdad, desaparece.
Septimus, separado de todos por el lazo del horror y la belleza, reclamado por las voces de los muertos, tratando con esfuerzo de escapar de la bestia ensangrentada. Septimus, un hombre a quien nada le pasa, no pudo soportar el sordo mensaje de las cosas, ni el canto indescifrable de los pájaros, que nadie oye. Al fin y al cabo, su amigo ha muerto, las calles y las casas son lo mismo, la vida no es nada y nada diferenciaba a Rezia del resto de los hombres que, como el amigo, murieron en la guerra. Tal vez supo entonces que la vida es guerra y es muerte. Que no hay delito. Más tarde, en un parque de Londres, lo oyó decir en griego, oyó el mensaje que, separados de todo, a todos nos incumbe. Pero, ¿puede tolerar Clarissa que el mensaje de un dios descuartizado arruine su fiesta?
Septimus recuerda un poco a la argiva Helena, quien –así se dice a veces– se colgó de un árbol en un ataque de horror súbito. También evoca eso que en algunos lugares leemos sobre la locura insensible de aquellos que han sido raptados por la verdad o por los dioses. Quizá no sea casual que el mensaje terrible de las cosas lo canten pájaros, seres de aire, ni que llegue precisamente en griego a sus oídos.
Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.