astronauta

Hizo las últimas comprobaciones y en pocos minutos todo indicaba que la nave estaba lista para partir. Durante la campaña de lanzamiento previa al despegue, pese a la templanza de su carácter, sus nervios siempre están a flor de piel. No puede evitar dudar acerca de la efectividad de algunos de los procesos mecánicos que intervienen en las funciones del vehículo. No se trata de desconfianza, sencillamente reconoce que el ser humano es falible y que siempre existe en su estructura la posibilidad de error.

Cuando finaliza la primera etapa para el lanzamiento, ya se sabe enteramente predispuesto para lo que será su última, pero, sin embargo, más importante misión en el espacio. Así, en éste momento da comienzo la cuenta atrás. No se perciben problemas por los que el proceso deba detenerse para su resolución, por lo que se inicia el lanzamiento. Las conexiones con la nave se detienen, los chorros de agua se activan y se inicia el ascenso.

Por su mente pasan imágenes que, a un ritmo vertiginoso, comprenden la totalidad de su vida. Tiene los ojos cerrados y el cuerpo rígido, no hay señales que den a entender que se encuentra bajo un estado de angustia o estrés, sencillamente el trepidante movimiento del vehículo le hace mantenerse en tensión. Cuando por fin la nave encuentra la posición en el espacio que la mantiene estable, nuestro astronauta respira profundamente en agradecimiento por el éxito de ésta primera toma de contacto fuera de la órbita terrestre.

Es entonces, cuando se ve en disposición para desabrocharse de los tantísimos mecanismos de seguridad y se permite estar, ligero y dócil, dejándose llevar a través de la reducida estancia. Desde luego, ya ha advertido tras las ventanas la espectacularidad de las vistas. No existe nada que se pueda comparar con la magnitud de éste acontecimiento, en todos los sentidos.

Tras lo que parecen unos días a bordo de la nave, para su sorpresa y preocupación, comienza a escuchar un ruido. Comprueba que todas las funciones del vehículo se están ejecutando correctamente y contacta con sus compañeros en tierra para solicitar información que pueda ayudarle a comprender y actuar frente a ese ruido constante. Sin embargo, no obtiene posible solución para, por lo menos, ese preciso momento.

Cree que no podrá aguantar la insistencia de ese ruido durante el tiempo que llevará su viaje. Entonces, recuerda el cuento del cosmonauta ruso, en el que su protagonista se ve en una situación sorprendentemente similar a la suya. Decide concentrarse en la metáfora resiliente de la historia que narra el cuento; trae a su mente la melodía de su pieza clásica más estimada, Caprice n.º 13 y 14 de Paganini. Aún escucha el ruido, pero cada vez es más tenue y pronto se acompasa e integra con el Allegro en si bemol mayor de la primera de las dos composiciones. Es así como transcurren los días que siguen a ese primer contacto en el espacio, en un estado emocionalmente embriagador.

Según las indicaciones, el recorrido hasta su destino en la base de la sonda que va a reparar, está llegando a su fin. Toma las medidas necesarias para el inminente aterrizaje y vuelve a activar los mecanismos de seguridad. Sigue escuchando su música predilecta hasta que las maniobras del vehículo cesan y la toma en tierra tiene lugar de un modo satisfactorio.

El ruido mantiene su vigor dentro de la nave, no desaparece aunque el vehículo ya no esté en marcha. Entonces, es cuando el astronauta se inquieta de forma preocupante, tiene claro que algo no marcha bien.

Cuando sale al exterior, con el traje extravehicular y todo el equipo requerido para la reparación a cuestas, no da crédito ante lo que ve pegado a la nave en la que ha estado viajando todo este tiempo. Una enorme y viscosa masa que burbujea y palpita, que se retuerce sobre sí misma y se desliza despacio en dirección a él. Intuye que no tiene lugar ni modo de escapar, esa masa se va acercando a medida que aumenta de tamaño. Siente mucho calor, un abrasante sudor le recorre su cuerpo enfundado, la respiración se ahoga entre intentos de inhalar, pero no lo consigue. Lo sabe. Sabe lo que uno nunca llega a conocer hasta que no es el momento preciso. El momento en que la despedida se vuelve su acto más único y definitivo. Entonces, el horror se apodera de su ahora marchita existencia.

marta pérez fernández revista rambla

Madrid. La expresión en todas sus formas. Amante de la música y las letras. Apasionada por el dibujo y el deporte. Estudié música, comencé con cuatro años y toqué el violín hasta cumplir los dieciocho. Desde entonces, Londres, Barcelona y Madrid han supuesto grandes experiencias vitales. Escribo porque tengo mucho que decir y necesidad de comprender.

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