El relato tiene en las tradiciones orales el potente poder de la cohesión. Su desarrollo fortalece los lazos entre los individuos, refuerza las identidades y articula esa misteriosa cadena que nos conduce desde las oscuridades del ayer a las incertidumbres del mañana. Por eso, la fuerza del relato no puede descansar en la sorpresa, territorio de la incógnita y el desasosiego, sino en el ámbito tranquilizador de lo previsible, donde todo se repite con la misma exactitud, el mismo ritmo, la misma cadencia. Eso explica por qué, aunque conozcamos todos los detalles, nunca nos defrauda volver a escuchar un millón de veces las mismas vicisitudes de Ulises en su regreso a Itaca o la habilidad con que el cazador destripó al lobo para rescatar a Caperucita. Es el caso de Damasco: entre Ulises y el lobo feroz.

Estas reacciones no han quedado relegadas a los tiempos mitológicos, las exóticas geografías tribales o los plácidos momentos de los cuentos infantiles para dormir. No. La balsámica propiedad de los relatos también sabe adaptarse a estos tiempos líquidos de los mass media y los oráculos 2.0. Y así hemos podido comprobarlo en la polémica que en las últimas semanas recorren las nuevas páginas virtuales de los periódicos y las redes sociales, a propósito del ataque de Estados Unidos contra Bashar al-Asad. Un ruido mediático y social que sorprende especialmente después de tanto silencio frente a una carnicería que comenzó un remoto marzo de 2011 cuando unos adolescentes escribieron “libertad” en una perdida pared de Daraa.

Silencio frente a lo que se desconoce, se escapa de nuestras coordenadas ideológicas o, simplemente, se desprecia con la indiferencia. Un mutismo ensordecedor que contrasta con la vociferante agresividad con que hoy todos parecen acercarse al drama sirio en Damasco, con la recobrada seguridad de saberlo integrado en las certezas de los antiguos relatos. Es así como los informativos vuelven a abrir con las historias tenebrosas de las armas de destrucción masiva, de los ataques químicos, como si hasta ahora los miles de cadáveres surgidos del golpe, el plomo o la metralla tuvieran el consuelo de una pretendida agonía limpia. Con el relato, John Kerry recupera la seguridad anhelada frente a un Oriente Medio que la invasión de Iraq hace tiempo que hizo saltar por los aires y donde todos los protagonistas de la zona se empeñan en mover ficha por iniciativa propia para mayor perplejidad norteamericana: los teocráticos monarcas del Golfo, los teocráticos republicanos de Irán, los teocráticos socios de Tel Aviv, los emergentes turcos… y, para colmo de la desfachatez, hasta los propios pueblos árabes.

El otro relato también se viste con los elegantes ropajes, aunque en este caso los trazos están más cerca de la épica realista de Deyneka que de Walt Disney. Tras años de mutismo, por fin, la amenaza de Obama les permite lanzar a los cuatro vientos de ninguna parte el rotundo: ¡ya lo sabía yo! Y de nuevo no son pocos los que se aprestan a agarrarse al incandescente clavo de salvación de la denuncia del complot imperialista, a loar la gesta del heroico pueblo que dirigido por Assad se sacrifica en la misión histórica de frenar el sionismo y construir el pretendido socialismo panarabista con el desinteresado apoyo de mandatarios progresistas como Vladímir Putin o AlíJamenei. Y puestos a rescatar viejas narraciones, hasta se recupera sin sonrojo las sombras del troskismo que se proyectan hacia todo aquel que no comparta tan clarificador relato, convencidos como están de que -si aún viviera- Andreu Nin trabajaría para la CIA en Al Qaeda.

Los viejos relatos rescatados, con sus estridencias e histrionismos, nos devuelven así por las sendas ya transitadas de la realpolitk, esa que se pinta con las sencillas pinceladas del blanco o negro. Más aún, si la leyenda de la democracia de cañonera hace mucho tiempo que sobrepasó los límites del cinismo, el idealizado mito del antimperialismo también se nos presenta cargado de no pocas dosis de patetismo simplificador. En última instancia, reaccionarios y conservadores suelen ser los pescadores que salen ganando en las revueltas aguas de estas dicotomías.

Lucubraciones banales que a muchos, sean del bando que sean, les lleva a pensar que en el mundo árabe sólo cabe elegir entre la barbarie islámica y la decidida y/o democrática mano dura, venga esta de la shabbiha, de los militares egipcios, de Netanyahu o de los drones yanquis.

Eso sí, mientras todos se muestran felices tras rescatar del baúl de los recuerdos los viejos cuentos, poco importan los millares de sirios muertos, torturados, desplazados, exiliados y acorralados en Damasco y en todo el país que aspiran a una historia propia, sin renunciar a ninguna gama de colores, incluso los tonos grises del fracaso. Pobres infelices que entre tanto desgarro han terminado por olvidar que su destino estaba definido en los episodios mil veces repetidos de un antiguo relato, como las desventuras de Ulises o el arrojo de Caperucita frente a un lamentable lobo feroz.

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