Parafraseando a Catón el Viejo, que concluía sus discursos ante el Senado romano con la sentencia “Carthago delenda est” (“Cartago debe ser destruida”), el filósofo español José Ortega y Gasset publicó en el diario El Sol, el 15 de noviembre de 1930, el célebre artículo “El error Berenguer”, que concluye con el rotundo aserto “Delenda est monarchia”, de traducción innecesaria una vez conocido el significado de la frase que lo motivó. Seis meses después, unas elecciones locales provocaron el exilio del rey Alfonso XIII, abuelo del monarca en trance de abdicar, Juan Carlos I. En junio de 2014, la calle ha vuelto a reclamar la validez de la consigna orteguiana.
Un país diferente, pero no tanto
El curso de la historia ha interpuesto grandes diferencias entre aquella España subdesarrollada de 1930 y el actual país, pero no es menos cierto que perviven ciertas similitudes (¿o serán constantes esenciales, debidas a problemas de fondo nunca resueltos?). Todas ellas son de calado.
Una de esas semejanzas parece un vicio arraigado en la Corona: el aprovechamiento personal ilegítimo. A Juan Carlos I –como a su abuelo– se le atribuye un ritmo de vida opulento, a cuenta de un erario público incapaz de atender las necesidades perentorias de millones de ciudadanos que sufren penosas condiciones de vida, y está etiquetado en distintos círculos como comisionista aventajado, gracias a su proyección pública como jefe del Estado. Piénsese por ejemplo en los negocios de su yerno, Iñaki Urdangarín, que muchos consideran impelidos por la influencia de su real suegro. Según el diario estadounidense The New York Times, el monarca poseía en 2012 una fortuna privada de 1.800 millones de euros, cifra imposible de acumular con los ahorros de los 700.000 euros que el monarca recibió en 2014 de los presupuestos generales del Estado en concepto de dotación y representación de toda la Familia Real (en 2014, el presupuesto oficial de la Casa Real fue de 7,77 millones de euros).
Otras similitudes no atañen, en rigor, al régimen político vigente, pero darles consideración de conyunturales se antoja absurdo. Buen ejemplo es la brutal crisis económica que padece el país, originada, sí, por la especulación financiera e inmobiliaria, pero arraigada también en los lastres estructurales históricos de la economía española. Esta recesión está generando desigualdades formidables y, peor aún, crecientes, a un ritmo tan raudo que parecen abismar al país hacia una situación social similar a la de 1930.
La clase política y los procedimientos institucionales de 2014 tampoco se libran de comparación con sus precedentes de 1930, porque una y otros están penetrados por la corrupción, como aquellos, y la mayoría de la ciudadanía de entonces y de hoy no se siente atendida por sus representantes electos, de quienes sospecha por defecto –y a menudo con sobrada causa– un aprecio desmesurado al poder, despreocupación por los problemas públicos y parasitismos varios.
Rechazo al cambio
Tras el anuncio de la abdicación de Juan Carlos I, miles de personas se manifestaron en las calles de las principales ciudades del Estado pidiendo un referéndum vinculante sobre el régimen estatal (monarquía o república), pero los principales partidos políticos, PP y PSOE, desestimaron la posibilidad de realizar dicha consulta. Dos fueron sus argumentos principales:
1) La sucesión dinástica en la jefatura del Estado es un proceso fijado en la Constitución y, por lo tanto, plenamente inserto en la normalidad democrática.
2) Quien quiera un cambio de régimen, que presente tal iniciativa en unas elecciones y, de ganarlas, promueva un cambio constitucional. Por supuesto, esta objeción era un mensaje directo a los partidos de izquierda que arañaron votos a los socialistas en las elecciones europeas de mayo (Izquierda Unida y Podemos), los únicos de ámbito estatal que apoyaron sin reservas la iniciativa plebiscitaria.
Con respecto al primero de estos argumentos conservacionistas, cabe decir que la monarquía es una herencia directa de la Ley de sucesión en la Jefatura del Estado (1947), producto de la dictadura franquista, y que a su legitimación democrática, el referéndum constitucional de 1978, puede achacársele el defecto de forma de no haber sometido a consulta específica el régimen en cuestión. Piénsese que otros países que salieron de guerras o dictaduras con regímenes monárquicos instaurados en ellos, se apresuraron a someter la continuidad de la monarquía a la voluntad de los ciudadanos, antes de la aprobación de una nueva carta magna. Un ejemplo cercano ofrece Italia, que aprobó su sistema republicano en 1946. Pero ya sabemos las circunstancias históricas en que se dio la Transición española, dirigida por los sectores más avispados de la dictadura y tutelada por unas fuerzas armadas profundamente imbuidas del ideario franquista.
En cuanto al segundo argumento, valga decir que ilustra el profundo desprecio de la mayor parte de la clase política española hacia los ciudadanos. Ese desdén se plasma de facto en una mediación forzada de la voluntad popular a través de los partidos, que puede considerarse como un secuestro de la soberanía (o, cuando menos, su desvirtuación). Entienden PP y PSOE que ellos son la democracia y que fuera de ellos no hay más que caos, viejo mensaje que actualiza una célebre frase atribuida a Franco: “No se os puede dejar solos”. En esta posición se trasluce uno de los grandes favores que la monarquía hace a la mixtificación de la democracia planificada por los grandes partidos: la Corona representa un poder paternalista, necesario para encaminar al pueblo bobo y díscolo, que es administrado en el día a día por las burocracias partidarias.
Apología de la república
La proclamación de la república no solucionaría de por sí los problemas del país, que son muchos y de distinto origen, pero contribuiría a sentar las bases de posibles soluciones.
Para empezar, la república dignificaría la esfera pública del Estado. Debe consignarse y subrayarse que monarquía y democracia son conceptos antitéticos: ni la máxima magistratura del Estado puede confiarse a nadie en atención a sus antepasados, por preparado que digan que esté para el cargo, ni caben desigualdades ante la ley como la inmunidad legal del monarca, cuya persona “es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, según el texto constitucional. Por algo corre el gobierno en la preparación de un estatuto de aforamiento para el rey saliente (siempre es mejor prevenir que curar).
El cambio de régimen también privaría a los políticos del símbolo principal de sus privilegios económicos y sociales, beneficios que los gestores de la cosa pública reclaman como justos ante el estupor y la indignación de la ciudadanía. Parece haberse extendido entre aquellos la perniciosa idea de que la política es una profesión de futuro, deparadora de pingües ganancias de toda clase, y no un servicio a la ciudadanía (con todos los inconvenientes a asumir por quien sirve). Por tanto, no resulta extraño que los líderes de este sistema político que se autodenomina democrático y representativo, hoy reconvertido en partitocracia delegativa y dominado entre bambalinas por el poder financiero, interpongan un tapón parlamentario a cualquier iniciativa que ataque a la monarquía y, como lógico correlato, amenace con abrir un debate social profundo sobre la necesidad y justicia de tanta retribución en dinero, especie y preeminencia.
La posibilidad de este debate también conllevaría una inyección de ánimo para la ciudadanía, y contribuiría a concienciarla de nuevo acerca de su necesario protagonismo en la política, esa participación activa que tanto asusta a la partitocracia fuera de las fechas electorales, cuando las grandes fuerzas parlamentarias se afanan en diluir las justas exigencias populares con mensajes de resignación, posibilismo y moderación que suelen negar cuanto han prometido en campaña.
Las medidas necesarias para esa renovación política está en boca de todos: listas electorales abiertas, fijación de un número máximo de mandatos para los cargos públicos, leyes severas de incompatibilidades para aplicar durante el ejercicio del cargo público y después del mismo (a fin de evitar las llamadas “puertas giratorias” que dan acceso a grandes empresas desde los altos cargos de la administración), mecanismos eficaces de convocatoria de referendos, una iniciativa legislativa popular con mayor capacidad política, mecanismos de revocación de cargos… La revolución de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) podría hacer realidad, bajo rigurosos procedimientos garantistas, mecanismos de participación política activa y continua antes impensables.
Tras las reformas de ámbito exclusivamente político, la labor habría de proseguir con medidas garantes del carácter “social” de la economía española y de los derechos al trabajo y la vivienda (fíjense los más legalistas que estas actuaciones se moverían dentro de la letra de la Constitución). Y ni qué decir tiene, un liderazgo republicano sería inequívocamente civil, puesto que la soberanía radica en el pueblo, y laico, con lo cual quedaría exento de ataduras simbólicas con las fuerzas armadas y la Iglesia.
Confianza en el futuro
Según distintos sondeos, la mayoría de los españoles es proclive a la celebración de un referéndum sobre el cambio de régimen, aunque el resultado de la consulta sería favorable a la continuidad monárquica: aproximadamente la mitad del electorado votaría en tal sentido, frente a un 35 % de partidarios de la república. Esta previsión hace que la partitocracia se frote las manos, satisfecha a día de hoy pero con nula perspectiva histórica, porque nadie duda de que el respaldo a la Corona hubiera sido abrumadoramente mayor hace veinte años, pongamos por caso.
Los republicanos deben proseguir con la publicitación de sus principios y planes de renovación y dejar que la Casa Real decaiga por sus propios defectos atávicos, como la Casa Usher de Allan Poe. Tengamos confianza en el futuro rey, tal vez sea cuestión de una breve espera.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.