El 20-S pasará, lamentablemente, a la historia de nuestros países como una de las mayores muestras de intolerancia y utilización de los mecanismos del estado español como forma de represión, en un periodo de (supuesta) democracia. El gobierno de Mariano Rajoy, sospechoso de corrupción y cuyo partido está imputado por violar sistemáticamente la ley, utiliza un ordenamiento legal y una constitución obsoletos para imponer su postura inamovible y ajena al diálogo con los sectores independentistas catalanes.

Ya no hay marcha atrás. La situación catalana se convirtió, definitivamente, en un “a ver quién la tiene más larga”. La estupidez de nuestros gobernantes (catalanes y españoles) ha llegado al culmen del despropósito con las acciones del gobierno central contra el referéndum del 1-O.

El PP ha ido demasiado lejos. Su soberbia, su desvergüenza y su cinismo ha cruzado cualquier línea posible. Un partido corrupto y podrido se permite el lujo de amedrentar, coaccionar y dar clases de legalidad. En un país serio, la cúpula de gobierno sería fusilada.

En un conflicto como el de Catalunya resulta muy tentador repartir culpas. Principalmente cuando se considera los afanes independentistas como lucha “por un cacho tierra”. Sin embargo, en esta ocasión, como perteneciente a esa mínima expresión del que le importa un comino el país al que pertenece o pertenecerá, culpo en una proporción 90%-10% al gobierno afincado en Madrid.

La aspiración soberanista de Catalunya ha estado siempre ahí. La “unidad de España” es, y ha sido, una falacia gigantesca. España, como reino, hace siglos que está dividida. La simbólica resistencia catalana y vasca al franquismo no hizo más que reafirmar esa realidad. Sólo hay que fijarse en el obvio hecho de que, actualmente, existen, por ejemplo, cuatro lenguas cooficiales en el territorio; existe un estado de autonomías, en las que determinadas tienen diferentes competencias entre sí; los gobiernos comunitarios ostentan diferentes parcelas de poder… Sin embargo, gracias a la inestimable colaboración de la derecha catalana (con Pujol como máximo exponente), la Catalunya del post-franquismo supo ser pragmática y coquetear con el federalismo (con ciertas ventajas extra), cambiando de signo político cuando ejercía de bisagra para los partidos que gobernaban desde Madrid.

La llegada de Artur Mas al poder supuso un punto de inflexión en la “cuestión catalana”. Sus mezquinas políticas sociales y económicas, cuyo máximo exponente fueron los recortes en sanidad, le hicieron perder popularidad a pasos agigantados. Existió el riesgo de perder las elecciones. Y no tuvo más remedio que jugar la carta “pujoliana” del “Madrid ens roba. Independència!”. Pero no calculó correctamente las consecuencias.

El ansia de poder de Mas le empujó hacia el mesianismo. Como adalid del Nou Estat Català, presentó en el Parlament un nuevo Estatut d’Autonomia. El gobierno del PP no tardó en recurrir a su politizado Tribunal Constitucional para “tumbarlo” (con la inestimable colaboración del PSOE) y nació el 9-N.

La convocatoria del 9-N facilito el nacimiento o, mejor dicho, la organización de los múltiples movimientos sociales pro-independencia existentes. Y nació la CUP, elemento clave para que la deriva independentista de Mas no perdiese fuelle,ERC supuso la tercera pata del banco. Recuperar su principio republicano e independentista le aseguraba la entrada en el Govern. Su coalición con CiU resultaba tan inevitable, como repugnante. El hilo de la soberanía unía a dos partidos antitéticos. Con la pantomima del 9-N (no podía hacerse mucho más, gracias a las gestiones del gob… del Tribunal Constitucional) se gestaría la creación de la coalición Junts pel Sí (JxSi).

La hoja de ruta para la Independencia se ponía en marcha tras las elecciones catalanas del 2015. JxSí ganaba las elecciones, sin mayoría absoluta. El apoyo de la CUP para formar gobierno era imprescindible. Y Mas estorbaba. Su “encomiable” sacrificio le dio una salida honrosa (aumentando su figura de mártir, que había forjado, y forjaría más, tras el 9-N) y el proceso constituyente, previo referéndum se ponía en marcha. Carles Puigdemont, separatista de pro, heredaba el trono artúrico.

Y el PP, a lo suyo. A delinquir de forma compulsiva. A retorcer y saltarse la ley las veces que fuese necesario. A aliarse con el PSOE de Rodríguez Zapatero para modificar la Constitución Española en 2011, por motivos ajenos a la población (la dichosa y ambigua “estabilidad presupuestaria”). Y dar clases de legalidad y constitucionalidad, mientras saboteaba (y sabotea) las acciones judiciales adversas.

Y llegó 2017. Y se convocó un referéndum para el 1 de octubre. Y los nacionalistas españoles se echaron las manos a la cabeza al grito unánime de “quieren romper España”. Estos putos catalanes que aborrecemos y no queremos ver ni en pintura se atreven a desafiarnos para irse de nuestra querida España. No lo toleraremos.

Esquizofrenia ideológica suprema. Explicación económica y como medida de distracción, quizá.

Desde la instauración del nuevo Govern català, tras el pacto de investidura entre JxSi y la CUP en enero de 2016, se fijó un plan de acción que desembocaría en la declaración de un Estado Catalán de pleno derecho. El Gobierno central hizo caso omiso, más allá de sus habituales bravatas nacionalistas… que incluían la inevitable referencia a la Constitución.

A finales de julio de 2017, tal y como recogía el pacto de gobierno de las fuerzas soberanistas catalanas, se registra en el Parlament la ley del referéndum para la independencia de Catalunya. Las risas entre bastidores se entremezclaron con el uso partidista de la situación (de unos y otros) para tapar miserias propias, con cara seria ante la prensa y chulería desmedida de unos y victimismo de otros.

¿El diálogo? Bien, gracias. Unos somos hijos del franquismo. Otros, fanáticos motivados. Eso no va con nosotros. Persistiendo en la metáfora genital, a huevos… o a “pilotes/ovaris”.

Y llegó el 20 de septiembre de 2017. El que será conocido como 20-S para nuestro bochorno.

El Gobierno de Mariano I, el Ejecutor, decide que hasta aquí hemos llegado. Que la broma no estaba mal, pero que tenemos muchos casos de corrupción y reformas que atentan contra los derechos civiles y laborales en vigor y que no es cuestión de que se piense mucho en ellas. Que la “Operación Catalunya” de unos meses atrás no ha dado el resultado esperado y hay que aligerar esto.

Y así, mientras pocos días antes se queman sedes judiciales en Valencia, con, presumiblemente, expedientes con documentación incriminatoria para el PP; en virtud de la Constitución española, y con el beneplácito judicial, la Guardia Civil entra en varias consejerías, imprentas y empresas privadas de Catalunya y se lleva detenidas a 14 personas, mientras se producen maratonianos registros buscando material “subversivo” del 1-O. A su vez la Policía Nacional intenta acceder a la fuerza en la sede de la CUP (curiosamente, la única fuerza política a la que se pretende efectuar registro) y el ínclito Cristóbal Montoro anuncia la asunción por parte del Estado Español de las cuentas catalanas. Puigdemont denunciará esa misma noche que, de facto, se ha aplicado el temido artículo 155 de la Constitución Española: la suspensión del gobierno autonómico.

En Madrid, con las primeras detenciones, Gabriel Rufián y ERC abandonan el congreso, entre insultos de las fuerzas “demócratas”, tras increpar al presidente del gobierno. A ellos se unen todas las fuerzas nacionalistas y Podemos. Todos los representantes de las formaciones catalanas viajan hacia Barcelona para apoyar las protestas ciudadanas que comienzan a expandirse por distintos puntos de Barcelona.

El PSOE ni está, ni se le espera. Ciudadanos ampara y justifica la situación por la alarma social y el atentado a la democracia. El PNV no se pronuncia (los presupuestos que aceptaron se firman a finales de semana).

Y, en efecto, gran parte del pueblo barcelonés toma las calles, hasta las narices de tanto cachondeo. Y la ciudad no duerme, frente a la Conselleria d’Economia de Barcelona.

Y es que la situación ya ha dejado de ser una cuestión soberanista. El “cacho de tierra” por el que se lucha ha mutado en la defensa de las libertades civiles. El derecho a votar, a ejercer la democracia. Que el referéndum convocado sea ilegal, no lo hace menos necesario. Las leyes han de estar sometidas a la voluntad civil, para velar por la sociedad, por la gente, por el pueblo llano. El Partido Popular se escuda en la aplicación (por parte de la justicia española, que ha demostrado su total (ejem) independencia política) de una ley no afín a las realidades sociales actuales para ejercer la fuerza y la represión con total impunidad. Finalmente, el ordenamiento legal se ha transformado en un hándicap. La democracia bajo el peso de la ley. El sinsentido pleno.

Y hoy, 21 de septiembre, la sede del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya permanece rodeada, de forma pacífica, por más de veinte mil personas que reclaman la puesta en libertad de los detenidos en la Operación Anubis (tremendo sentido del humor del bautista). A estas horas, ocho de los detenidos han sido puestos en libertad.

Los dos mil quinientos efectivos de las fuerzas policiales del estado desplazados a Barcelona se encuentran sitiados en el puerto, donde los estibadores se niegan a suministrar sus barcos… en un alarde de vergüenza torera y consecuencia. La violación de los derechos civiles tiene consecuencias. Y se pagan con los agentes de las fuerzas de seguridad, cuyos permisos y vacaciones han sido suspendidos por obra y gracia de la mala hostia del señor Zoido, ridículo y catetil ministro de Interior. Un motivo más para odiar a los catalanes. Un motivo más para odiar a la policía y otros cuerpos del estado que, de tener sentido común, desobedecerían. Lo que hay que soportar por un sueldo y un mísero desayuno industrial…

Los medios afines al gobierno tildan de violentas las protestas y tergiversan las informaciones sobre el desalojo de la Guardia Civil de la Conselleria d’Economia la pasada madrugada, recurriendo a la hipérbole sobre la maldad de los concentrados.

El gobierno central mantiene la tensión. El gobierno autonómico no cede. Ninguno puede permitirse, bajo su punto de vista, dar un paso atrás. Montoro y De Guindos recurren a la economía como medida de presión. Si se suspende el referéndum, volvemos a abrir el grifo. Como dice el cruel chiste: no hay brazos, no hay galletas.

Y en el resto del mundo, demostramos nuestro analfabetismo político, a las puertas de unas elecciones generales alemanas. La prensa internacional defenestra al gobierno español, salvo contadas excepciones derechistas, por su “defensa de la democracia” y reconviene al catalán por su apresuramiento.

Mientras tanto, el CETA ha entrado en vigor. El tratado de libre comercio con Canadá, que menguará los derechos del trabajador a medio, si no corto, plazo pasa de puntillas por la actualidad. No es tan importante, caray.

Quedan diez días para el 1-O. Diez días de lanzamiento de basura y de que el Partido Popular pueda aumentar su cota de inmundicia y falta de respeto a la voluntad de una parte del territorio español, si no de todo él, mientras hace del cinismo bandera. Diez días para que Naranjito y sus ciudadanos continúen lamiendo las botas del Ejecutivo. Diez días para que el PSOE siga escondiéndose y vetando a sus miembros cualquier declaración respecto al referéndum. Diez días para que las fuerzas soberanistas tracen una nueva, y quien sabe si falaz, estrategia para sortear la, falta de ética, ley que les condena al ostracismo. Diez días para que las fuerzas de izquierda ejerzan la mayor presión posible. Diez días para que las fuerzas armadas pringuen a base de bien, como buenos perritos dóciles. Y diez días para que la democracia sufra todas las vicisitudes habidas y por haber para tratar de asomar la cabeza entre tanto miserable.

Y es que, cuando la democracia depende de la ley, las urnas sollozan y el pueblo deja de tener potestad alguna.

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