Poco después del confinamiento, cuando me levanté aquella mañana tenía la sensación de que alguien me estaba dando la bienvenida al mundo real. Estaba al lado de la puerta cuando apareció sin avisar aquella señora que había regentado allí una guardería durante tantos años. Me caía bien. Era guapa, de mediana edad. Casada. Un marido ideal. Tres hijos. Tenía buen aspecto. De buena familia. Vestía de forma elegante Estudios superiores. Matrícula de honor. El problema fue que un buen día se convirtió en una caradura-morosa sin paliativos. De hecho, llegó un momento que ni siquiera se dignó en respetar el acuerdo que le propuse de pagar seis meses más la mitad del escaso alquiler por el local del que yo era propietario.
Aquella mañana, sin que le diera permiso entró con un gesto altivo y se encontró sin anestesia una escena propia de la película Mad Max. Los vecinos de los negocios contiguos estaban muy nerviosos. En los altavoces del móvil sonaba Citadel la vieja canción de los Rolling. Parecía que el circo había llegado a la ciudad. Nadie se creía que dicho hombre con aspecto de vagabundo y sombrero pudiera ser el propietario de aquel local que podría venderse fácilmente por más de cien mil euros. Después del tiempo de los trabajadores pobres tal vez había llegado el momento de los vagabundo ricos.
Yo me había dejado la barba en honor de Walt Whitman y también a Hemingway, pero tengo que reconocer que mi aspecto por aquellos días ya era demasiado macilento. Mis ojeras eran de competición y cuando me acercaba demasiado a la gente se asustaban al verme de repente. Supongo que eso era parte del «efecto Lucifer» que provocaba trabajar tanto tiempo en el turno de noche. Por si esto fuese poco había pagado a un par de yonquis desdentados para que desmontaran un costoso motor de extracción de humo que había instalado en el techo sin mi permiso.
Anteriormente, la ufana inquilina se llevó más de un año pagando solo la mitad del alquiler porque decía que el negocio no iba bien. Durante más de veinte años nunca había accedido a pagar la subida del IPC, una ridícula cantidad que estaba reconocida en el contrato y, sin embargo, se había permitido financiar un carísimo sistema de aire acondicionado y de extracción de humos. Su cara fue un poema cuando entró para preguntarme por qué había cortado el cable que pasaba por mi propiedad y llevaba internet a su oficina. No en vano, encontró un enorme revoltijo de cables, tornillos e innumerables piezas por el suelo. En otras palabras, los más de seis mil euros que le habían costado esos motores se iban a vender al peso en una chatarrería y ella no podía hacer nada para evitarlo.
Un par de semanas atrás me había dicho abiertamente que no pensaba pagar el contrato y que me desafiaba a que hiciera algo para impedirlo. No era la venganza lo que movía, más bien un deseo de supervivencia. Pero por supuesto que ella me había subestimado. Poco tardé yo en buscar un avezado abogado, que a pesar de tener su despacho en un barrio humilde, al lado de las Tres Mil Viviendas para más señas, al contrario que el suyo que lo tenía en Los Remedios uno de los mejores barrios de Sevilla, consiguió que en un par de reuniones un acuerdo para que se marchara a toda prisa de mi propiedad, evitando así ir a los tribunales y pagar toda la deuda que me desde tanto tiempo atrás me había ido generando.
Ahora tocaba pensar qué podía hacer con aquel pequeño local. ¿Montar un bar? ¿Venderlo? ¿Alquilarlo otra vez? ¿Esperar a que tuviera lugar el futuro estallido social y abrir una tienda cuando todo estuviera en calma? Hubo un tiempo que me sedujo la idea de montar un bar y hacerlo a imagen y semejanza de la Bodeguita de Enmedio, el bar donde bebía mojitos Hemingway en Cuba. Pero tanto trabajar de noche me estaba volviendo demasiado huraño. Para ser sincero, lo único bonito que me había pasado últimamente había sido una expresiva mirada de una camarera caribeña que servía desayunos en un bar en el que yo solía desayunar por las mañanas. Sabía lo que significaba cuando una mujer te guiñaba el ojo de esa forma. Y eso me hizo soñar con ella y con ser propietario de un lugar parecido.
Me sentía como si hubiera entrado en una etapa en la que predominaba el sexo frío. Pero a mí lo que me gustaba en realidad era el sexo caliente. Y a medida que subía la temperatura en mi cuerpo el erotismo se abría camino con hambre atrasada a través de las miradas y de los gestos. Mientras tanto, mi amor por el barrio de Triana había llegado hasta cotas insospechadas. Un presentimiento malo me hizo pensar que tal vez pronto tendrían que mudarme de allí. Tal vez tendría que vender mi casa.
Antes de la pandemia, entre sus calles y sus plazas yo había iniciado una relación con una preciosa chica de Nicaragua. En aquellos días felices sentía que todos mis sueños se estaban haciendo realidad. Sin embargo, un día dejé de creer en ese sueño y todo se vino abajo como un castillo de naipes. Después llegó la pandemia y como un tsunami de locura, muerte y negatividad, su efecto demoníaco nos separó definitivamente. Mala suerte. Ahora era tiempo de evaluar lo que había quedado después del diluvio. Me sentía como si hubiera entrado en una especie de posguerra. Muchas veces la posguerra era peor que la propia guerra. Por eso había que andar con pies de plomo. Incluso era consciente de que no me sentía con fuerzas de iniciar nada porque no estaba bien.
No era un buen momento para la mayoría de las cosas. Podía percibirse en el ambiente una negatividad y un malestar que se traducía las más de las veces en problemas, abusos y sobre todo en una completa falta de empatía y sensibilidad. Por ahora me había alegrado de cada paso que no había dado y seguía una curiosa teoría de mi propia cosecha que consistía en permanecer agazapado hasta que pasara el chaparrón.
Una cosa estaba clara: la gente bebía mucho alcohol, eso no había cambiado. Incluso parecía ir a más. Sin embargo, todos mis amigos intentaban quitarme esa idea de la cabeza debido a mi mal aspecto. Décadas de duro trabajo y de mala vida me habían ido cincelado una estampa muy demacrada. Huelga decir que la gente era muy injusta conmigo. Yo tenía decenas de referentes de grandes hombres que habían hecho enormes gestas históricas con estados mucho peores de salud. Churchill cambió el mundo siendo alcohólico y padeciendo toda su vida una gran depresión. Dostoievski tuvo toda su vida epilesia, debido al susto que le pegó el zar -que amenazaba con fusilarlo- cuando le pilló leyendo novelas francesas. Kennedy sufría una dolorosa enfermedad de espalda además de un problema del sistema inmune que le hacía contraer numerosas infecciones.
Hay innumerables ejemplos. Pero tenía que reconocer una cosa. Sevilla era en el fondo una ciudad muy tradicional y no pasaría por alto ciertos detalles de mi vida literaria. Por poner un ejemplo sería como si Charles Bukowski quisiera abrir un bar en un barrio pijo. Hay gente que tiene alma de cliente. Y a mí se me daba mucho mejor estar delante de la barra que detrás. A veces no es bueno forzar demasiado las cosas y aceptar sin rechistar el papel que el universo tiene reservado para uno. Aunque yo seguía teniendo mi dudas.
Por otra parte, parecía que el karma estaba enfadado. No había sido suficiente con la pandemia, y el cambio climático, ahora también teníamos el volcán de Palma. Yo, hasta hacía poco, había llevado una vida humilde pero tranquila. Pertenecía a la generación X que nació en las postrimerías de las dictadura franquista. Nuestra infancia ―la última en jugar en la calle―había estado tutelada por Estados Unidos durante la Guerra Fría. Nuestra única bandera era la libertad. Apenas sabíamos trabajar y mucho menos luchar. Y si ya no creíamos en las utopías desde luego no estábamos preparados para un escenario como una distopía. Porque ese espantoso escenario, además de lo contrario de una utopía, implicaba un sistema totalitario. Pronto todo estaría controlado por una inteligencia artificial. Vivíamos en un mundo en el que el corazón humano se estaba quedando obsoleto. Cada vez estábamos más controlados. El cambio del modelo daba un poco de miedo. Asia se estaba convirtiendo en el centro del mundo y por poner un ejemplo en Corea del Sur había quince mil suicidios al año debido a las deudas por comprar criptomonedas.
Creo que en gran parte del mundo cada vez es más difícil conseguir de forma honesta el dinero suficiente para llevar una vida digna. Y a no ser que en España tuvieran un plan secreto de crear una sociedad subvencionada, pronto iba a producirse un serio conflicto generacional. De hecho, cada vez costaba más pagar las pensiones y además funcionaban peor los servicios públicos. Síntomas inequívocos de caminar hacia un Estado fallido. Me daba mucha pereza hablar del descrédito de las grandes instituciones como el Tribunal Constitucional, en el que acababa de ser aceptado un candidato cuya idoneidad era más que dudosa, y había sido presentado por el PP. La renovación del Consejo General del Poder Judicial seguía bloqueada. Además, el atasco judicial que tenía la jurisdicción laboral en Sevilla había hecho que se señalaran los juicios para cuatro o cinco años después. Eso significaba que, en muchos casos, el proceso perdía el objeto de su causa. Y eso repercutía en una merma descomunal de los derechos de los trabajadores.
En cambio, en el mundo de los funcionarios cada vez se permitían más excesos. El fiscal acababa de archivar una causa contra la Policía Local de Sevilla por una huelga encubierta. La Policía Local tenía prohibido el derecho de huelga, era un delito. Sin embargo, a todas luces habían hecho una. En efecto, un día en concreto solo fue el diez por ciento de la plantilla a trabajar. El archivo de dicha causa, que se inició por la denuncia del jefe superior de la Policia Local, daba a entender que se habían salido con la suya y, a buen entendedor, pocas palabras bastan.
Por otra parte, se ofertaban mas plazas de funcionario para maquillar los datos del paro. La gente corriente estaba cansada de los abusos. ¿No era la violencia contra la policía en los botellones, una forma bruta e inmoral de expresar el malestar de la juventud en contra de un sistema que cada vez contaba menos con ellos? Todo ello parecía formar una tormenta perfecta para el aumento de la delincuencia, en especial del narcotráfico, los fraudes y estafas de todo tipo. Y eso ya era el presente. Y aunque las herramientas intelectuales del siglo pasado, se habían quedado anticuadas para analizar el mundo actual, el presente no era homogéneo y a mí, a veces, me parecía que vivía en una realidad que era una mezcla entre La peste de Camus y La náusea de Sartre.
Por otra parte, el mundo que imaginó George Orwell se estaba haciendo realidad. No obstante, alguna gente todavía no se daba cuenta de que el mundo estaba cambiando. No era muy difícil encontrar un lado simbólico al desahucio de la guardería. Aquel local fue la herencia de mis padres, fallecidos prematuramente por truculencias del destino. Más tarde, mi tío se lo alquiló a un amigo por un precio irrisorio con la idea de que yo no malgastara el dinero. Estaba seguro de que la inquilina pensaba que yo me moría durante la pandemia y seguro que se lo quería quedar. Pero llegó la vacuna y ahora tenía frente a mí el último vestigio de mi adolescencia.
He de reconocer que mis críticas al Gobierno y a la Unión Europea por la gestión de la pandemia ahora se habían atenuado. Bastaba mirar al Reino Unido y las cifras de incidencias, hospitalizaciones y contagios para subrayar que la política de Boris Johnson había sido mucho más inhumana y brutal. Además la incidencia se había disparado en el resto de Europa. Eso me hacía pensar que al fin y al cabo, vivir en España seguía teniendo muchas ventajas. Sin embargo, en mi fuero interno el desahucio de la guardería significaba la despedida de la infancia y del lado bonito de la vida. Y no era para menos. Había muchos, demasiado afectados por todo lo que estaba pasando para pedir que te prestaran atención. La mayoría de la gente pedía ayuda. Además parecía haber una distancia social más allá del virus tal vez para que no cundiera el pánico.
En mi trabajo la distopía estaba a la orden del día, a diario podía ver como la gente se deshumanizaba más y más. Incluso daba la impresión de que si ibas a trabajar con un brazo menos no iban a notar la diferencia. Tus dolores por muy indecibles que fueran se las traían al pairo. Hablar de una crisis de valores se quedaba corto si mirabas a tu alrededor. El mundo bostezaba y ahora todo estaba cambiando. De hecho, China ya era la nueva potencia que amenazaba con quitar la hegemonía a los americanos. En cierto modo, el trascurso de la utopía a la distopía era el transcurso de mi vida. Las libertades estaban retrocediendo a pasos agigantados y ya no tenía ganas de hablar de la merma en los derechos. La subida del precio de la luz se estaba ya traduciendo en un aumento de todas las cosas, incluidas las más básicas. De nuevo las personas más vulnerables eran las más afectadas. La desigualdad y la pobreza convivían a diario con el lujo y la vida desenfrenada.
Luego estaba el tema de los Pandora papers, o lo que es lo mismo el inmenso esfuerzo de un grupo de periodistas por desvelar los personajes famosos que tenían dinero en los paraísos fiscales. Eso estaba muy bien. Sin embargo, algo me hacía pensar que eso solo era la punta del iceberg. Tanto era así, que ese tipo de prácticas, lejos de ir a menos, en el futuro iban ir a más. Por otra parte, la mentalidad global estaba cambiando. Es decir, cada vez entraban más temas que antes resultarían aberrantes en el discurso electoral, temás como, el racismo -recuerdo un anuncio de Vox que decía que los menores inmigrantes quitaban las pensiones a nuestros abuelos- se habian normalizado en el discurso politico gracias a los partidos de extrema derecha.
Eso por no hablar directamente de la manipulación social que urdían ciertos sectores muy poderosos con la difusion de bulos interesados como el hipotético gran apagón eléctrico en toda Europa, mientras que al mismo tiempo la censura llegaba hasta los mitos de juventud. Hasta tal punto que los Rolling Stones ya no podían cantar Brown Sugar en sus conciertos. Ni en los tiempos de la dictadura franquista les prohibieron tocar esa canción en España. Eso era un botón de muestra del mundo hacía el que nos dirigíamos de manera lenta, pero de forma irrevocable. Todavía cantaban Jumping Jack Flash pero hacía demasiado tiempo que Mick Jagger decía que todo estaba bien. Y ahora el mundo se contraía como un traje mojado, justo cuando yo me sentía como si hubiera mordido un fruto prohibido. El sueño que había producido en mi mente aquella maldita adormidera me había convertido en un ser errante, en un espíritu sin descanso que conocía cosas extraordinarias pero no tenía manera alguna de compartirlas con los demás.
Mientras tanto, el rey emérito había huido a un país árabe cuyo sistema político era una dictadura. Sus problemas con el fisco le habían hecho revelar su verdadera cara. Sin perjuicio del buen talante y la profesionalidad de su hijo, no había que ser muy listo para deducir que su mentalidad oculta era semejante a la de sus amigos. Ya quedaban muy lejos los servicios prestados en su momento, que facilitaron la llegada de la democracia a España, y a todas luces la justicia española no quería involucrarse en dicho problema y esperaba que se resolviera solo cuando falleciera. Por otra parte, el debate sobre el sistema político en España no tenía mucho sentido para la mayoría de la gente en los momentos actuales, sobre todo debido a problemas más urgentes y básicos. Se me acusó de ser errático, incluso de no ser claro conmigo mismo. Y no era verdad. Yo intentaba recabar toda la información que pudiera antes de tomar una decisión en un sentido o en otro.
La situación era demasiado caótica para tomarlas a la ligera. También se me hizo la objeción de carecer de experiencia. Y, precisamente por eso analizaba todo con tanta cautela. No era casual que yo tuviera que verme obligado a cruzar líneas muy peligrosas. Me encontraba ante varias encrucijadas que a buen seguro me llevarían a un punto de no retorno. Era para mí una nueva era, la entrada en otra etapa de vida, la madurez y, al mismo tiempo la salida de la zona de confort. En efecto, la palabra crisis en el idioma chino estaba formada por dos caracteres el primero significa «peligro» y el segundo «oportunidad». Sin duda, la pandemia también estaba actuando como una especie de llamada de atención, como si fuera un bostezo del universo que nos había privado de muchos caprichos que antes dábamos por sentados. Pero, además, era una oportunidad única para cambiar algunas cosas que, tal vez, nunca hubiéramos podido cambiar de no haber tenido lugar esta grave enfermedad. Aunque nadie dijo que fuera a ser fácil.
Hollar la tierra prometida con esos primeros pasos había sobrecargado las válvulas de seguridad. Muchos de nosotros soportábamos el duro día a día a través de complejos métodos de justificación psicológica. En esos entramados mentales las ilusiones eran muy importantes. La pandemia había roto muchos sueños y la caída súbita del velo mágico de estas ilusiones provocaba, a menudo depresión o brotes psicóticos. Ninguno de mis amigos había sucumbido al virus, sin embargo, varios de ellos ya estaban tomando tratamiento psiquiátrico. Ahora que parecía que estaba llegando de nuevo la normalidad la gente tendía puentes para retomar las relaciones y en muchos casos con alegría. Pero en mi caso la historia recordaba a la famosa película El cementerio de mascotas. La película que lleva al cine la novela homónima de Stephen King tiene como moraleja que a veces es mejor no vivir por segunda vez.
Y eso pasaba un poco con determinadas de mis amistades. Conocía a la perfección el efecto de las pastillas en mis amigos. Un día estaban llenos de una inigualable energía, luchando contra enormes dificultades, desbordados por las circunstancias y sin embargo, tenían tiempo para mirarte a los ojos o para gastarte una broma. Al día siguiente, se convertían en zombis. Yo tampoco estaba bien. Pero defendía mi independencia con uñas y dientes. Intentaba rehacer mi vida. No digo que mis otros amigos con ideologías más progresistas no tuvieran problemas, pero por lo general su mejor actitud les ayudaba a sobreponerse.
Los más afectados, sin duda, eran los de extrema derecha. Por lo visto el rechazo al diferente estaba muy relacionado con el odio a uno mismo. Esto no es ninguna arenga política. A los datos me remito. Curiosamente todos mis amigos que habían acabado en tratamiento psiquiátrico, cumplían el perfil del votante de Vox. Presentaban la misma agresividad latente, tenían una enorme cantidad de defectos que incluían un exacerbado machismo y un racismo recalcitrante. Y al final les habían despedido de sus trabajos a pesar de estar abrumados por las deudas. Pero ahora Vox les había abandonado bajo la excusa de que todo de lo que se quejaban eran problemas personales. Supongo que debían de sentirse muy decepcionados.
En el plano internacional, los países más avanzados se habían dado cuenta de que la globalización beneficiaba demasiado a China y estaban intentando cambiar el modelo. Eso significaba volver a uno más proteccionista que en países como España afectaba con una rápida y contundente subida de los precios. Pero sobre todo para las autoridades occidentales lo que estaba pasando estaba fuera de control. Yo sabía que necesitaba ayuda pero no la pedía porque era yo era mi propio problema y mi propia solución.
Mientras tanto, la vida seguía y mi desaliñado equipo de trabajo tiraba a la basura todos los adornos que daban la bienvenida a los niños para el nuevo curso. Un nuevo curso que ya no iba a tener lugar en mi local. Fue entonces cuando una figura siniestra con sombrero se acercó para hablar de negocios. Por la forma en la que se expresaba parecía un hombre de riqueza y buen gusto. Pronto perdería todo mi respecto porque yo desvelaría la naturaleza de su juego. En muy poco tiempo pasó de respetable hombre de negocios a buitre desesperado por invertir su dinero lejos de la inflación. Y la razón era muy sencilla. Le hice una rebaja en el precio del local y él se hizo la suya propia en su mente. A partir de ahí le dije que no había trato y que si cambiaba de idea me llamara.
No tardó mucho en hacerlo pero siempre con la misma idea equivocada del precio de mi local. Siempre me pasa lo mismo con la gente. Ellos me aplicaban una lucidez implacable que se orienta directamente a lo evidente de mis defectos, y ni siquiera intuyen la mayoría de mis virtudes. Desde luego aquel hombre me juzgó mal. Era imposible para él alcanzar a descubrir el escondido escritor que había debajo de aquella apariencia de maltrecho sinvergüenza. Por el contrario, yo mantuve en silencio que conocía perfectamente la soberbia y la falta de escrúpulos de la gente de su clase social. Y era debido al trabajo en un club social llamado Laredo, que yo realizaba por las noches. Sin embargo, me incliné por hacer la conversación amena y me centré en su bondades.
No obstante, eso no significa que no sacara mis conclusiones al respecto. Por ejemplo, el individuo en cuestión, a pesar de su elegante apariencia y de su alto nivel cultural, su lenguaje comedido y sus cuidados modales, deduje que era un pesado y un buitre. Los negocios son los negocios y, aunque podría hablar horas largo y tendido de economía o de cualquier otro tema interesante, de lo único que teníamos que hablar era del precio. Pero no parecía haber un acuerdo. No en balde, mi aspecto desaliñado y mis grandes ojeras parecían haber estimulado su codicia. Pero yo no tengo prisa por vender. Es más, incluso puede ser que él tenga más prisa por comprar que yo por vender. Mucha gente siente que está perdiendo dinero porque están bajando las acciones de muchas empresas. Ha subido mucho la ciberdelincuencia y la economía era más volátil que nunca. Además, la subida del coste de la vida hacía que sus ahorros cada vez tuvieran menos valor al tiempo que mi local poco a poco subía de precio. Tal vez por eso dejé la idea de vender el local guardada en un cajón de mi cabeza por lo que pudiera pasar. Quizá más adelante aparecería alguien dispuesto a pagar el precio que yo pedía. O mejor, tal vez me animaba a abrir un negocio.
Pero todo aquello era muy doloroso. Para mí el desahucio de la guardería también significaba el fin de soterrada idea de formar una familia. Era como una metáfora de todas las responsabilidades que conllevaban los niños. ¿Y quién me iba a querer a mí en el estado en me encontraba? Ya podía solo me quedaba quedarme soltero. Mientras tanto, Peter Pan había muerto y a partir de entonces, yo solo era un granuja impenitente que me sentía protagonista de un cuento que hablaba del fin del mundo.
El dolor era muy grande pero a pesar de todo, había decido seguir adelante. Estoy seguro de que lo más fácil hubiera sido aceptar una tentadora oferta de setenta y cinco mil euros y vivir un par de años en una isla del Caribe como si no hubiera mañana. Pero a buen seguro al final me habría arrepentido de dicha decisión. Otras veces pensaba en visitar Sudáfrica. Un lugar con un buen clima, gente amable, civilización occidental y una posición geográfica con poco interés global. Muchos, en mi caso, lo habrían hecho sin dudar. Yo deseaba otra cosa. Me gustaría ver la luz al final del túnel pero todavía no lo hacía. Estaba más cerca el cambio de conciencia que necesitaba para sentirme feliz pero debía aguantar un poco más. Mi lucha era en parte inconsciente.
Para ser sincero todavía no entiendo del todo las razones que me impulsaban a continuar trabajando por un salario miserable y a luchar por alejar de mi corazón el monstruo de la misantropía. Poco a poco, en mi mente se iba dibujando un plan meticulosamente trazado. Recordé un verso de Bukowski. «Robar rosas de las avenidas de la muerte». Quizá, todavía quedaba algo dentro de mí que me alentaba a intentar una vez más la difícil tarea de encontrar de nuevo al prójimo, de tender la mano a un semejante para ayudarle, porque, a pesar de todo, seguía siendo una de esas personas infantiles que creían que estaba muy bien eso del cariño.
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.