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Un jurado no deja de ser un conjunto de personas aficionadas al cine, o que viven del cine, que manifiestan sus preferencias como podemos hacer todos los demás en conversaciones de café, aunque sus decisiones son más trascendentes para el prestigio de una película, pero también para el del propio festival que premia. Sin haber visto el festival de Cannes de este año (ni de ninguno) hay que hacer profesión de fe para pensar que ésta fue la mejor película a concurso, de todas formas ya he visto varias de las películas a concurso que, para mi gusto, superan a la ganadora, y faltan tres por llegar con las que la crítica se deshace en elogios, Carol, Son of Saul y Mountains may depart. Me comentan los que si estuvieron que había películas mucho más interesantes, mucho más redondas, mucho más contundentes. Audiard parece dispuesto a llegar a un final y para eso tienen que ocurrir cosas intermedias que justifiquen una progresión hacia el desenlace, con independencia de que aquello cuadre, de que el relato resulte convincente, de que lo que vemos sea lo razonable.

La indefinición moral de una obra de arte resulta peligrosa, puede plantearse un escenario y observar a los personajes para que el espectador saque su conclusión, o puede presentarse una historia de buenos, malos, lugares peligrosos y países idílicos, o no pretenderlo y conseguir dar esa impresión, lo que es mucho peor para el valor de la película. “Dheepan” tiene notables aciertos, pero groseras muletas en las que se apoya para justificar el guión. Dheepan es un tigre tamil, uno de los integrantes de la guerrilla que durante décadas batalló contra el gobierno de Sri Lanka, un combatiente cansado, que ha perdido amigos y familia en la lucha y quiere escapar para empezar lejos y de nuevo, huir de la violencia sobre todo.

En ese camino necesita aparentar que tiene una familia, y en la playa donde se decide quién se va y hacia dónde, destino primero a la India y después ya se verá, Dheepan es asignado a una mujer y a una niña, ninguno de los tres se conocen, y a partir de entonces pasan a ser una familia real que ha sido masacrada en la guerra y a la que suplantan, pero a la que nadie va a echar en falta. La elipsis entre la playa de Sri Lanka y la llegada a París es absoluta, a Audiard no le interesa explicar el cómo, porque en ese camino serían necesarias muchas explicaciones que, a lo mejor, al espectador no hay que dar para que no se plantee respuestas de difícil solución en la historia que se nos ofrece. Aquí pierde su primera credibilidad la película, un perseguido por el gobierno es capaz de llegar a París sin que ninguna mafia exija dinero o contraprestación a su llegada. Las desgracias de Dheepan las originan los hombres como él, no las organizaciones que se aprovechan de su situación. Los servicios sociales franceses, engañados por los intérpretes, aceptan familias en la creencia de que son refugiados de guerra, perseguidos, represaliados políticos. A Dheepan se le asigna una vivienda y un trabajo, en la periferia de París, ciudad que prácticamente no veremos. Dheepan pasa a ser el portero de unos bloques de viviendas, bloques donde impera la ley del clan mafioso. La mitad de los bloques son para las personas, la mitad opuesta donde la banda de Brahim trafica con drogas y donde Dheepan no puede entrar si no se le autoriza previamente. Hemos sentado el caldo de cultivo para que empiece a resurgir “Sólo ante el peligro”.

En su intento de integración al nuevo país hay escenas especialmente logradas, casi todas aquéllas en las que Audiard busca lo onírico, lo surreal. Unos refugiados que huyen y suben a un barco en la noche, y de pronto, en la oscuridad, unas luces de colores empiezan a hacerse poco a poco más visibles, más cercanas, pensando que son los barcos que llegan a puerto nos encontramos con unos srilankeses vendiendo juguetes por las calles de París y luciendo unas diademas que se encienden y apagan con luces de colores, o los sueños, pesadillas y borracheras de Dheepan donde ve a un elefante que le observa con su ojo enorme, la tranquilidad del ser bestial que puede despertar en cualquier momento.

Audiard saca a sus personajes de un mundo en guerra para colocarles en un mundo sin ley y dispuesto a estallar en cualquier momento. Los fuegos artificiales con los que Brahim es recibido en el barrio tras su salida de la cárcel revelan quién es el amo en ese momento, quién decide lo que se hace y porqué, una festividad de la violencia que a Dheepan le recuerda los tiroteos de su país, las hogueras donde se incineraban los cadáveres de los compañeros. No obstante, Audiard utiliza excusas cuando quiere y se olvida de ellas a continuación, cuando conviene colocamos a los servicios sociales, a la laica escuela pública francesa nos la ofrece y sitúa en el centro de la escena, pendiente de la integración, pero, a continuación, nos olvidamos de ella, se entregan viviendas, se proporcionan colegio y trabajo y, a partir de entonces nadie supervisa un lugar en donde la inmigración es mayoría, una barriada sin policía ni administración, un mundo aparte al que Dheepan podía haber llegado sin necesidad de recurrir a la vía legal. Los bailes de Dheepan en su sótano van anunciando su reacción, como los bailes guerreros de los indios de nuestra infancia, pero, ¿necesitaba Dheepan volver a luchar? ¿no le bastaba con cambiar de lugar de residencia o de país? ¿Qué obliga a Dheepan a revelarse como un ser justiciero si todo podía ser más sencillo? No habría película entonces.

En la escalada de concesiones para que pase lo que tiene que pasar, Dheepan intentará marcar su territorio, desobedecer el mando del clan, intentar integrarse en la comunidad de vecinos, pero para complicar todo habrá que colocar a la mujer que huyó con él y que se hace pasar por su esposa, trabajando en la vivienda donde vive el tío de Brahim y éste mismo cuando deja la cárcel. Así, la espiral de posible violencia va atrapando a la pareja de manera visible pero no directa. Dheepan en su sótano mantiene un vínculo espiritual de contacto con su país, con su tradición, con sus orígenes. Poco a poco el tigre encerrado en su jaula empieza a enloquecer, empieza a comprender que esa nueva selva le va a provocar la misma angustia que la que le impelió a abandonar Sri Lanka. El final, ese doble final, uno apocalíptico y otro redentor, me produce náuseas intelectuales. El doble final es lo que Audiard buscaba desde el principio, era su ruta programada para la que ha estado prolongando en exceso el relato y que, en definitiva, llena de impostura su propuesta, el final violento y el final familiar son un bofetón que cae directamente sobre Francia. ¿Era esto lo que pretendía o sólo le ha salido así? ¿Realmente Audiard cree que el Reino Unido es más tolerante, más integrador, más “civilizado”?. Audiard estropeó su estupenda “De óxido y huesos” con un final complaciente y buenista, ahora convierte una propuesta de menor entidad y calidad en un producto menor con la complicidad del desarrollo de la historia y su mal calculado final.

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