El 1 de enero de 2003, a las 17 horas y cuatro minutos, comenzaba el mañana en Brasil. Eso al menos aseguró poco después Luiz Inácio Lula da Silva, quien en ese preciso instante recibía de Fernando Henrique Cardoso la banda presidencial, mientras una orquesta militar arrancaba con las notas alegres y solemnes del himno nacional. En las calles inexistentes de esa ciudad utópica e imposible que es Brasilia, 150.000 personas seguían con entusiasmo y emoción un traspaso de poderes que se sentía especial: por primera vez en la historia de Brasil un obrero sin apenas estudios era investido presidente del país.
El propio Lula, cómodo con el calor de aquellos miles de “compañeros y compañeras” que se habían reunido en la futurista ciudad, se encargaría se subrayar el carácter histórico de aquel día: “No soy el resultado de una elección. Soy el resultado de una Historia. Estoy concretando el sueño de generaciones y generaciones que antes de mí, lo intentaron y no lo consiguieron”. Se iniciaba pues un tiempo nuevo, cuya palabra clave, según el veterano sindicalista, iba a ser “cambio”. Un cambio anhelado que debía, en cualquier caso, afrontarse con prudencia manteniendo “bajo control nuestras muchas y legítimas ansiedades sociales”. El influyente diario Folha de São Paulo sintetizó al día siguiente ambos mensajes en el titular de su portada: “Cambio sin atropello”.
Una década después de aquella jornada nadie pone en duda que Brasil ha experimentado un “milagro” económico que hoy por hoy le permite hablar de igual a igual con las principales potencias del mundo. En este tiempo, además, ha obtenido unos incuestionables avances en la reducción de la pobreza. Sin embargo, la debilitación de ese crecimiento registrado en los últimos meses o el alcance real de los cambios introducidos hacen que esta etapa del Partido de los Trabajadores (PT) al frente del gobierno brasileño, primero bajo la presidencia de Lula y en los últimos dos años de Dilma Rousseff, provoque diferentes interpretaciones.
De hecho, algunos, incluso, cuestionan abiertamente la idea fuerza lanzada por Lula en aquella jornada, el cambio, y subrayan el continuismo con las políticas neoliberales impulsadas por Cardoso y el Partido de la Social Democracia de Brasil (PSDB). El líder histórico tucano, como se conoce a los seguidores del PSDB, fue especialmente explícito e irónico al respecto durante un reciente acto en Belo Horizonte. Allí, donde respaldó a Aécio Neves como aspirante del PSDB para las elecciones presidenciales de 2014, Cardoso rechazó la supuesta falta de proyecto conservador y afirmó: “Quien no tiene proyecto es quien está gobernando, porque ellos tomaron el nuestro. Ahora mismo están discutiendo la privatización de la distribuidora de energía eléctrica. Lo que pasó en Brasil fue una usurpación de proyectos”.
Una valoración rechazada tajantemente por el PT que en los materiales editados con motivo de la conmemoración, insiste en contraponer los logros de esta “década gloriosa” al “proyecto neoliberal” impulsado por los gobiernos predecesores. Ahora bien, a la hora de calificar sus propias propuestas son más prudentes en los adjetivos, optando por la ambigua etiqueta de “proyecto desarrollista”. Por lo pronto, el programa excluye cualquier referencia al conflicto de clases, para destacar su apuesta por la “movilidad social” y presentando una realidad donde la contradicción principal se da entre “los que tienen trabajo y el enorme ejército de desempleados”. No es extraño, pues, que en un reciente acto público la presidenta Rousseff alardeara de que el principal objetivo social de su política es “ser un país de clase media”.
Por lo pronto, los petistas a la hora de evaluar estos diez años de gobierno ponen el acento en los grandes parámetros macroeconómicos. En este sentido, destacan la caída de la deuda pública un 41% en relación con el PIB, o la contención de una inflación heredada al 9,2 y que en la actualidad rondaría el 5,8%. Del mismo modo, subrayan el incremento del 20,6% experimentado por los salarios reales durante esta década, por encima del aumento de productividad durante el periodo. Unos datos especialmente relevantes ya que una de las prioridades es desarrollar urgentemente un mercado interno, que permita afrontar crisis como la que arrastran los mercados internacionales en los últimos años.
Para conseguirlo el gobierno ha favorecido un incremento del 70,7% del salario mínimo, situado actualmente en 678 reales (unos 265 euros). Igualmente, ha propiciado la creación de 18,5 millones de empleos, situando las tasas de desempleo y de trabajo informal en los niveles más bajo de su historia. Al mismo tiempo, ha puesto en marcha programas de redistribución de rentas como Bolsa Familia, Brasil Sem Miseria o el plan Brasil Carinhoso que habría sacado de la pobreza extrema a 16,4 millones de brasileños. Con todo ello, el PT estima que la desigualdad de rentas se redujo en un 11,4% y que la pobreza absoluta retrocedió un 37,3%. La presidenta destacaba este esfuerzo al asegurar que en Brasil, durante los últimos años, “cerca de 40 millones de personas fueron incorporadas a la llamada nueva clase media, en el mayor movimiento de ascenso social en la historia del país. La miseria extrema pasó a ser combatida con una acción sistemática de apoyo a las familias más pobres y con hijos jóvenes”. De hecho, la presidenta estima que solo quedarían 700.000 familias en situación de pobreza extrema, por lo que augura que un Brasil sin miseria podría ser realidad en 2014, año en que tendrá que revalidar su cargo ante las urnas.
Por lo pronto, la principal preocupación en el Palacio de Planalto es evitar que la crisis económica se cuele en el país. Para ello, en los últimos meses se han impulsado políticas de reactivación de la economía con una bajada de los tipos de interés, la rebaja de impuestos y la rebaja de algunas facturas con especial incidencia en las familias, como la luz. Todo ello está sumiendo al país en un espejismo consumista simbólicamente encarnado en dos hechos. Por un lado, la creación de la firma Favela Shopping por un empresario carioca que aspira a promover microcentros comerciales en estas comunidades símbolo del Brasil pobre. Por otro lado, el millón y medio de brasileños de clase media alta que cada año aterrizan en Miami para ir de compras por valor, según el Departamento de Comercio de EE UU, de unos 8.500 millones de dólares, A ello se añade el ambicioso programa de 53 millones de euros anunciado por el gobierno para mejorar las infraestructuras públicas del país y la perspectiva de dos grandes eventos como son el Mundial de Fútbol de 2014 y las Olimpiadas de Rio de Janeiro en 2016.
Sin embargo, con un 15,5% de su comercio exterior pendiente de la evolución de la economía china y un 44,6% de las exportaciones vinculadas a productos primarios, el supuesto milagro brasileño ve como se le encienden algunas luces de alarma. Así, el país cerró 2012 con un crecimiento del PIB del 0,95% lejos del 4,5% registrado en 2011 y de las previsiones oficiales. De este modo, Brasil se sitúa a la cola en el crecimiento de los países BRICS y pierde la sexta posición que disfrutaba en el ranking de las economías del mundo. Al mismo tiempo el temor a un repunte inflaccionario, que se está acercando al techo de 6,5% que se había marcado el gobierno como meta para este año, hace que el Banco Central no descarte una posible subida de los tipos de interés para tratar de contener los precios, con el consiguiente riesgo para el consumo en un país donde hasta las golosinas pueden pagarse con tarjeta de crédito.
Tampoco faltan voces que matizan el reivindicado compromiso social de los gobierno de Lula y Rousseff. Un combate contra la miseria extrema y la exclusión social que, según destaca en su documento el PT, ha permitido elevar hasta el 23% del PIB el gasto social del Estado, frente al 13,5% que representaba en 1985. Un esfuerzo inversor que incluye, entre otras, iniciativas como Minha Casa, Minha Vida con el que se quiere superar el déficit de viviendas, si bien algunos analistas consideran que está beneficiando más a sectores de clase media que a las capas sociales más desfavorecidas. En cualquier caso, ese nivel de gasto social queda muy matizado si en lugar de retroceder al final de la dictadura militar se realiza la comparación con el nivel de gasto social del 22,1% que, según los datos de la CEPAL, ya existía en Brasil cuando Lula llegó a la presidencia.
Pero la principal crítica que se lanza a las políticas petistas para combatir la pobreza es que en ningún momento cuestionan las estructuras que generan esa pobreza. La controvertidaCarta a los Brasileños lanzada por Lula poco antes de conquistar la presidencia no dejó de ser un claro mensaje al poder financiero de que el PT respetaría las reglas del juego. Reglas, claro, marcadamente neoliberales. Ese continuismo sería encarnado en el primer gobierno de Lula por el nombramiento de Antonio Palocci como ministro de Hacienda y de Henrique Mirelles como presidente del Banco Central, ambos exponentes de la ortodoxia más neoliberal. Sus iniciativas en los seis primeros meses de gobierno introdujeron un recorte presupuestario de unos 12.000 millones de reales, al tiempo que se elevaba la tasa de intereses para el pago de la deuda hasta un 26,5% anual.
El economista Paulo Pasarinho subraya esa aceptación de las reglas del mercado. En declaraciones al periódico Brasil de Fato, Pasarinho destaca el peso que los impuestos sobre el consumo final tienen en la política recaudatoria del Estado, lo que hace que sean las capas populares, que acaban consumiendo prácticamente todo lo que ganan, quienes en definitiva soportan una mayor presión fiscal. Al mismo tiempo, considera que la reducción de la desigualdad ha sido en realidad una reducción de la disparidad salarial entre el conjunto de la clase trabajadora, sin que ello haya alterado los intereses de unas clases altas que, incluso, han visto ampliada su diferencia de renta respecto a las clases medias y bajas.
“La manera en cómo el Estado gasta sus recursos beneficia a los ricos que detentan la riqueza monetaria”, comenta el economista. “Basta comprobar como la mitad del presupuesto de la Unión se dirige a la remisión de gastos financieros. Si se gastara en programas de salud, educación, transporte público, si retornasen a los ciudadanos en forma de recursos públicos, eso representaría redistribución de la renta”, comenta Pasarinho. “Sin embargo, la mayor parte de lo recaudado es destinada al pago de débitos financieros derivados de lo que yo llamo la industria de la deuda pública que beneficia a un sector de privilegiados”.
Y el impacto presupuestario de la deuda es demoledor. Según los datos divulgados por la Auditoria Cidadã da Dívida, la amortización de la deuda y el pago de intereses absorbió unos 753.000 millones de reales en el presupuesto de la Unión de 2012, lo que supone el 43,9% de las cuentas aprobadas por Dilma Rousseff, 45.000 millones de reales más que el año anterior. Según la portavoz de esta organización, María Lucia Fattorelli, los presupuestos de este año prevén destinar a la deuda 900.000 millones de reales, mientras que partidas como educación deberán contentarse con 71.700 millones; sanidad, con 87.700 millones, o las actuaciones en la reforma agraria, con 5.000 millones.
Este último aspecto, la reforma agraria, es una de las grandes decepciones de estos años de gobierno petista. También en este caso los números son elocuentes y reflejan esa moderación a la hora de alterar la estructura agraria brasileña. Si bien es cierto que tras la llegada de Lula dejó de criminalizarse desde el gobierno a un movimiento como el MST -no así desde otras instituciones públicas, como los tribunales-, no menos cierto es que la llegada del PT al gobierno lejos de acelerar la aplicación de la reforma agraria incluso la ralentizó. Así, frente a los 4.410 asentamientos regularizados en los 8 años de gobierno de Cardoso, la década de Lula y Rousseff solo ha puesto en marcha 3.711. Actualmente, más de 150.000 campesinos sin tierra siguen acampados exigiendo alternativas a su situación.
Paradójicamente, en este mismo periodo se han incrementado las grandes propiedades. En este sentido, destaca el incremento del 1.000% en las explotaciones superiores a las 100.000 hectáreas, que han pasado de 22 en el año 2003 a 2008 en 2011. Una expansión realizada al calor del crecimiento de cultivos transgénicos como la soja. La consultora Celeres, especializada en agronegocio, calcula que este tipo de cultivos ocupan una extensión de 37,1 millones de hectáreas, con un incremento de la superficie del 14% el pasado año. Esto supone que el 54,8% de los campos productivos brasileños se está destinado a los cultivos transgénicos.
Este fuerte peso de los propietarios agrícolas en la economía brasileña, explica a su vez otras decepcionantes actuaciones registradas durante estos años. Es el caso, de la regularización de los territorios indígenas, amenazados muchos de ellos por la presión de grandes propietarios o proyectos mineros o energéticos, como los que se ciernen sobre las comunidades del río Xingú. O la no menos decepcionante ley forestal, que ha disparado las alarmas sobre la protección de espacios como la Amazonia, al tiempo que ha vuelto a poner de relieve el peso político del lobby ruralista.
Las ambigüedades y contradicciones del “proyecto desarrollista” han tenido en las políticas educativas una de sus más destacadas plasmaciones. Ciertamente, algunos datos son incuestionables. Si durante los años de mandato de Cardoso, el presupuesto de educación nunca superó los 30.900 millones de reales, los gobierno petistas han llegado a situarlo en los 73.900 millones. Con todo, el porcentaje del PIB destinado a educación apenas supera el 5%, si bien, el pasado año Dilma Rousseff asumió la vieja reivindicación de la comunidad educativa de elevarlo hasta el 10%, un nivel que espera alcanzar en 2020 invirtiendo para ello los royalties que pagan al Estado las empresas petroleras. También ha promovido un sistema de cuotas para potenciar el acceso educativo a las comunidades negra e indígena, se ha asumido la reclamación de potenciar el servicio de guardería o se ha realizado un esfuerzo en formación profesional que ha permitido duplicar el número de alumnos hasta alcanzar los 6,7 millones.
Sin embargo, no pocos de estos avances han sido fruto de la presión social y la movilización del profesorado. De hecho, no pocos reprochan que Lula desaprovechara el respaldo social logrado, eludiera compromisos presupuestarios y asumiera los criterios del gobierno de Fernando Henrique Cardoso en el Plan Nacional de Educación (PNE 2001-2010). Entre estos últimos, el PT mantenía en gran medida los criterios privatizadores de su antecesor. De hecho, en estos años el Estado ha repartido más de un millón de becas para estudiar en universidades privadas que, a la vez, se han visto beneficiadas por exenciones fiscales superiores a los 3.000 millones de reales. Además ha potenciado la presencia de las grandes empresas, promoviendo un sistema educativo que, a juicio de sus críticos, está excesivamente vinculado a las necesidades del mercado.
Pero sobre todo esta década no ha permitido solucionar la gran precarización del sistema público, especialmente en los niveles no universitarios, tanto de instalaciones como de personal. Eso se plasma en aulas masificadas y carentes de recursos. Así, por ejemplo, se estima que haría falta construir de aquí a 2020 unas 130.000 bibliotecas para alcanzar el objetivo marcado de que los centros cuenten con un fondo bibliográfico de al menos un libro por alumno. A ello se le añade un profesorado que, en algunos casos, arrastra problemas formativos y salarios mínimos que le obligan al pluriempleo. Según los datos del Pnad-2009, la encuesta que analiza el estado de los hogares brasileños, los salarios de los profesores de educación básica representan el 40% de los ingresos medios de los trabajadores de su misma categoría.
Ante este panorama no es extraño que el incremento del presupuesto de educación se haya convertido en una prioridad, haciendo de la reivindicación del 10% del PIB una de las principales banderas del movimiento educativo. Se estima que para alcanzar los objetivos que se ha marcado el PNE para 2020 sería necesaria la inversión de unos 220.000 millones de reales. Aunque tras la dura huelga de 2012, Dilma Rousseff se comprometió a aportar ese 10% a través de los royalties petrolíferos, no son pocos los que se muestran escépticos al considerar que esa vía de financiación será insuficiente al asegurar, como máximo, unos 14.200 millones.
La inestabilidad política no es ajena a este contradictorio proyecto político. La coalición progresista liderada por el PT se encuentra en minoría parlamentaria, lo que le obligó desde el primer día a buscar extraños compañeros de viaje. Dos fueron las posturas enfrentadas dentro del PT para afrontar en 2003 este problema, la del ministro de Hacienda, Antonio Palocci, partidario de un gran pacto con la derecha del PSDB, y la defendida por el dirigente José Dirceu favorable a buscar acuerdos con el centrista Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB). Finalmente se optó por una salida intermedia, integrando al PMDB en el gobierno junto a otros pequeños grupos. El resultado es un extraño puzzle político en el que se encuentran desde el Partido Comunista de Brasil hasta el Partido Liberal de un hombre como el industrial José Alancar, quien en 1969 no dudó en apoyar el golpe, aunque después se distanciaría de los militares.
Este extraño cóctel tiene su plasmación más gráfica en los 27 ministerios que componen el actual gobierno. Una cifra que convierten a Brasil en el país con más ministerios del mundo, pero único medio de repartir el mínimo poder político entre sus aliados, capaz de asegurar la estabilidad. Una lacra para las aspiraciones de la propia Rousseff de abordar una reestructuración del sistema político para hacerlo más racional y que, por ahora, solo se ha plasmado en un mayor control desde Presidencia de los niveles secundarios en los ministerios, lo que no ha dejado de provocar fricciones con sus aliados.
Además, esta patrimonialización de la política y la búsqueda de apoyos ha favorecido una de las lacras más criticada por la sociedad brasileña: la corrupción. Los casos de irregularidades y desvíos de fondos públicos obligaron a dimitir en 2011 a seis ministros, presionados por una Dilma Rousseff empeñada en una postura inflexible contra la corrupción. Sin embargo, el gran escándalo estallaría en 2005 con el llamado Caso Mensalão una supuesta compra de votos parlamentarios para asegurar el respaldo a las medidas de Lula. En noviembre de 2011 el Tribunal Supremo dictaba duras sentencias de prisión que afectaban a toda la cúpula del PT en aquella época como el ex presidente del partido José Genoino y, especialmente, José Dirceu, brazo derecho de Lula, llamado a ser su sucesor hasta que fue relegado por Rousseff tras el escándalo. Ahora, el PT intenta por todos los medios que la sentencia y los hechos no salpiquen a Lula, mientras asegura que todo es una campaña orquestada por unos medios de comunicación monolíticamente derechistas.
Estas actuaciones políticas y comportamientos provocaron no pocas deserciones del proyecto del PT durante estos años. En unos casos fueron rostros famosos como el de Caetano Veloso quienes desde la izquierda no escondieron sus críticas a la deriva petista. En otros casos, la divergencia llevó a la creación de nuevas organizaciones como el Partido Socialismo e Libertade promovido por Heloísa Helena tras su expulsión del PT por sus discrepancias, o el proyecto En Rede que, tras su paso previo por los Verdes, promueve la ex ministra de Medio Ambiente Marina Silva, compañera sindical del asesinado Chico Mendes.
Con todo, a pesar de las contradicciones, las ambigüedades y las limitaciones de algunos éxitos, lo cierto es que el Brasil surgido de esta década se presenta como un país autocomplaciente, maravillado con su inclusión en el selecto club de los países más ricos del mundo, fascinado con el descubrimiento de la sociedad de consumo. No es extraño encontrase en sus calles con ciudadanos que miran con cierta condescendencia a la vieja Europa en crisis, hasta hace poco destino envidiado. Para muchos esta es la herencia de Lula, de quien nadie descarta su próximo regreso a la primera línea de la política. El mismo Lula parece ser el primero en mantener una actitud ambigua al respecto, aunque ahora cierre filas en el apoyo a Dilma Rousseff como candidata para 2014. Un Lula a quien sigue mirando con desprecio la selecta clase media y alta brasileña. Los mismos sectores que siguen percibiéndole como la amenaza comunista, los que se burlan de su vulgaridad, de su populismo, de su incultura, la que no soporta su pasado obrero. Y ello a pesar de que en el PT la utopía hace tiempo que adoptó perfiles macroeconómicos: hacer de Brasil el cuarto país más rico y el primer exportador agrícola del mundo antes de que acabe esta década.
Periodista cultural y columnista.