La dimisión de Yolanda Díaz al frente de Sumar provocada por los malos resultados de las europeas ha suscitado de inmediato la pregunta por el «quién»: si no es ella, ¿quien lidera?, ¿quien ocupará su lugar? Las caras populares han comenzado a sonar («¡Bustinduy!», invocan unos; «Errejón», sospechan otros). Está claro que una organización que se originó como plataforma política a medida de un liderazgo unipersonal, mediático y con una máxima responsabilidad institucional, difícilmente puede sobrevivir a quien la diseñó sin experimentar importantes mutaciones en sus estructuras de dirección, equipos, etc.

La pregunta por el «quien», sin embargo, podría estar llegando antes de tiempo. A la manera del carro que se pone delante de los bueyes quizá sea problemático anteponer caras visibles (que por otra parte se arriesgan a ser rápidamente cuestionadas) a los procesos organizativos. Tras la dimisión de Yolanda Díaz más parece que de lo que se trate ahora es de clarificar el «qué» y no el «quien»; toda vez que la situación sigue marcada por una interinidad que dura ya unos cuantos años. Y esta misma falta de institucionalización es lo que hace que sea absurdo preguntarse a estas alturas por el «quien» de una sucesión, cuando ni siquiera hay un marco claro a «qué» se estaría buscando un sucesor o sucesora.

Este «qué» no es una cuestión menor, pues se encuentra en el mismo origen del espacio político que Yolanda ha intentado articular sin éxito. En 2014, cuando a instancias del manifiesto Mover Ficha, Pablo Iglesias anunció la presentación de su candidatura a las europeas de 2014 lo hizo con el mandato implícito de las asambleas del 15M que reivindicaba el objetivo de una «democracia real ya». No se trataba tanto de escoger un carismático líder providencial, cuanto de presentar una cara conocida a las elecciones (recuérdese la polémica del logo con la cara de Iglesias en las primeras papeletas). Se trataba del emisor de un catalizador discursivo que pudiese articular, por un lado, el proceso de ruptura democrática con el régimen del 78 —el proceso de destituyente— y, por otro, generar la institucional institucionalidad más democrática en un proceso constituyente.

Fuera por inexperiencia, cultura política, ambiciones no declaradas o lo que se quiera señalar en algo que sin duda fue complejo y multifactorial, el caso es que Podemos no logró su objetivo. En lugar de haberse concentrado en el «qué» de la agencia política que precisaba el cambio al que se aspiraba, se obsesionó con el «quien» lo protagonizaría inherente a una estructura que venía impuesta por las condiciones institucionales de la crisis de un régimen descentralizado, pero unitario y piramidal. Acto seguido se desencadenaría una ola de faccionalismos personalistas que todavía sigue activo y que es lo que mueve, a fin de cuentas, la pregunta del «quien».

La pregunta sobre el «qué» de Yolanda Díaz sigue vigente, pues, y nos interpela sobre qué organización podría revertir el declive de estos últimos años. En rigor, este «qué» sigue siendo el mismo que en su día se planteaba a Pablo Iglesias, esto es, qué puede dar una respuesta a la cuestión de la agencia política de una democracia más democrática (“real”). Iglesias configuró una agencia de partido en base al liderazgo del modelo populista combinado, eso sí, con una cierta mitomanía del liderazgo eurocomunista. De hecho, no fue casual que en lugar de hacerse nombrar «Presidente» de Podemos, como habría correspondido en buena lógica a un líder populista, Iglesias prefirió nacerse nombrar Secretario General, a la manera de Togliatti o Berlinguer.

La cuestión de la agencia que requería el mandato del 15M, sin embargo, era muy otra que la de priorizar y subordinarlo todo al tipo de liderazgo. Pero dependía a su vez de una concepción distinta sobre el todo del proyecto político (del «qué»). En las concepciones dominantes del 15M interesaba «democratizar la democracia», realizar una forma institucionalidad en la que el poder se encontraría distribuido, sería integrador, participativo, deliberativo, etc.; en última instancia, una institucionalidad contradictoria con el fuerte personalismo del liderazgo populista.

He ahí la clave del problema: la institucionalidad adoptada por Podemos evolucionó en el sentido opuesto a la fuerza que lo impulsaba. Si su poder —el poder del «sí se puede» que resonaba en la PAH, el mismo poder del «democracia real ya»— procedía de un movimiento asambleario estimulado por un liderazgo mediático (el «príncipe catódico» de tertulias y debates), pero con plena autonomía respecto a este, la dirección de Podemos se orientaba hacia la conquista del poder del Estado para lo que precisaba operar la reductio ad unum sobre los círculos multitudinarios.

De esta suerte, toda la evolución posterior de Podemos se dirigió a intentar un máximo de concentración del poder en el menor número de manos mientras los círculos eran abandonados a su suerte. No podía ser de otro modo dada la particular gramática política del populismo, aunque tampoco recogía la ventaja de este (siempre atento a legitimarse por vía de la movilización). Al proceder de este modo acabó por implosionar en una infinidad de pequeños feudos, que en algunos casos lograron consolidar liderazgos territoriales, como es Comuns, Más Madrid, etc. Pero en la mayoría condujeron a la anomia y la disolución en el territorio.

Por si fuera poco, esta circunstancia vino a cruzarse con la crisis territorial del Estado expresada por el Procés. La cuestión de la estructura territorial de la agencia vino así a cruzarse con el imperativo constituyente: ser la institucionalidad de aquello a lo que se aspira estructure al Estado por la propia capacidad para expresar un proyecto más avanzado de sociedad. En lugar de asumirse, por tanto, un «qué» desconcentrado y federal asimétrico como respuesta a la crisis del modelo autonómico dio comienzo un desvarío sobre «soberanías compartidas», «confederalismo», etc.

Así las cosas, en lugar de adquirir consistencia en base a una institucionalidad que diese cuerpo organizativo a las dinámicas de la constitución material, las resistencias sociales y los antagonismos, se operó una mimetización cada vez mayor de los propios males del Estado autonómico en crisis, doblemente agravados por la imposibilidad de dar satisfacción en el terreno de la política del reconocimiento a las demandas del procesismo. Los errores en este sentido han quedado en evidencia con el resultado de estas europeas, donde el candidato de Comuns, Jaume Asens, segundo en la candidatura de Sumar y ex portavoz del grupo parlamentario en el Congreso, ha sido el único derrotado por Podemos en su propio territorio. El éxito en inspirar a Sumar y Díaz el modelo de Comuns y Colau se ha saldado con un fracaso sintomático, reflejo de haber querido trasladar al conjunto de España, en un contexto diferente por completo, lo que otrora funcionó a Comuns al menos hasta cierto punto.

Nada de todo esto era tan imprevisible ni tan novedoso como se pueda pensar de entrada. La experiencia histórica precedente de IU/ICV, como antes la del PCE/PSUC, advertía del riesgo de estas inercias (lo que la politología conoce como path dependency). Un modelo basado en una dualidad propia de la constitución material del desarrollo fordista de la sociedad española y su lectura por la tradición eurocomunista. En lugar de adelantar una visión diferente que recogiese el distanciamiento entre la constitución material y formal de la sociedad española, entre las mutaciones impuestas por la crisis de las hipotecas, los recortes derivados de la austeridad, etc., la propia dinámica de absorción en la crisis del Estado derivada de la aspiración a conquistar su poder político, abocó a una mímesis institucional que reforzó la crisis e implosión del espacio de ruptura democrática que había originado la mal llamada «nueva» política.

Con la dimisión de Yolanda Díaz el modelo fallido de Sumar se abre cuando menos a su propio cuestionamiento. Queda por ver si ahora se ponen en marcha dinámicas innovadoras que diagnostiquen las dinámicas antagonistas que se operan en el terreno material desde el covid en adelante. La desconexión de la sociedad que se ha demostrado en la serie electoral desde principios de año se ha ensañado más con aquellos espacios políticos de los que más se esperaba. Lo que en su día fue conocido como espacio del cambio o espacio de la ruptura democrática se encuentra hoy reducido a su mínima expresión. Una expresión con mayor poder institucional del que nunca conocieron PCE/PSUC o IU/ICV, pero que no encuentra arraigo en las dinámicas políticas de la multicrisis por culpa del compromiso con el gobierno de Sánchez.

Que Díaz continúe en el gobierno con sus políticas mientras se produce un debate organizativo y se erige la maquinaria política que Sumar no ha llegado a ser, es una oportunidad para empezar a reorientar con tiempo suficiente. Asegurar al gobierno los tres años de legislatura y activar la participación desde fuera de las instituciones, en la autonomía de los movimientos es la mejor manera, por otra parte, de situar a Sánchez ante los límites de su propia estrategia de restauración. Solo alterando las variables que hoy por hoy relegan Sumar a la subalternidad es posible reactivar un espacio de ruptura democrática y, con este, asegurar algo en lo que se puede confluir temporalmente al menos con el PSOE: el ensanchamiento de apoyos tras la derrota electoral.

Para todo esto es imprescindible que el «qué» vaya antes del «quien» y que lo que sea que esté por venir comience por ganar distancia respecto al poder institucional y proximidad respecto a las dinámicas de resistencia y luchas cotidianas que se están expresando ya, cada vez con mayor intensidad, en una cuarta ola de movilizaciones que empieza a subir. Si en algún país de Europa se ha podido mostrar una trayectoria distinta a la del ascenso de la ultraderecha, incluso cuando aquí también llegue (por más que no de manera comparable a Francia o Italia), es en España.

La extrema derecha ha crecido de manera constante e imparable desde hace años, a veces poco a poco, a veces de manera acelerada, según los países y los actores políticos implicados. De la excepción ibérica al reconocimiento de Palestina, el gobierno ha mostrado, con todas las limitaciones que se quieran, que hay otras políticas que sirven mejor para enfrentar la extrema derecha. Estas no llegarán de la simple restauración de lo anterior, tal y como espera el PSOE. No hay un retorno a los consensos del 78. Pero sí puede haber otras formas de encarar el futuro. En ese terreno debería fructificar hoy el «qué» que deja Yolanda Díaz tras de sí. Solo luego, en la propia dinámica, aparecerá el «quien» de lo que está por venir.

Raimundo Viejo es activista, profesor universitario, editor y político español, concejal del Ayuntamiento de Barcelona en 2015, y diputado en la XI legislatura de las Cortes Generales.


Fuente: https://catalunyaplural.cat/es/el-que-de-yolanda-diaz/

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