Hora de preparar la comida y encender los fogones, de poner la mesa y sacar los cubiertos, de hacer la lista de la compra y acercarse al ‘súper’ o al mercado. En casa, dichas tareas, han sido realizadas mayoritariamente por mujeres. Un trabajo, el de alimentarnos, imprescindible para nuestra vida y sustento. Sin embargo, una tarea invisible, no valorada. Comemos, a menudo, como autómatas y como tales ni reconocemos qué ingerimos ni quién pone el plato en la mesa.

La alimentación en los hogares continúa siendo, con frecuencia, territorio femenino. Así, lo demuestra la última Encuesta de Empleo del Tiempo 2009-2010 del Instituto Nacional de Estadística: en el Estado español un 80% de las mujeres son las que cocinan en los hogares, frente al 46% de los hombres. Y cuando estas entran en la cocina, le dedican más tiempo, 1 hora, 44 minutos al día frente a los 55 minutos de ellos. Asimismo, las mujeres asumen en mayor medida tareas de organización (preparar comidas, previsión de compra de alimentos…), mientras que los hombres apoyan, cuando lo hacen, en la ejecución.

Unas tareas «alimentarias» que se sitúan en, lo que la economía feminista llama, «los trabajos de cuidados», esas tareas que no cuentan para el mercado, pero que son imprescindibles para la vida: criar, dar de comer, gestionar el hogar, cocinar, atender a quienes lo necesitan (pequeños, enfermos, mayores), consolar, acompañar. Se trata de labores sin valor económico para el capital, «gratuitas», que no son consideradas trabajo, y en consecuencia menospreciadas, a pesar de equivaler al 53% del PIB del Estado español.

Sacrificadas y abnegadas

Unas ocupaciones que el patriarcado otorga al género femenino, que por «naturaleza» tiene que asumir dichas funciones. La mujer, madre, esposa, hija, abuela abnegada, sacrificada, altruista, que si no cumple con este deber, carga con el peso, la culpa, de ser «mala madre», «mala esposa», «mala hija», «mala abuela». Así, a lo largo de la historia, las mujeres han venido desarrollando estas tareas de cuidados, en función de su rol de género. La esfera del trabajo «productivo», de este modo, es dominio de la masculinidad, mientras que el trabajo considerado «improductivo», en el hogar y no remunerado, es patrimonio de las mujeres. Se establece una jerarquía clara entre trabajos de primera y «labores» de segunda. Imponiéndonos unas determinadas tareas, valoradas y no valoradas, visibles e invisibles, dependiendo de nuestro sexo.

La alimentación, la cocina en el hogar, ir a comprar comida, las pequeñas huertas para el autoconsumo forman parte de estos trabajos de cuidados, que no se valoran ni se ven, pero que resultan imprescindibles. Tal vez por eso, no apreciamos ni qué ni cómo ni quién produce lo que comemos: pensamos que cuanto menos gastemos en alimentos, mejor; creemos que cocinar es perder el tiempo; optamos por comida fast-food, «buena-bonita-barata» y rápida; asociamos ser campesino a «ser de pueblo» e ignorante. Nuestros cuidados, parece, no importan. Y acabamos delegando en el mercado, quien, finalmente, hace negocio con estos derechos.

Sin embargo, todos estos trabajos son vitales. ¿Qué sería de nosotros sin comer? ¿Sin una alimentación sana y saludable? ¿Sin quién cultivará la tierra? ¿Sin cocinar? O, ¿qué haríamos si nadie nos ayudara al estar enfermos? ¿Sin quién nos cuidará de pequeños? ¿Sin apoyo de mayores? ¿Sin ropa lavada? ¿Sin casas limpias? ¿Sin afecto ni cariño? No seríamos nada.

La ‘economía iceberg’

Este trabajo invisibilizado es el que, en definitiva, sustenta el lucro del capital. La metáfora de la «economía iceberg», acuñada por la economía feminista, lo pone blanco sobre negro. La economía capitalista funciona como un iceberg, donde solo vemos la punta del témpano de hielo, una pequeña parte, la de la economía productiva, de mercado, el trabajo remunerado, asociado a lo masculino. Pero, la mayor parte del bloque, permanece «escondida», bajo el agua. Se trata de la economía reproductiva, de la vida, de los cuidados, asociada a lo femenino. Sin ésta, el mercado no funcionaría, porque nadie lo sostendría. Un ejemplo, ¿cómo mantener jornadas laborales invivibles e incompatibles con la vida personal y familiar, sin nadie que se ocupe de mantener la casa, preparar la comida, ir a buscar los pequeños al colegio, cuidar de los mayores dependientes? Para que algunos puedan trabajar «en mayúsculas», otras lo tienen que hacer «en minúsculas».

Tomando la metáfora de la «economía iceberg» y desde una perspectiva ecologista, vemos, también, cómo la naturaleza forma parte de este sustento invisible que permite mantener a flote al capital. Sin sol, ni tierra, ni agua, ni aire, no hay vida. La riqueza de unos pocos, y el fetiche del crecimiento infinito, se sostiene en la explotación sistemática de los recursos naturales. Volviendo a lo que nos da de comer, sin dichos recursos y sin semillas, ni plantas, ni insectos, no hay comida. La agricultura industrial capitalista avanza, generando hambre, descampesinización, cambio climático…, a partir del abuso indiscriminado de estos bienes. Algunos ganan, la mayoría perdemos.

¿Qué hacer? Se trata, como dicen las economistas feministas, de colocar la vida en el centro. Visibilizar, valorar y compartir dichos trabajos de cuidados, y la naturaleza. Hacer visible lo invisible, mostrar la parte oculta del «iceberg». Valorar estas tareas como imprescindibles, reconocer quienes las ejercen y otorgarles el lugar que se merecen. Y, finalmente, compartirlas, ser corresponsables. La vida y el sustento es cosa de todas… y todos. La comida, también.

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