I
Todo el debate nacional de los últimos dos meses ha estado centrado en los temas relacionados con la formación del nuevo gobierno. Es entendible, se trata de una cuestión central para el devenir del país en los próximos años. Y, dado el resultado de las elecciones, es obligado a entrar en temas delicados, como el de la amnistía, o el encaje de las nacionalidades periféricas.
Cuando escribo estas líneas ya se ha evaporado la posibilidad de que Feijóo alcance el Gobierno. Por ello, en los próximos meses el debate se centrará en las “concesiones” que Sánchez va a hacer a los independentistas catalanes: la amnistía y la autodeterminación. Va a haber mucho ruido y el resultado final es incierto, dada la tendencia del independentismo catalán a dejarse llevar por sus posicionamientos maximalistas. En parte como efecto del duelo inacabado entre ERC y Junts (antes CiU) y en parte porque muchos de sus dirigentes llevan años instalados en una interpretación mítica del pasado y una falta de sentido de la realidad (el que por ejemplo les llevó a creer que la Unión Europea podía ser un aliado fiable en su apuesta secesionista).
Pero, más allá del ruido, hay dos cuestiones claves a destacar. La primera estructural: la existencia de identidades nacionales fuertes que es necesario articular. La derecha española tiene un proyecto unitario de país que es incompatible con esta articulación. Sólo es capaz de llegar a pactos en circunstancias especiales, como fueron las del primer Gobierno Aznar (cuando este estuvo dispuesto a hacer concesiones que trató de liquidar brutalmente en su segundo mandato). Pero el bloque de lo que esta derecha define como la “anti-España” tiene más oportunidades de confluencia y es numéricamente mayor. Lo que no supone que sea estable. Pero, en todo caso, la izquierda tiene mejor sensibilidad y mayor necesidad de buscar soluciones y compromisos con los nacionalismos vasco, catalán y gallego.
El que existan posibilidades de acuerdo no garantiza que este se haga efectivo. En estos momentos el factor crucial es hasta qué punto el independentismo catalán seguirá prisionero de sus propios mitos y de la eterna pelea entre ERC y Junts. La segunda es más coyuntural y se refiere a la amnistía. El procés fue un desafío mayor, pero no fue un golpe de Estado. Fue también una inmensa movilización de parte de la población que se dejó engatusar con la promesa de una independencia low cost. La prueba de que no fue un golpe de Estado es que la Generalitat siguió funcionando con normalidad cuando se decretó el 155. Ni hubo acción violenta (de hecho hubo más enfrentamientos callejeros en 2019, cuando se dictó la sentencia que condenaba a muchos años de cárcel a los dirigentes presos) ni tampoco gestos simbólicos radicales (ni siquiera arriaron la bandera española tras proclamar la independencia). Todo el proceso judicial estuvo plagado de irregularidades que acabarán siendo evaluadas en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (donde la justicia española acumula una buena lista de sentencias desfavorables). Por tanto, aunque escueza, pensar en algún tipo de “solución final” que desjudicialice la situación y facilite el debate político es una solución aceptable. Debería haberse planteado fuera del marco de negociación por el nuevo gobierno, pero no siempre las cosas ocurren en los tiempos adecuados.
II
Los avatares de la formación de Gobierno son solo una parte de las cuestiones fundamentales a las que debería hacer frente la izquierda alternativa. Entre otras cosas porque su papel es, mal que nos pese, secundario. La cuestión mayor debería ser la construcción de Sumar, como ser capaces de generar un proceso de largo plazo que permita aglutinar fuerzas, actuar con una capacidad de intervención unitaria, ayudar a construir una sociedad civil alternativa que no sólo empuje a políticas transformadoras, sino que sea capaz de dinamizar tejidos sociales resistentes, generadores de convivencia, capaces de hacer frente a las diferentes crisis que nos amenazan. Este sí es un desafío mayor. En el que la izquierda lleva años fracasando. Lo ocurrido hace pocos días en Syriza, donde un millonario americano recién aterrizado ha ganado las primarias con un claro proyecto de transformar una formación de izquierdas en una especie de Partido Demócrata norteamericano (algo que ya ocurrió hace unos años con el Partido Comunista Italiano, con resultados catastróficos) debería hacernos pensar. Desconozco los detalles, pero para nuestra izquierda Syriza merece convertirse en un caso de estudio urgente.
Sumar se constituyó en tiempo récord, aunque el proyecto venía cociéndose largo tiempo. En parte respondiendo a una situación coyuntural. Pero no puede perderse de vista que aglutina 15 fuerzas políticas con tradiciones y culturas diferentes. Unas nacionalistas o regionalistas, otras con una perspectiva estatal. Está además el papel de Podemos. Y están, sin duda, las tensiones que se van a plantear entre ecologistas y rojos tradicionales (no se puede perder de vista la influencia que en el núcleo más próximo de Yolanda Díaz tiene CC. OO.). Si se quiere que todo esto encaje, hay que saber construir los mecanismos organizativos que lo hagan posible, gobernar los conflictos, inevitables, y construir unas señas de identidad en que todo el mundo se sienta aceptablemente cómodo. La izquierda tiene una larga tradición de ineficacia en la gestión de conflictos, de egos, de impaciencias. Y ahora no estamos en una situación en que se puedan permitir más frivolidades. Es hora de que surja un grupo de trabajo, con miras amplias y nulo sectarismo, que trabaje en esta dirección. No hacerlo es apostar para que el próximo desencuentro pueda volver a ser una bomba en la línea de flotación del proyecto.
Un proyecto como Sumar debe ir más allá de la simple estructura partidista. Una parte de la debilidad de la izquierda en el mundo desarrollado es que no cuenta con estructuras sociales sólidas que trabajen en su misma dirección. El neocapitalismo y el consumismo han erosionado las bases sociales que creaban comunidad. Pero esta erosión ha sido mayor en las comunidades progresistas, pues algunas organizaciones tradicionales han tenido más capacidad de permanencia. El independentismo catalán o vasco, por ejemplo, siguen apoyándose en una extensa gama de entidades asociativas (muchas de tipo recreativo) que dan consistencia a su política. La izquierda hace tiempo que renunció, quizás porque en su seno abundan los aspirantes a capitanes generales, siempre dispuestos a liderar, que saltan de un proyecto a otro, siempre en vanguardia, y carecemos de constructores pacientes de proyectos sólidos. Que saben que su aportación es parcial, limitada pero que se construye en comunicación, en sinergia, con otros proyectos paralelos. No son tiempos fáciles para esta tarea. Pero no es imposible. Lo indican las colectividades locales que aún permanecen en algunas zonas y que suelen ser las más eficaces cuando estallan conflictos locales o a la hora de promover participación. Es también una urgencia, tanto para la supervivencia de la izquierda que debe realizar una “inversión” en fomentar estos proyectos colectivos como para reforzar estructuras sociales que sean capaces de manejar conflictos como el ligado a las tensiones raciales o xenófobas, las derivadas de la crisis ecológica, de la crisis social… Construir convivencia, desarrollar colectividades solidarias es un elemento central para aspirar a un cambio social relevante.
Formar un gobierno progresista y evitar la victoria de la extrema derecha es sin duda crucial. Pero construir un proyecto político y desarrollar proyectos sociales viables va en el mismo paquete.
*Publicado originalmente en mientrastanto.org
Barcelona, 1949. Economista, profesor y activista social. Profesor de Economía en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en Economía laboral. Miembro del equipo editorial de la Revista de Economía Crítica y de la revista digital Mientras Tanto.