Sólo tengo una visión de las Ramblas, y es difusa, está empañada por los años, corrupta también por la mala memoria. Es, además, una visión literaria. En un hotel de esa calle que es casi corazón, Biedma despierta entre sábanas sucias, poco antes del alba, junto a algún amante joven, probablemente bello, que todavía duerme a su lado. Alguien habla –creo que es el propio Biedma. Con los sonidos del comienzo del día en sus oídos, alguien piensa sobre los dos cuerpos que yacen, y casi proyecta, como separándose o despidiéndose de la escena que, sin embargo, todavía está viviendo, una especie de visión de futuro: volverá la vida corriente, la inercia del trabajo, los días que siguen y siguen con los «nos vemos mañana», «no te olvides», «al final…» En esos momentos vacilantes del amanecer, cuando todo se tensa entre la noche, el día –los sueños del amante, las flores que brillan, abajo, en los quioscos, algún murmullo de pájaros– también el poeta se parte en dos. Ahí está, tendido sobre esa cama de hotel, medio dormido aún; aquí está, sin embargo, despertando para ver que en el fondo lo único que falta es aceptar que sólo se trata de una noche de amor en un hotel cualquiera de las Ramblas, en Barcelona.

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No es mucho lo que ofrece este cuadro poético, casi olvidado, y, sin embargo, me parece mucho más real que la imagen que ahora mismo podría obtener si decidiese coger el metro y bajar a ver qué pasa en las Ramblas a estas horas de la tarde, un día de noviembre, muchos años después. ¿Será que describir verdaderamente un lugar es tan difícil como contar verdaderamente una historia, componer una buena melodía o pintar un cuadro bello? En ese caso, poco puedo hacer aquí, a no ser que anote desordenadas las desordenadas imágenes que ofrece un lugar tan desordenado.

He sugerido que las cosas en las Ramblas aparecen desordenadamente. Y sí, aquí se alzan las estatuas vivientes, una detrás de otra, demonios rojos, caballeros blancos, hadas con vestidos brillantes y manos de oro, mimos, sirenas, y allá una silueta negra, la muerte, quizá, o una Níobe masculina petrificada en llanto. Todas quietas, todas paralizadas, estáticas, como si quisieran que su firmeza sirviese de punto de apoyo al magma imparable de una calle que como un río avanza hacia el mar, desbordándose. La boca del metro da a luz a un grupo de treinta niños que salen a borbotones; avanzarán, chocarán con los ingleses que sudando se levantan de sus sillas, después de comer. Pero de pronto ocurre lo imprevisto: por un momento, el hada ha sonreído, el caballero blanco levanta su bastón, incluso esa figura semejante a la muerte parece moverse bajo la negrura del manto. Es decir: es un engaño, las figuras estáticas no han perdido la capacidad de moverse; es posible que los personajes de los sueños –hadas, sirenas, ninfas, demonios– cobren vida de pronto, y todo eso –extraordinario– a cambio de poca cosa: cincuenta céntimos, un euro quizá, y el punto de apoyo vibra, sonríe, tiembla, se balancea.

Pero volvamos a la dificultad que nos concierne. El amante de Albada se despierta precisamente en las Ramblas, no en Bellvitge ni Pedrables, quizá porque es ahí donde las posibilidades de que algo pueda pasar (pero ¿puede todavía algo pasar?) se multiplican. Este dato, de ser cierto, enredaría todavía más las cosas; la dificultad se expande y se anuda, pues no sabemos bien qué queremos decir cuando decimos que en las Ramblas algo puede de verdad suceder. A primera vista suceden a cada instante las más diversas cosas en todas partes; en cada rincón de la ciudad se empieza, se acaba, se discute, se aprueba, se rompe algo; no cabe la menor duda. Entonces, ¿será presunción, será un lugar común decir que es en las Ramblas –no en Pedrables ni en Bellvitge– donde pasan realmente las cosas? No tenemos más remedio que prestar atención otra vez al desorden de las Ramblas.

Atardece. Los semáforos abren y cierran sus párpados; destellos rojos y naranjas se prenden en los vestidos y abrigos que pasan y cruzan. El sol se dispone a dormir arriba; se inclina en la montaña; un destello ilumina el mar unos segundos; baila entre los barcos; desaparece. Pero aquí unos cuerpos ya se inclinan sobre la superficie del tablero: espacios blancos y negros, matemáticos, pulcros, y sobre ellos, deslizándose, figuras blancas y negras, estilizadas, abstractas, realizan ellas mismas por un momento los saltos regulados de la vida cotidiana. Un alfil, una torre, una reina; poderes, reglas, saltos. Ante el tablero, dos desconocidos se encuentran cara a cara, rodeados por una pequeña multitud. La Rambla –descubro– no es sólo el magma que supura la ciudad durante todas horas las horas del día, como si por algún sitio tuviese que expulsar lo que le sobra; es también un espacio de juego –no lo son Bellvitge ni Pedralbles–, y se me ocurren dos razones casi contrapuestas que puedan explicar por qué estos hombres se han reunido precisamente aquí para jugar al ajedrez. No se conocen, eso es lo más importante; no se quieren conocer, eso es quizá más decisivo; no se verán por ello en las puertas de sus casas (¿quién sabe dónde viven?); necesitan, por tanto, un lugar neutral, un lugar cívico, un sitio disponible para todos; necesitan, digamos, un ágora o una stoa (algo dulcificada y embrutecida a la vez) como la de una polis griega. Acuden a las Ramblas porque neutralizan la particularidad de los espacios.

Pero he dicho que se me ocurría otra razón. Ésta es más difícil concretarla. La neutralización es requisito necesario pero insuficiente. No es lo mismo jugar al ajedrez en las Ramblas que jugar en Collserola (no sólo por la distancia), y es aquí donde el problema del pasar o no pasar algo en las Ramblas resurge otra vez. Desplegando el tablero justo aquí, esos hombres desconocidos depositan su grano de arena sobre el montículo de cosas que pasan en las Ramblas. Ellos mismos se han congregado alrededor del montículo. Ahora ya no sólo vemos estatuas fantásticas y quietas, transeúntes iluminados por los ojos brillantes de un semáforo, flores rotas al final de la tarde, dos desconocidos saliendo de un hotel; hay también seres vivos y concretos que se juntan en este lugar y juegan. Otros les observan. El contagio es asombroso. ¿Será cierto entonces que en abril la calle se cubre de libros y de rosas porque tres hombres extendieron allí su ajedrez una tarde de noviembre?, ¿o será justo al revés? ¿Será que el géiser ardiente de las Ramblas no sólo expulsa, sino que atrae, como irresistiblemente, atrae lo que confusamente arrastra, los fragmentos dispersos de las cosas, los ratos muertos de los hombres, las faldas, los abrigos, las flores, las luces? ¿Un campo magnético? Y, sin embargo, todo eso, tan real, tan desbordante de cosas, parece palidecer ahora tanto como al principio ante la realidad de un poema de mediana calidad, pero un poema al y fin y al cabo. Bajo cierto punto de vista, nada pasa en las Ramblas, y el desorden, el ruido y las luces –así parece desde aquí– sólo cubren un espantoso silencio.

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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