altEn 1319, Castilla y Aragón reunieron sus alcurnias y oropeles en la tarraconense Gandesa.

 

 

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Los próximos días 18 y 19 de octubre, la ciudad de Gandesa acogerá la representación de la obra Un casament reial, representada por el grupo La Farsa de Gandesa y con dirección artística de Antoni Belart, ganador de tres premios Max y un premio Gaudí. El nombre del conjunto teatral deviene de un episodio histórico acaecido en la localidad: la fallida boda del infante Jaime de Aragón y la infanta Leonor de Castilla.

 

Mucho antes del Compromiso de Caspe (1412), que entronizó en la Corona aragonesa a la dinastía castellana de los Trastámara, y más aún de la boda entre Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón (1469), fecha que la historia oficial de España señala como efemérides fundacional de la unidad del Estado, los destinos de las dos grandes monarquías hispanas estuvieron a punto de fundirse en varias ocasiones. Una de ellas tuvo por escenario la ciudad de Gandesa, el 17 de octubre de 1319.  

 

Entre viñedos y batallas

Gandesa, capital de la comarca tarraconense de la Terra Alta, corona un cerro erguido sobre llanadas de perfiles ondulados, peinadas de vid y enmarcadas por sierras. Aunque modesta en habitantes –algo más de tres mil– siempre ha tenido una importante actividad económica, de lo cual da fe su celler (bodega cooperativa) de estilo modernista, construido entre 1919 y 1920 por Cèsar Martinell (discípulo de Lluís Doménech i Muntaner y colaborador de Antoni Gaudí en las obras de la Sagrada Familia de Barcelona). 

 

Por su estratégica ubicación en la ruta que une Tarragona, Reus y Aragón, la ciudad ha sido pieza codiciada durante sonados episodios bélicos, como los siete asedios sufridos en la Primera Guerra Carlista (1836-1838) y, más recientemente, la batalla del Ebro (julio-noviembre de 1938), que se decidió en favor del bando franquista merced a la resistencia interpuesta por la guarnición local contra el avance del ejército republicano.

 

Jaime II de Aragón, un rey emprendedor

Al patrimonio histórico de la villa pertenece igualmente el episodio conocido como la Farsa de Gandesa. Pese a su título, fue una boda real con toda la solemnidad de esos eventos, y su denominación se debe al peculiar desenlace del casorio.

 

Uno de los protagonistas del episodio fue el padre del novio, Jaime II (Valencia, 1267-Barcelona, 1327), apodado el Justo, coronado en 1291 como rey de Aragón y Valencia y conde de Barcelona. Hábil diplomático pero también gobernante decidido, merced a tratados o guerras amplió sus dominios con la actual provincia de Alicante, el valle de Arán, la isla de Menorca, Córcega, Cerdeña, Sicilia, parte de Calabria y las islas del golfo de Nápoles. Su reinado estuvo orientado hacia la expansión mediterránea, proyecto que exigía garantías de seguridad en su retaguardia, fronteriza con Francia y Castilla

 

El papa Bonifacio VIII lo distinguió con el título de Capitán General, Portaestandarte y Almirante de la Iglesia, honor bien avenido con el carácter del monarca, que era hombre devoto, obsesionado con liberar los Santos Lugares del dominio sarraceno; no en vano promovió la fallida unificación de todas las órdenes militares de la Cristiandad en un solo ejército, que debía caer cual plaga bíblica sobre los infieles mahometanos (un plan de acción alentado por los escritos del filósofo y teólogo Ramon Llull). Sin embargo, la mayor frustración de su vida estuvo ligada a la Iglesia; más concretamente, al deseo de tomar los hábitos de su hijo mayor, el infante Jaime.

 

Acuerdos matrimoniales con Castilla

Jaime II había intentado sellar la paz con los castellanos mediante un enlace matrimonial, al desposar (1291) a la infanta Isabel, hija de Sancho IV de Castilla. Sin embargo, quedó viudo poco después de casado. Ocho años después, exigencias de Estado le obligaron a contraer nuevos esponsales, esta vez con Blanca de Anjou, hija del rey de Sicilia, Carlos de Anjou, y prima de Felipe III de Francia. Sin embargo, el soberano aragonés se cuidó de acordar un nuevo compromiso matrimonial que facilitara las relaciones diplomáticas con Castilla; esta vez, el implicado en el pacto fue su primogénito.

 

Las capitulaciones de la boda se firmaron en el monasterio de Huerta (Soria), en 1311. La novia, Leonor de Castilla, solo tenía cuatro años; el novio, dieciocho. Como prenda, el rey de Castilla Fernando IV –excuñado del aragonés– ofreció los castillos de Atienza, Gormaz, Osma, Caneren y Monteagudo de Murcia; el aragonés, las fortalezas de  BorjaAriza, VerdeoBordalba, Somero y Malón. En caso de ruptura del acuerdo, el infractor perdía las posesiones empeñadas

 

El infante Jaime, un príncipe atribulado

El infante Jaime fue educado para acceder a las máximas responsabilidades de la Corona y desde 1313 dirigió la Procuraduría General de la Corona de Aragón, el órgano que controlaba la administración de justicia de los reinos gobernados por su padre; en el desempeño del cargo dio muestras de prudencia que colmaron de esperanzas al rey. Sin embargo, se dice que el carácter del príncipe sufría una tortuosa evolución desde la muerte de su madre, la reina Blanca (1310), a la que estaba muy unido; abatido quizá por la pena, parece ser que su duelo se ahondó hasta la depresión, manifestada con bruscos cambios de ánimo y un desinterés creciente hacia los asuntos públicos

 

El cronista Jerónimo Zurita, autor de los Anales de la Corona de Aragón (1562-1580), achaca ese cambio de conducta a la homosexualidad del infante, no citada explícitamente pero sugerida de modo nítido al acusarle de “haber dejado la dignidad que tenía y la que esperaba tener como una pesada y molesta carga para que con más libertad se pudiese entregar a todo género de vicios, según después se conoció, con gran indignidad no sólo de su casa y sangre, sino incluso de la religión que había profesado”.

 

En 1318, el rey halló un hábito de monje en las dependencias principescas del palacio condal de Barcelona: descubrió así que el infante había remansado su dolor –fuera cual fuere su causa– en una repentina vocación religiosa. La noticia importunó al padre, pero nada se pudo hacer contra la voluntad del heredero.

 

La Farsa de Gandesa

Llegada la novia a edad núbil, la corte castellana reclamó el cumplimiento del pacto matrimonial y la ceremonia de esponsales quedó fijada para el día 17 de octubre de 1319, en la ciudad de Gandesa, muy cercana a la localidad turolense de Lledó, donde vivía retirado el infante desde hacía una larga temporada.

 

De este modo, Gandesa se convirtió por unos días en sede de las dos principales cortes peninsulares. Los esponsales se celebraron en la parroquial de la Asunción, un templo que conserva algunas trazas de su pasado esplendor románico, entre ellas el portal de medio punto con arquivoltas ricamente decoradas en relieve (se distinguen cabezas monstruosas, figuras humanas y de animales, formas vegetales y motivos geométricos). Pero el infante no tenía la atención puesta en el bello marco arquitectónico, ni estaba para muchas fiestas.  

 

Una vez oficiado el matrimonio, a lo cual consintió el novio con el protocolario asentimiento, el ya marido salió a uña de caballo de la ciudad, seguido de su séquito de leales pero sin esposa, abandonada ante el mismísimo altar. De modo que el matrimonio quedó sin consumar y más tarde fue anulado por Juan XXII, papa de Aviñón. Toda una farsa.

 

¿La huida del infante supuso una sorpresa para los presentes? Tal vez no, al menos para algunos de ellos. El rey aragonés tenía constancia escrita –documentos de la época así lo testifican– de la voluntad de su hijo, empeñado en abandonar la vida secular (prescindamos ahora de los fines, sean o no los señalados por Zurita). La presencia del príncipe en la ceremonia tan solo se debió al voto de lealtad hacia la autoridad paterna, secundado por las gestiones del áulico Bernat de Fonollar –su otrora colaborador en la Procuraduría General– y la mediación personal del caballero Gonzalvo García, amigo de la niñez. En cuanto a la corte castellana, extraño sería que no tuvieran noticia, ni siquiera el rumor, de las peculiares inclinaciones del futuro esposo

 

Entonces, ¿por qué se celebró la boda

 

La parte catalanoaragonesa debió conjeturar que el compromiso se cumplía con la formalización de la ceremonia, salvaguardando así los castillos puestos en prenda. Por lo referente a los castellanos, tal vez se alearon la incredulidad ante las murmuraciones que avisaban del despropósito y la necesidad de mantener cordiales vínculos con Aragón en la frontera común, después de que la expedición contra el reino de Granada del mes de junio anterior acabara en un desastre militar. Unos querían disimular, pero los otros no podían exigir.

 

Un guante para un escudo, un príncipe para la Iglesia

Cuenta la leyenda que el infante, al marchar precipitadamente del templo, dejó olvidado sobre el reclinatorio uno de sus guantes. La pieza fue incorporada al escudo de Gandesa (puede verse en la fachada lateral de la iglesia parroquial), como recuerdo y befa de aquella falsa boda, tras la que nadie fue feliz ni comió perdiz

 

¿Qué fue del infante? Volvió a su refugio de Lledó y poco más de dos meses después de la boda, el 23 de diciembre de 1319, renunció ante las Cortes catalanas a sus derechos sucesorios, que recayeron en su hermano menor, Alfonso. Al fin tomó los hábitos –y por breve tiempo– en la Orden de los Hospitalarios de San Juan, que abandonaría a los dos meses para ingresar en su homóloga de Montesa. La fama de pervertido le persiguió toda la vida

 

¿Qué fue de la infanta? Como no podía ser de otro modo, volvió a Castilla con su familia y corte, pero el destino quiso que regresara años después a la Corona aragonesa, pues casó en segundas nupcias con el rey Alfonso IV –sí, su excuñado– en 1329, en Tarazona (Zaragoza). Parece ser que el monarca, llamado el Benigno por su carácter apocado, quedó sometido como un barco en la galerna a la temperamentalidad de la reina.

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