Cuando el avezado y obstinado sheriff, que tanto había luchado por la independencia de aquel territorio hermoso, pero que nunca había sabido afrontar su destino como un hombre, vio aparecer la justicia final, invocó primero a su madre para que le retirara la insignia que le brindaba la autoridad, de su cobarde pecho, y luego se encomendó a Dios dejando sus pistolas en el polvoriento y árido suelo. Para ganarse el respeto moral había renunciado a su responsabilidad y a la potestad de su poderoso cargo. Atrás quedaban los felices días que había vivido una vida de retiro espiritual, escondido en un despreocupado lugar remoto, y aunque se sentía inocente no esperaba el perdón, ni que sus enemigos comprendieran que se sentía llamando a las puertas del cielo.
En efecto, se estaba haciendo tarde, y cada vez era más difícil ver, de hecho, por su conciencia pasaban en blanco y negro toda una suerte de crímenes que no había cometido. Entonces, comenzó a pensar que era mejor aceptar con humildad su propia condición de clase, y mirar de soslayo al banquero y al empresario de las pompas fúnebres, porque al final aquella lucha nunca se podría ganar antes de que terminara el día, Es más, estaba seguro de haber cometido en el pasado el error de comenzar una contienda desigual entre la ley de la vida y su propio ego.
Entonces, el magnánimo sacerdote católico, —que había estudiado filosofía y derecho romano, y observaba la escena desde la distancia— recordó a Santo Tomás y el frágil equilibrio entre la razón y el logos griego. De hecho, entendió de verdad su pecado. Evidentemente, había sufrido una persecución, porque su delito era un tema más que político, algo religioso. Incluso asemejaba, lo que le sucedió a Martín Lutero y a Juan Calvino. Poco a poco, comprendió que, aunque aquel sheriff protestante no era inocente, tampoco era un traidor. Es más, desde ese prisma se atrevió a juzgar la ceguera y el nihilismo de sus duros jueces humanos. Hasta tal punto que intercedió sin éxito para que fuera perdonado, porque a pesar de que había creído y había hecho creer a los demás que se podían salvar solo por la fe, todo el mundo sabe que hay que dar ejemplo con las obras y siempre es más humano perdonar a alguien, sobre todo cuando se encuentra llamando a las puertas del cielo.
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.