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Marguerite Yourcenar anota en su cuento que, en efecto, «Homero ya sabía cómo ven consumirse su inteligencia y sus fuerzas aquellos que se acuestan con las diosas de oro». Y quizás esto no sea sino decir, como Pantea, «¡llévatelo contigo, oh naturaleza! Efímeros son tus preferidos». En El hombre que amó a las Nereidas, la descripción del mendigo idiota en medio de un puerto griego es ocasión para que un extranjero que habita la isla relate una especie de historia genealógica del autismo del mendigo. «Las palabras y el entendimiento le fueron arrebatados», adelanta el extranjero, «se quedó mudo a los dieciocho años por haber tropezado con las Nereidas desnudas».

Panegyotis, que todavía es capaz de distinguir su propio nombre entre los vagos rumores lejanos, pero que ya no habla por resultar esto superfluo para quien que se ha vuelto ajeno al mundo, había sido un joven feliz que no debía preocuparse por obtener lo necesario para comer, que gozaba de amores y otros platos deliciosos, pero que un día vio interrumpida su felicidad, pues ésta «es frágil, y cuando no la destruyen las circunstancias y los hombres, se ve amenazada por los fantasmas». Las Nereidas fueron esta vez los seres a través de los cuales la naturaleza, «que tan pronto protege al hombre como lo destruye», mostró su aspecto más terrible. El peligro de las ninfas consiste en que «en ellas, la luz del verano se hace carne, y, por eso, verlas dispensa vértigo y estupor». Ellas son el misterio trágico de la luz del mediodía, los peligros de una brillante insolación que concede las más variadas locuras. Hermosas, resultan fatales; desnudas, son como aguas tan refrescantes como venenosas. Panegyotis cometió el maravilloso error de descubrir su belleza, y, puesto que «no deben revelarse al vulgo los secretos del amor», el muchacho acabó perdiendo el habla. A cambio, podía ver el sol sin que éste quemase sus ojos, y contemplarlo era como ver brillar incesante la luz del rubio cabello de las ninfas. El delirio del joven griego era un delirio de amor; su locura, esa que alcanza a los seres abismados de belleza: las Nereidas, «hermosos demonios del mediodía», «le trajeron la embriaguez de lo desconocido, el agotamiento del milagro, las malignidades centelleantes de la felicidad». Y como quien pierde de vista en un naufragio todo aquello que no sea la luz procedente de un faro, Panegyotis «ya no trabaja; no se preocupa ni de los meses ni de los días», «vagabundea por la comarca evitando las carreteras anchas; se mete por los campos y los bosques de pino, así como por los desfiladeros de las desiertas colinas», allí donde encuentra que los dorados de las luces y los verdes de las sombras son «los mensajes en los que se descifra la hora y el lugar de la próxima cita con las hadas».

El sortilegio de amor de los desconocidos dioses, el cual, a pesar de la locura (o precisamente por ella), le parece al comerciante extranjero preferible a su «aburrimiento y vacío», no es sino el arrebato por la fascinación de la belleza, y no otra cosa que la belleza es lo que de sí muestra la naturaleza cuando se ofrece en los rostros de esas hadas maléficas, seductoras que embrujan a aquel al que ofrecen sus vientres desnudos y sus piernas doradas. Recordamos de entre muchos a Belerofonte, que terminó aislado y loco después de haber naufragado en el mediodía de luz que es gozar en compañía de los dioses. También a la joven fascinada por lo desconocido, Corónide, que conoció el amor de Apolo.

Sobre estas formas femeninas que gravitan en el aire, respiran en la brisa y sólo a medias o huyendo se dejan ver, Yourcenar imagina en otro cuento que su baile arrastraba a los niños al borde de precipicios, donde sus pesos no podían sino dejarse caer; o bien estremecían al joven que, habiendo bebido de una fuente, «regresaba al pueblo sin aliento, tiritando de fiebre y con la muerte en el cuerpo». Sin embargo, los campesinos las querían como querían la luz, los manantiales y las riberas de los ríos, y «les perdonaban sus fechorías igual que se le perdona al sol cuando descompone el cerebro de los locos, y al amor que tanto hace sufrir». En el mismo cuento, la muerte de las diosas y, con ella, un cierto viraje en la época, se plasma en la figura de un monje anacoreta: él es quien vela en entrada de la gruta la muerte de las ninfas, consolándose de su propia renuncia con el pensamiento de que, sin su estricta vigilancia, esos seres de aire volverían a manifestarse en bosques y prados, encantando con su amor y su belleza a los pastores perdidos en tal soledad.

El hombre que amó a las Nereidas, en Cuentos Orientales, Alfaguara, Madrid, 1985.

Hölderlin, La muerte de Empédocles, Escena séptima.

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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