Viajo en un mercancías de la Southern Pacific. Son las siete y media de la tarde, y el Silbador salió a las diecinueve horas de L.A. Hace un frío terrible. Dos vagabundos calientan su cena en un viejo hornillo de petróleo.

Un viejo indio, taciturno y de rostro hermético, me observa con ojos de piedra. Mi saco de lona parece haber acaparado toda su atención.

Soy el único que lleva tabaco, así que invito a los vagabundos cada vez que enciendo uno. Sorprendidos, aceptan la invitación en silencio. El viejo indio no fuma. Nos mira impasible desde el otro extremo del destartalado vagón. Sentado, y con una vieja y raída manta del ejercito de Salvación sobre los hombros, me parece que, al ver a tres tipos blancos estrafalarios y hambrientos, contiene una sonrisa.

Mi ropa es de segunda mano, limpia pero llena de remiendos.

Volamos a cien kilómetros por hora, y por entre las rendijas del viejo vagón de madera se cuela un aire gélido. Los vagabundos se levantan y hacen flexiones para no perder calor.

De mi bolsa de marino saco una botella de whisky. Doy unos tragos y se la paso a uno de los vagabundos. Un tipo alto y amojamado que lleva un viejo abrigo ennegrecido por el hollín y las noches al raso. Da un par de tragos, le pasa la botella a su compañero y me dice: “El Fantasma de medianoche” marcha de L. A. a las siete y llega a Frisco por la mañana. Bill y yo siempre lo tomamos para ir a Frisco. Pero hace un frío terrible mientras sube como una exhalación por la costa. ¿Verdad Bill?

Bill asiente entre dos tragos. Es un tipo silencioso y de aspecto tímido y amable. El indio nos mira, enigmático como un brujo navajo, y adivino su divertida curiosidad, disimulada tras un rostro atezado y duro.

El vagón suena como una traqueteante melodía bop. Me meto en el saco de dormir y apoyo la cabeza en mi vieja bolsa de marinero. Al amanecer en Frisco…

Gatita insular, estos días ando releyendo, por enésima vez, a Kerouac. Es mi manera de viajar por los EUA de finales de los cuarenta. Tú, estás tan ricamente en primavera, pero yo, con el cuerpo frío a causa del invierno, y el corazón helado y reseco por tus desdenes, viajo por donde quiero. Desde casa, y algo colocado, viajo, escribo y te evoco en la distancia.

Me han contado que en tu subtropical isla las nativas vais siempre en taparrabos y estáis todas buenísimas. Que sois unas amantes maravillosas ¿Es cierto? ¿Me han tomado el pelo?

El viejo indio no se ha movido ni un milímetro. Insondable, con su viejo sombrero de hongo, que luce dos plumas blancas, parece dormitar, impasible a todo lo que lo envuelve.

El interminable convoy silba en la oscuridad. Sin salir del saco, me siento y miro por entre las rendijas del vagón. La noche ha ganado terreno al dejar atrás las luces de la ciudad, y el Silbador remonta California a toda máquina. Las estrellas brillan vacilantes al ritmo del tren, y la noche es fría y maravillosa.

Mañana estaré cómodamente instalado en la granja alquilada por Merylou en las colinas próximas a Frisco. Lleva meses allí. Cultiva marihuana y la vende entre los hipsters de la bahía y los universitarios de Berkeley.

La tibia y suave Marylou, y su dulce acento sureño, me esperan desde hace semanas, pero por culpa de Roy me quedé atascado dos semanas más en L. A. Roy andaba enloquecido por la ciudad, bebiendo vino de oporto californiano y ligando con todo lo que se moviera.

Andy, su mujer, una rubia amable y despampanante, nos pidió a Frank y a mí que lo buscásemos y se lo lleváramos de vuelta a casa. Tardamos una semana en localizarlo, y otra en convencerlo. Su mujer, y Mae, su hijita de cinco años, lo esperaban en su pequeño apartamento del centro.

El tren zumba costa arriba. Uno de los vagabundos sale de su oscuro rincón y apaga la vieja lámpara de petróleo que había colgado del techo. El vagón se hunde en las tinieblas.

Me castañetean los dientes, y fumo pensando en la tibia cama de Marylou. En su media melena caoba. En sus cálidos y grandes ojos. En “The Place”, el viejo café lleno de poetas e intelectuales hiperactivos. En sus enloquecidas y delirantes juergas de bencedrina y alcohol por las colinas que rodean Frisco…

Debes saber, agraciada sirena atlántica, que, en el vagón desolado y frío donde viajo, ese traqueteante, ruidoso y bello vagón de Kerouac, se te hielan las entrañas. Bebo whisky barato a causa del frío, o sea, la antítesis de tu bella primavera insular. Allí, seguramente os lo bebéis con hielo, pero en estos pagos,  por donde me toca viajar unos días, lo bebemos a palo seco. A gollete o a morro, según quién lo cuente.

Cuando se me contagia el frío del texto lo dejo estar unas horas. Para regresar al glacial y trepidante viaje con renovados bríos, me fumo un par de globos de maría vaporizada.

Un intermedio que me hace pensar en tu cálida isla, en tus cálidas miradas, en tu bonito trasero, porque, dadas las circunstancias, suelo verte más de espaldas que otra cosa. Resultado: tienes un culo que me cae bien. He llegado a comprenderlo en toda su extensión. Incansable, recorro sus interminables simetrías. Tan redondito y bien puesto.

En el Silbador o Fantasma de Medianoche, según el vagabundo que te lo cuenta, hace un frío de mil demonios; sobre todo cuando enfila la costa Norte de Gavioty y sigue la línea de la rompiente. En los tramos rectos alcanza los ciento treinta por hora, entonces los vagones rechinan enloquecidos.

Al Fantasma de Medianoche, lo llaman así porque se coge en L.A. por la tarde y nadie te ve hasta que llegas a Frisco por la mañana.

Hace un rato que hemos pasado Margarita, y el Silbador deja la costa, pierde velocidad y se adentra en las montañas.

Llevo puesta toda la ropa de abrigo que tengo. La gorra con orejeras y forrada de lana, los guantes de ferroviario, y el viejo chaquetón de la marina, aun así, y sin salir del saco, el aire corta como un cuchillo.

Los vagabundos han encendido de nuevo su lámpara de petróleo. Caminan por el vagón y se golpean hombros y muslos para entrar en calor.

El viejo indio sigue inmutable, no habla, no hace ni un gesto, parece estar en trance. Sin un mover un músculo, con su raída manta sobre los hombros y ajeno al viento, que, dentro del vagón, sopla en todas direcciones. A las plumas de su sombrero tampoco parece afectarles. No se mueven. Es un hecho extraordinario.

Doy unos tragos y le paso la botella Bill.

-Pues si muchacho -me dice, cogiéndome del brazo entre trago y trago. En el Fantasma, las noches de invierno son un infierno. El viento se te mete en las entrañas. Cuando sientes que el frío te llega al corazón, buen whisky y ejercicio. Te lo dice el viejo Bill, muchacho.

Mirando al viejo indio, continua: Si muchacho, los únicos indios que viajan en trenes de carga son los fugitivos y los hechiceros. Y éste, pinta de fugitivo no tiene. Por lo poco que sé, los hechiceros suelen viajar de comunidad en comunidad. Recorren grandes distancias, y son respetados y temidos por los de su raza. Suelen celebrar las ceremonias del Peyote. Curan enfermedades, dan consejo, y son solitarios y evasivos. Lo más peligroso de un chamán indio es su calabaza. Sólo ellos pueden manipularla. Si tocas su calabaza y no eres brujo el infierno se cernirá sobre ti.

Esto último, Bill lo dejó caer recalcando lentamente las palabras. La presencia del indio parecía inquietarlo…

Creo, mi añorada beldad aborigen, que, en tu isla dorada estos días ha llovido a cántaros, así que dentro de unos días se cubrirá de verde pradera. Lucirá un bello mantón que la protegerá de la brisa marinera.

Y tu ciudad, tanta veces teñida de un gris macilento, a la luz de las farolas se contemplará limpia, fresca y reluciente, y, te aviso, intentará competir con el brillo de tus ojos. Aunque sea en vano, bella nativa, lo intentará.

Los trenes de carga de la época en que viajo son inhóspitos y desangelados, y, es curioso, los viajeros parecen no serlo, vagabundos o no, suelen ser tipos duros y soñadores, y, por lo general, amables y cálidos en el trato.

Cuentan historias de hombres solitarios que recorren el país en trenes de carga. “Vagabundos del Dharma” que trabajan esporádicamente aquí y allá. Son, seguramente, hombres que, a causa de la gran depresión económica que asoló el país en aquella época, se lanzaron a la carretera en los años treinta. Se engancharon a esa vida y ya no pueden dejarlo. No sabrían, y probablemente, aunque pudieran, no cambiarían de vida.

Te supongo disfrutando de fríos y tropicales zumos de frutas, yo, en cambio, sólo té y jarabe para la tos.

Días solitarios. Islas y trenes. Un poco de marihuana y palabras.

Pero…, aunque estés tan lejos, te tengo aquí, a mi lado. Te evoco, te pinto y te recorro.

-¡Muchacho! ¡Muchacho!

La voz de Bill me saca de mi dulce sueño por las colinas de Frisco. El tren ha reducido un poco la velocidad.

-Estamos cerca de la ciudad muchacho. Recoge tus cosas y prepárate. ¿No tendrás un poco de whisky por ahí?

La botella ha rodado por el vagón y he de levantarme para buscarla. Comienza a amanecer, y la luz empieza a colarse por las carcomidas rendijas, aunque no lo suficiente. Bill enciende la desvencijada lamparita. El viejo indio sigue en el mismo sitio. Con su inescrutable mirada clavada frente a él.

Recojo la botella, que, a causa de la pendiente, había llegado hasta un rincón. Doy dos largos tragos y se la paso al viejo Bill, y, de un soberbio lingotazo, se ventila medio cuarto de litro.

Saltaremos cuando el tren casi se detiene en el nudo ferroviario, justo a las afueras de Frisco. Miro al exterior por un resquicio, no se ve nada, y el viento es húmedo y cortante, y la densa bruma de la bahía se ha adueñado ya del paisaje.

Entre los tres, apuramos la botella en dos rápidas rondas. Tengo el frío metido en el alma.

Me quedan dos dólares en el bolsillo. Más que suficiente para el desayuno y la llamada a Marylou. Bajará de las colinas en su destartalada furgoneta para recogerme.

Por las rendijas se va colando la bruma de la ciudad. A los pocos minutos una densa niebla se ha apoderado del vagón. No se ve nada que esté a más de dos metros.

-Muchacho -me dice Bill, estirando el brazo para pasarle la casi vacía botella a su compañero-: “Cuando llegue el momento, tiras tus cosas y saltas del vagón. Hacia arriba. No mires al suelo y salta hacia arriba. Es más fácil caer de pie si saltas hacia arriba. Salta justo después de nosotros. Con esta niebla puedes romperte la crisma si no saltas en el momento adecuado.

Antes del nudo ferroviario tenemos un kilómetro de recta con el tren a poca velocidad, es el mejor sitio. Los guardafrenos y los vigilantes pueden verte a partir del cambio de vías. Hay que saltar antes, es más seguro.”

El vagabundo alto y reseco -que se ha levantado, algo más animado después de unos tragos- abre la pesada compuerta del vagón unos minutos antes de que el Silbador aminore la marcha, y una ráfaga glacial nos traspasa de arriba abajo.

-Muchacho –me dice Bill-. Justo al otro lado del cambio vías, junto a la gasolinera del viejo Ed Dunkel, hay un restaurante barato donde van a comer los guardafrenos. Puedes llamar a tu chica desde allí.

-¿Cómo sabe que hay una chica? –le pregunto sorprendido.

-Repetías su nombre en sueños muchacho –respondió, atusándose el denso mostacho-. Debes quererla mucho para atreverte a coger el Silbador en pleno invierno.

Paseaba inquieto de un lado a otro del vagón cuando me di cuenta que el viejo indio había desaparecido.

Bill –le digo, algo asustado- el viejo indio no está.

-Se ha esfumado en la niebla. Pero sigue ahí. Algunos hechiceros son capaces de esconderse tras la niebla. Bajará tranquilamente cuando el Fantasma acabe su trayecto y nadie reparará en él.

Me han contado que hay chamanes que pueden moverse usando la niebla como nosotros lo hacemos con el Fantasma de Medianoche –me contesta en tono misterioso.

El tren aminoraba lentamente la velocidad.

-Bueno muchacho, aquí nos despedimos –dijo el tipo alto y desgarbado.

Pareció entrarles mucha prisa. Sin esperar al nudo de vías donde en convoy casi se detiene, arrojan sus bultos y saltan.

Quedarme a solas con el viejo indio era algo superior a mis fuerzas. Sin pensármelo ni un segundo, tiro mi viejo saco de lona y salto a la cuneta.

Caigo mal y ruedo unos metros entre las piedras. Me levanto rodeado de una bruma impenetrable.

Recojo mis escasas pertenencias, y, cuando quiero darme cuenta, los dos vagabundos y el Fantasma de Medianoche han desaparecido en la penumbra.

Cruzo las vías hasta llegar a una solitaria carretera de los suburbios, y camino en dirección a la ciudad pensando en Marylou. En un magnífico desayuno con café muy caliente y bollos de crema. Al poco, las luces de la vieja gasolinera se recortan entre la niebla…

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