“El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”
(A. Gramsci).
La lectura de la obra Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia, de la profesora de la London School of Economics, Lea Ypi, invita a reflexionar sobre la conmoción que sacudió hace tres décadas a la antigua Unión Soviética. En el libro, una preadolescente Lea observa con estupor la grave crisis social, política y económica que asola su país, Albania, y la nueva fórmula que, como bálsamo de Fierabrás, prometía curarlo todo: la terapia de choque. Se trataba, como en la psiquiatría, de aplicar en el cerebro de la “loca” economía planificada unas descargas eléctricas para aliviar los síntomas de su grave enfermedad mental. La terapia se estaba aplicando en Rusia y consistió en un programa ortodoxo de estabilización, la fórmula del Consenso de Washington, que «recomendaba» estabilizar, liberalizar y privatizar la economía, rápida y simultáneamente, para pasar del modelo económico de la extinta URSS al sistema capitalista de la Federación Rusa.
En el tiempo transcurrido entre los sucesos relatados por Lea Ypi y la actualidad, el neoliberalismo ha incumplido sus promesas de prosperidad y bienestar en el mundo occidental, dando lugar a una desconfianza generalizada en el sistema político y en la teoría económica que las sustentaba. En los territorios del espacio postsoviético se ha consolidado un caso canónico de “implantación del subdesarrollo”. Casi de forma simultánea a la publicación del libro de Lea Ypi han aparecido varios textos que permiten abordar el giro ideólogico de dos personajes que tuvieron un papel destacado en los hechos narrados por su implicación en la defensa del sistema capitalista y que ahora reniegan de sus antiguos postulados.
Con el enunciado que da título a este artículo se quiere poner de manifiesto tal giro y señalar al politólogo Francis Fukuyama quien, en 1989, declaró el “fin de la historia” y, en 2022, convocaba a los “desencantados” del liberalismo; y al economista Jeffrey Sachs, que, a principios de la década de los 1990 era partidario de la transición rápida al capitalismo y ahora reclama el fin de la pobreza como medio de lograr un mundo más próspero y seguro.
Como es sabido, en la primavera de 1985 se produjo en la Unión soviética una alteración del orden vigente, sustentada en dos promesas: una política de transparencia (glásnost) y una política de reconstrucción económica (perestroika). Desde una óptica casi keynesiana, el viceprimer ministro económico del gobierno soviético, Grigori Yavlinski, abogaba por una transición gradual, controlada por el Estado, y un “Plan Marshall”, introduciendo paulatinamente los mecanismos de mercado para salvaguardar al Estado y sus programas sociales. La reforma fracasó y su artífice, Mijail Gorbachov, dimitió en 1991, siendo reemplazado por los partidarios de una rápida transición al capitalismo. En octubre de ese año, a pocos meses del fallido golpe de Estado, la ley de la oferta y la demanda colocó a Boris Yeltsin en la cima del poder, como sentenció Manuel Vázquez Montalbán.
En 1992, el primer ministro en funciones, Yegor Gaidar, promovió la aplicación de la “terapia de choque”. A las medidas de estabilización se unió la mayor transferencia de activos públicos a manos privadas de la historia. Con el objetivo teórico de crear una nueva clase de propietarios que apostaran por el nuevo sistema capitalista, Anatoly Chubáis, viceprimer ministro de la Federación Rusa, se implicó en la tarea con celo religioso, como refiere David Hoffman, entonces jefe de la oficina de Moscú de The Washington Post. En 1996, Yeltsin promulgó la segunda ola de privatizaciones para atraer capitales transnacionales, pero del caos generado por la rapidez con que se llevó a cabo surgió la oligarquía, que se apropió de las empresas estratégicas del Estado y las riquezas naturales a bajo precio.
La terapia de choque neoliberal tuvo resultados desastrosos. Se infravaloró y se vendió, o se perdió, casi toda la industria, cayó la moneda, provocando una elevada inflación y la erosión de los ahorros de la mayoría de la ciudadanía; el desempleo aumentó drásticamente y se suprimieron las subvenciones públicas, sumiendo a gran parte de la población en la pobreza. Al finalizar el siglo, la nueva clase de industriales y banqueros que se había enriquecido mediante la corrupción, el engaño y el saqueo, acaparando un enorme poder, se alió con Borís Yeltsin para nombrar primer ministro a Vladimir Putin, un oscuro ex agente del KGB, confiando en su lealtad y sin advertir que estaban creando un monstruo que pronto serían incapaces de controlar.
En 1989, al hilo de los acontecimientos que se estaban produciendo en la Unión Soviética, Francis Fukuyama publicó un breve artículo que contenía una provocadora hipótesis: la democracia liberal podía constituir “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad”, la “forma final de gobierno”, y que como tal rubricaría “el fin de la historia”. El artículo dio lugar al libro The end of History and the last man, editado dos años más tarde con gran eco mediático, en el que abundaba en la misma idea. Fukuyama consideraba que la democracia liberal en lo político y el capitalismo en lo económico eran el último eslabón de la historia evolutiva de las ideas. Según Fukuyama, la nueva etapa del hombre posthistórico, “el último hombre”, que se iniciaba con el fin del modelo comunista conduciría a un mundo de paz y prosperidad en el que los avances científicos y tecnológicos marcarían el curso de la historia, y donde las relaciones internacionales se basarían en el “dulce” comercio, sin guerras, ni conflictos étnicos o territoriales.
En 1999, al cumplirse el décimo aniversario de la publicación del artículo mencionado, Fukuyama seguía defendiendo su provocativa hipótesis, imputando los equívocos que había suscitado a una cuestión semántica. Muchos lectores, escribió, no comprendieron que aludía a la historia en su sentido hegeliano y marxista de evolución progresiva de las instituciones políticas y económicas humanas, pero sustituyendo el socialismo como final del proceso por la democracia y la economía de mercado. En su última obra, publicada en 2022, El liberalismo y sus desencantados. Cómo defender y salvaguardar nuestras democracias liberales, vuelve a incidir en que el concepto de fin de la historia no se refería a que no sucedería nada más, sino que buscaba legitimar al liberalismo como “la forma política definitiva en la historia”. En su defensa del liberalismo, “una doctrina que protege los derechos individuales y limita el poder del Estado”, sostiene que las políticas llevadas a cabo por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, apoyados por economistas neoliberales como Milton Friedman, lo distorsionaron provocando un grave deterioro de las condiciones económicas y sociales.
A la vez que Fukuyama profetizaba el fin de la historia, en 1990, Jeffrey Sachs formaba parte del comité de expertos que, en nombre del Instituto de Harvard para el Desarrollo Internacional, recomendó la terapia de choque de resultados letales para Rusia. En la actualidad, Sachs es el director del Centro para el Desarrollo Sostenible de la Universidad de Columbia y presidente de la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de la ONU, y niega cualquier tipo de responsabilidad en la catástrofe producida por las políticas implementadas. Su objetivo, sostiene ahora, no era asesorar en materia de privatización, que estaba a cargo de Andrei Shleifer, otro miembro del mismo instituto, sino realizar “un experimento controlado”, para evitar la crisis social y geopolítica, provocada por la disolución de la Unión Soviética.
En su descargo, Sachs arguye que siempre defendió la ayuda financiera de Occidente a Rusia y la aprobación por parte de Estados Unidos de unas medidas que, en el caso de Bolivia y Polonia, habían sido exitosas, pero tanto la ayuda como las medidas fueron rechazadas en los casos de Gorbachov y Yeltsin, porque en la Casa Blanca “dominaban la política y la geopolítica, no la buena economía”. Sachs recuerda que a comienzos de la década de los 90, el objetivo de los neoconservadores Richard Cheney, Paul Wolfowitz y Donald Rumsfeld era provocar nuevas guerras tendentes a eliminar a los países aliados de la antigua Unión Soviética. La guerra en Ucrania sería, en su opinión, el último eslabón de un proyecto de efectos devastadores para países como Irak, Siria o Libia y un desastre económico para Estados Unidos. También niega que se inclinara por una transición rápida y no gradual, como sostienen sus críticos desde la academia, motivados, en su opinión, por razones políticas y no por análisis objetivos.
Pero sus trabajos de la época desmienten rotundamente tales afirmaciones y lo muestran como el hombre de las dos caras, como lo ha calificado J. Wilson: el adalid de una forma brutal de ingeniería de libre mercado llamada “terapia de choque” (Dr. Shock) y el experto “evangélico” en desarrollo y “salvador” del Tercer mundo (Sr. Aid). Entre 1990 y 1994, Sachs defendió reiteradamente que Europa del Este debía dar un salto rápido y espectacular hacia la propiedad privada y al sistema de mercado, estabilizando los precios y disciplinando a las empresas estatales mediante la privatización. La insuficiencia de los ajustes presupuestarios y la política monetaria contractiva para detener la alta tasa de inflación, dejó escrito, debía paliarse mediante el control de salarios, impidiendo los contratos laborales indefinidos, la indexación de salarios y los ajustes salariales automáticos a la inflación pasada. Los dramáticos efectos de tales políticas en términos de despidos y quiebras serían transitorios porque el creciente sector privado absorbería a los trabajadores excedentes.
En definitiva, la profecía de Fukuyama fue desmentida muy pronto y el mundo no es más pacífico y próspero que en 1989, pero “el fin de la historia” puso las bases de la doctrina económica neoliberal dominante durante las últimas décadas, y la “terapia de choque” constituyó su aplicación práctica en buena parte del mundo. Lo que se acabaron fueron las certezas, y las Guerras yugoslavas (1991-2001), la invasión y ocupación de Afganistán en 2001, como respuesta al 11-S, la guerra de Iraq en 2003, la invasión rusa de Ucrania y la apocalíptica respuesta israelí al ataque del 7 de octubre de 2023, muestran que la única manera de salvar el futuro es un renacimiento de la historia.
*Fuente: https://www.elsaltodiario.com/neoliberalismo/fin-historia-desencantados