Las nuevas generaciones reivindican la vuelta a la agricultura tradicional. De estudiar derecho a vivir en medio de la naturaleza cultivando para el consumo propio.
Este es el cambio que ha experimentado en los últimos meses Dune Guinard, una joven francesa de 22 años que, aburrida de vivir en la ciudad –primero en París y después en Marsella–empezó a hacer de voluntaria a través de la red WWOOF (World Wide Opportunities on Organic Farms), una plataforma mundialde voluntariado en granjas orgánicas mediante la cual cualquier persona puede vivir durante una temporada en una propiedad agrícola, ofreciendo su trabajo a cambio de alojamiento y comida, y que se ha consolidado como una nueva forma de viajar, basada en la solidaridad, el intercambio cultural y el ecologismo especialmente entre el público joven.
Después de haber realizado un voluntariado en otras dos granjas, Dune se encuentra actualmente en la Horta de Belloch, un proyecto agroecológico situado en una finca de 120 hectáreas, con una masía en la localidad catalana de Cardedeu, ideado hace poco más de dos años por Clio Van Kerm, una chica belga de entonces 25 años, y Claudia Nieto, vecina de Cardedeu, de 26, cuando se conocieron precisamente siendo wwoofers en Australia. Ayudados por los voluntarios –normalmente tienen dos o tres y se quedan como mínimo un mes– y por algunos locales del pueblo, Clio y Claudia, además de trabajar en el huerto, cultivan también frutos del bosque, hacen pan y crían gallinas y ocas. Después, todos los productos obtenidos son de consumo propio, pero también los venden a través de cestas y hacen cáterings para empresas locales.
El proyecto de la Horta de Belloch está basado en la permacultura, la ciencia-filosofía surgida en Australia por la que las dos chicas visitaron el país. Desarrollada en los años 70 por Bill Mollison, profesor de la Escuela de Diseño Ambiental de Hobart (Tasmania) y un joven estudiante de la misma, David Holmgren. El concepto nació como una propuesta de diseño de ecosistemas, que proponía métodos prácticos para asegurar alimentos a largo plazo, renunciando a los métodos industriales convencionales de cultivo, basados en el monocultivo y con un elevado uso de pesticidas contaminantes, perjudiciales para la biodiversidad. Después de un gran impacto mundial en las dos décadas siguientes, sin embargo, la permacultura evolucionó hasta una vertiente más social, hasta ser considerada una forma de vida, una concepción ética que promulga la armonía entre los humanos y su hábitat natural a través del trabajo sostenible que pueda combatir el cambio climático y el agotamiento de las bases energéticas vigentes.
En esta línea se manifiesta Dune, que reivindica que le gusta estar en el campo porque simplemente le encuentra más sentido que la vida en la ciudad. «No le veo el sentido a ir a una oficina, que te manden hacer algo y que te paguen por ello. Yo el sentido lo encuentro trabajando fuera, en un sitio como este, con gente, con animales, con plantas, con mis manos…’», reflexiona: «Es empoderador y así ves las consecuencias directas de lo que haces», añade, aunque admite que seguramente la mayoría de los jóvenes de su edad tienen una concepción muy distinta a la suya.
En Catalunya, la agricultura ecológica aumentó un 70% en tan solo cinco años. Según el Departamento de Agricultura de la Generalitat los cultivos de este tipo pasaron de ocupar 83.500 hectáreas en 2010 a más de 142.000 en 2015, un incremento mucho más alto que la media española, del 22%, y europea, 21%, del mismo periodo. Y es que cada vez son más los que se interesan por el consumo de alimentos ecológicos y de proximidad, aunque se atribuya a una moda, la de comer sano y tener una vida saludable, y a pesar de los altos precios en comparación a los productos convencionales.
En este contexto, dándose la novedad del fenómeno en los entornos urbanos, se han popularizado los huertos urbanos, espacios que funcionan como oasis verdes en medio de la ciudad en los que algunos vecinos deciden cultivar sus propios alimentos. Uno de ellos es el Espai Germanetes, un antiguo solar en desuso del Ayuntamiento, situado en el cruce de las calles Comte Borrell y Consell de Cent, y que ahora es autogestionado por los vecinos del colectivo Recreant Cruïlles, que lo definen como un ejemplo de propuesta urbanística de participación ciudadana que, alegan, choca con la frecuente privatización de los espacios públicos de la ciudad.
Un grupo de entre diez y quince jóvenes en su veintena se reúnen allí cada tarde, la mayoría de ellos son del barrio y se conocieron aquí: «Nos gusta venir porque estamos tranquilos y es como un espacio que es nuestro, aunque somos un grupo abierto, aquí viene quien quiere. Al principio había otra gente completamente diferente y hemos ido cambiando», comenta Adrián. Por su parte Enric, uno de los más veteranos del proyecto, comenta que los jóvenes no se implican en el cultivo ecológico normalmente por iniciativa propia, pero que los espacios comunitarios como este les permiten adentrarse en este mundo que de otra forma seguramente no habrían conocido. Algunas de estas tardes Enric saca herramientas del almacén, y algunos de los jóvenes se levantan de sus sillas y él les enseña cómo usarlas.
Como excepción a la regla, sin embargo, entre los jóvenes se encuentra Guillem, estudiante de Producción Ecológica en Manresa, de 22 años. Conoce el terreno y su discurso es muy claro: «La agricultura ecológica, la antigua, la tradicional, es la forma en que podríamos sostener la población mundial si más o menos cada uno tuviéramos un poco de tierra y no dependiéramos de subvenciones», explica, basándose en la idea de que la independencia empieza por la autosuficiencia, y remarcando que cualquiera puede cultivar alimentos, aunque sea en el balcón, y que realmente no requiere más de una hora diaria. «Nos mintieron y destruyeron la naturaleza para cultivar productos veneno que luego nos comemos, con empresas como Monsanto, nos estamos comiendo la misma infertilidad», lamenta. Pero Guillem es optimista porque cree que entre la población empieza a darse cuenta de la necesidad de replantear la industria alimentaria vigente y volver al método tradicional para conseguir un mayor respeto por la tierra y todos los seres que viven en ella. Augura que aunque cuesten de movilizar, serán los jóvenes los que se encargarán de hacer este cambio «Si a un niño pequeño se le enseña a cuidar de sus propias plantitas ya está solucionado», concluye.
Otro huerto urbano barcelonés es el Hort Xino, en el barrio del Raval. Se creó en 2009 después del desalojo del centro social Reina Amalia, pero después de tantos años de ocupación, en febrero pasado se manifestaron los propietarios del terreno. Hubo la primera denuncia al solar en todo ese tiempo por ratas, vino un inspector que se limitó a observar el huerto desde el exterior y confirmó el problema, y la propiedad delegó la desratización a una empresa que destrozó completamente el espacio. Desde entonces, cuenta Thiago, joven de origen italiano de 22 años, los participantes del huerto están llevando a cabo un proceso de recuperación con jornadas de trabajo y actividades culturales para movilizar el máximo de gente y poder reactivar el espacio. «Pero el problema no es plantar, sino que las hortalizas y las plantas comestibles se tienen que plantar en bancales de cultivo porque esta tierra ahora está contaminada. Entonces se tiene que sacar de aquí y reutilizarla, y esto es mucho trabajo», lamenta.
Participar de alguna forma en la agricultura ecológica, ya sea en un granja, en un huerto urbano, o comprando productos, permite saber qué es lo que se está comiendo a la vez que se rechaza, de alguna forma, las industrias alimentarias predominantes, basadas en la explotación de la tierra y la búsqueda del máximo beneficio. Así lo creen desde el Skamot Verd, el grupo ecologista de estudiantes de biología de la Universidad de Barcelona que cultivan un pequeño huerto, ocupado en un parking por estudiantes hace ya unos veinticinco años, al lado del edificio de la facultad. «Tener un huerto urbano es un acto reivindicativo porque no consiste solo en cultivar hortalizas ecológicas y desafiar la industria alimentaria vigente sino también en ocupar un espacio», explica Marina, estudiante de 3r curso. Además, la agricultura ecológica permite «tener una relación mucho más estrecha con lo que comes porque te ayuda a reconectar con la naturaleza y a ver que la comida no sale mágicamente de la nada», añade Laura, de 2º, quien opina que si ahora hay más gente interesada en ella no es solo porque esté de moda sino también porque está más informada y concienciada de los riesgos que presentan según qué productos. Dani, también de 2º, por su parte, concluye mirando a su alrededor: «Hoy está todo tan organizado que en las ciudades cuesta encontrar un espacio como este. Delante de mi casa, antes, era todo campos. Hace cuánto, ¿treinta años? Y ahora, con tanto edificio, cuesta poder hacer una cosa tan simple como sentarse en el césped. La gente lo echa de menos».
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(Sabadell, 1995). Estudió Periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona y escribe sobre cultura, género y política. Actualmente, trabaja como escritora, traductora y Community Manager "freelance".