El jugador de ajedrez acorralado siempre está dispuesto a sacrificar piezas, por muy preciadas que sean, para mantener alguna esperanza. Es así como a veces se ve obligado a ceder un alfil, un caballo o hasta la mismísima reina con tal de ganar tiempo y evitar el temido jaque mate. Lo que nunca haría, por absurdo, es sacrificar al rey en mitad de la partida. Una jugada inverosímil que al parecer ha sido la última opción posible para mantener el enroque lampedusiano que se viene gestando en los últimos meses en España. Una estrategia sin duda arriesgada para los defensores del régimen surgido de la transición y que puede tener efectos contraproducentes si lo que consigue al final es que el temido contrincante acabe tomando consciencia de ser más fuerte de lo que imaginaba.

Y es que desde el pasado domingo una desorientación esperpéntica parece haberse adueñado de las mentes biempensantes de este país, hasta llegar al borde de la catarsis con la abdicación hoy del ciudadano Juan Carlos de Borbón, que prefiere una de esas jubilaciones anticipadas que tanto desagradan a Montoro, al exilio forzado por algún expediente de regulación de empleo. De este modo, el espectacular, aunque esperado, crecimiento de Izquierda Unida en las pasadas elecciones europeas, pero especialmente la irrupción de Podemos, estrella fugaz para unos, terremoto político para otros e incógnita de futuro para todos, parece haber terminado por hacer estallar el nerviosismo de los estadistas más fríos y los analistas más avezados.

Lo cierto es que aquellos que hasta ahora no veían más allá de sus narices estadísticas, económicas o electorales, sin prestar atención a la deriva política y al profundo malestar social que arrastra España desde hace más de un lustro, se han dado ahora de bruces con un poco de realidad y han quedado espantados. Y las reacciones han sido patéticas, con un Alfredo Pérez Rubalcaba pidiendo permiso a sus “barones” para hacer unas primarias que permitan convertir a Carmen Chacón o a Susana Díaz  en unas nuevas Juanas de Arco, mientras Joaquín Almunia respalda en Bruselas al conservador Jean-Claude Juncker. O un Mariano Rajoy anunciando menos impuestos para los empresarios y más cárcel para los adolescentes que cuestionen soezmente  en twitter los recortes de becas de Wert. Hoy el mismo rey que no tuvo empacho en arrebatar  la corona a su padre con el apoyo de un sanguinario dictador, se suma a la tendencia y cede el trono a su hijo tras comprobar impotente como mes a mes la guillotina de las encuestas no cesaba de caer sobre su regia cabeza.

Ahora la maquinaria comienza a desgranar el nuevo relato para el ciudadano Felipe de Borbón y su primera reina de clase media, a la que han terminado regalando un trono en el décimo aniversario de boda. Y mientras tanto, Felipe González y otros sabios del lugar nos advertirán de que nos acechan los bárbaros disfrazados de bolivarianos, chavistas que amenazan con transformar España en un Can Vies pendiente de desalojar por la autoridad competente si nos descuidamos. Porque a lo que se ve, el rabo y el olor a azufre vuelven a estar de moda en este país que ya se prepara, como espera Juan Luis Cebrián, para recibir con pétalos de rosa el gran pacto entre PP y PSOE que devuelva la estabilidad a esta rejuvenecida monarquía bendecida por la troika y a salvo del caso Urdangarin.

Claro que a veces las cosas no ocurren como se espera. En ocasiones sucede como en aquel poema de Kavafis, en el que después de anunciar durante largo tiempo la amenaza de los bárbaros, los habitantes de una ciudad se quedan frustrados y decepcionados al comprobar que los temidos enemigos nunca llegan, ya que, según algunos rumores, ni siquiera existen. Y es que para muchos, llegados a un punto, los bárbaros son la única esperanza.  La duda es saber si ese punto ya ha llegado y se aproxima un inminente jaque mate.

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