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Ilustra Evelio Gómez.

El lobo ya no es el mismo. Elude la compañía de la manada y ni los ronroneos amorosos de la loba lo sacan de su ensimismamiento melancólico. Está triste, no aúlla ni deja con su rastro mensajes de amor a su hembra. No corre entre las jaras detrás de las presas ni gruñe a otros animales para defender su territorio, y se muestra renuente con sus deberes de macho alfa. No es remordimiento, en su naturaleza está actuar como actuó, el instinto animal no sabe de culpas. Durante semanas había acechado a la hermosa niña. Soñaba –los lobos también sueñan- con aquellas tiernas y sonrosadas carnes entre sus afilados colmillos. Se preguntaba qué sabor tendría la idílica presa que nunca antes había probado. Con toda su fuerza animal deseaba aquel trofeo, aquel cuerpo virginal y fragante, pero, sobre todo, le atraía el agradable sabor de lo vedado.

Ahora, en el bosque inextricable una sombra gañe al plenilunio estival. Los rayos de luna iluminan la esponjosa hierba que se humedece con lágrimas. Susurra el viento con un gemido que diríase humano mientras el aulladero se inunda con fragancia de espliego. A la rugosa lengua del animal llega un gusto a salitre, salitre que trae consigo una yodada brisa con olor a algas, mientras los matorrales se mueven cual oleaje de lejanos mares.

Cuando las vagorosas transparencias del alba empiezan a blanquear el paisaje, cuando el tímido sol tiñe la floresta con cromáticas pinceladas que van desde el azul al púrpura, desde el rojo al naranja, cuando se despereza el día y las cuevas y loberas parecen bostezos de la misma Tierra, él camina solo, dejando huellas en el limo original, señales sin retorno, porque ya no volverá a la jauría. El ambarino iris del lobo mira una capa vacía, roja de pecado, pero sus ojos ya no ven, ya no sueñan, ya no desean.

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