El mago de Lublin* nos maravilla por la prestidigitación literaria y escénica, por el mundo en el que individuos muy extraños tienen ideas y consecuencias más extrañas todavía. Un pase ilusorio, el último acto de magia existencial se abre a un desenlace dramático. El escenario es la ciudad de Varsovia y algunos pequeños pueblos polacos a finales del Siglo XIX. El actor principal es Yasha Mazur, “acróbata y nigromante”, quien ha renunciado a su identidad y a las prácticas religiosas judías, que ha eliminado de sí a Dios y ya sólo cree en la propia habilidad para someter a sus decisiones a quienes le rodean (judíos, trabajadores, gente sencilla, parias y ladrones, para todos ellos era una especie de faro deslumbrador). Nadie, hasta que él llegó, había podido jugar con lo mágico en forma tan hábil, despreocupada e insolente; pero Yasha, insinúa Bashevis Singer, lleva en sí mismo su perdición y a ella se precipita apenas pierde el control de sus habilidades.
Teniendo como fondo el “moderado” antisemitismo oficial que se vivía en Polonia, El mago de Lublin es uno de esos libros que quisiera destacar la espiritualidad de los judíos narrando, con suspenso vivencial, la leyenda del “buen pecador”. Sería cándido, por supuesto, ver únicamente al judío, ya que al mismo tiempo el relato se perfila en la continuidad de la tradición literaria yiddish que iniciara Sholem Aleijem (Bashevis Singer escribe en yiddish porque «es la lengua que tiene más palabras para definir a un pobre»).
Yasha distribuye su tiempo entre cuatro mujeres; permanece con ellas únicamente para sostener la creencia de que la que se le entregue merece su amor. Es allí, sobre la naturaleza humana, donde Yasha practica su poder, donde desaparece la voluntad de decisión que, finalmente, acabará volcándose contra él en forma de vacío y aburrimiento.
Aventurero erótico Yasha va de mujer en mujer, buscando la imagen primigenia de sus deseos exaltados. “Iba detrás de las mujeres, pero las odiaba, como el borracho odia el alcohol”. La esposa y las amantes se rinden a Yasha, pero él ni honra ni corresponde a su entrega. A su vez, esta ausencia de correspondencia, enraizada en el hastío esencial de Yasha, engendra desorden y destrucción: “Todo esto me sucede por el gran aburrimiento que sufro”.
Esther es la esposa que sólo obedece, la primera, la última, la más fiel, la que sola, sentada, cosiendo la ropa y los días (Dios había sellado su vientre, como está escrito en el Pentateuco) trata de comprender a dónde va Yasha. Magda cierra los ojos para poder estar con él, es la ayudante en el escenario, la que cambia el programa definitivamente, la única que sacude al charlatán con su última decisión. Zeftel ante quien tiene dudas acerca de lo que es el amor. Emilia es la que corresponde exactamente a la evasión del mago por medio del matrimonio con el cual pretendía consumar el divorcio completo con sus antepasados judíos, algo equivalente al olvido de su engañosa existencia; no obstante, esa boda, lo saben los dos, sería igualmente un engaño.
En realidad lo que mueve a las mujeres es únicamente el fanatismo del que menciona a Dios continuamente porque no lo conoce. Yasha sufre profundamente cuando empieza a reconocerse como charlatán. Esto, y los esfuerzos por salvar su honor espiritual, una vez que la farsa ha concluido, hacen que El mago de Lublin esté muy cerca de ser una novela religiosa. En su humilde soberbia, el personaje está poseído por la idea de Dios: el “enigma de su ser” se va apoderando de él con una irresistible fuerza, casi la misma con la que, a lo largo de la novela, surgen incesantemente las cuestiones de fe o la incredulidad.
En una noche desquiciada, Yasha entrega a Zeftel a un tratante de blancas que la conducirá a Argentina, esto le hará sentir su primer fracaso. De cualquier modo, su primera actuación verdaderamente grotesca se produce en el intento de robo a la casa de un usurero. “Había sido una noche terrible. El miedo le abruma. Sabía en lo más profundo de su ser que la desgracia no quedaría reducida a esa noche. El enemigo que había estado emboscado al acecho dentro de él, a quien Yasha logró rechazar todas las veces con la fuerza y la astucia, con hechizos y encantamientos que cada individuo aprende por sí mismo, le había ganado ahora la mano. Yasha sentía su presencia. Era un dybbuk, un diablo, un enemigo implacable que lo desconcertaría cuando hiciese juegos de manos, que le empujaría cuando pasara la cuerda floja, que lo volvería impotente”. Yasha, con una herida en el pie, descubierto, corre de un lado a otro tratando de persuadir a todos de que su intención no ha sido más que representar un noble papel en aquellos acontecimientos. Al llegar a su casa, en el golpe decisivo, encuentra que Magda acababa de ahorcarse.
La culpa que empieza a asediar a Yasha a causa de la decisión desdichada Magda es la que lo instala en el reconocimiento de su debilidad, hasta entonces sólo había reconocido el ciclo de sus sentimientos desde lo extremos de la tiranía y la desesperanza. En su expiación, Yasha se vuelve anacoreta. Se dedica a estudiar los libros sagrados, se hace construir un cuarto con una pequeña ventana que será todo su contacto con el exterior. La novela concluye en una carta que Emilia le envía: una escena de alivio: de modo que el hombre que había hallado el camino del pecado, reconoce que su magia no era nada comparada con los prodigios de su Dios.
*Isaac Bashevis Singer. El mago de Lublin. Plaza & Janés Editores, 1979.