La cultura occidental está tan homogeneizada que no podemos considerar que persistan en su manifestación rasgos nacionales de ningún tipo. El cedazo anglosajón a reducido todos los contenidos a un código universal cuyo patrón es siempre el dólar.
Y si hablamos del mundo cinematográfico, la cosa se complica debido a que la proporción entre arte e industria es comparable a las partes del iceberg, que muestra un trocito pequeño (la película) y esconde una mole de tramas e intereses económicos tan compleja como cualquier empresa que gestione millones y emplee a cientos de trabajadores.
Pero existe un pequeño rasgo en la cinematografía francesa que persiste con una terquedad más propia de Astérix que de la globalización económica. Se trata de esa capacidad de coger a dos actores y cuatro euros y construir una historia interesante, honesta, creíble y de una calidad artística muy superior a la media.
“El hijo de Jean” (“Le fils de Jean”, 1915) es un claro ejemplo. Parte de una premisa que es casi un tópico (o un subgénero) del cine: adulto descubre la identidad de su padre biológico, del que no tenía ninguna información, y realiza un largo viaje para conocerlo, a él y a sus hermanastros… ¿Les suena?
El director Philippe Lioret (conocido entre nosotros por su película “Wellcome”, 2009) utiliza a su favor la simpleza argumental, haciendo que la historia crezca con naturalidad y el único atractivo de unas interpretaciones impecables, realizadas por actores desconocidos, lo que reincide en la verosimilitud de su trabajo. Se nos crea la expectativa visual del paisaje canadiense y la excursión a un lago… pero la historia no lo necesita, porque llegados a ese punto, la red de mentiras y medias verdades ya nos ha empezado a atrapar, hasta llegar un punto en que todo es lo contrario de lo que parecía. Y la historia termina con la misma sencillez con la que empezó, pero dejándonos la sensación de que el drama familiar que hemos descubierto a tenido la misma intensidad de un thriller con montañas de cadáveres y coches destrozados.
Las interpretaciones son naturales y creíbles hasta en los tres niños que aparecen. Quizás Mathieu (Pierre Deladonchamps) el protagonista parisino de 33 años configura un papel excesivamente ejemplar, capaz de ganar el premio al mejor yerno del año. En cambio Pierre (Gabriel Arcand, el actor maduro) empieza pareciendo el tonto del teléfono y termina cautivándonos cuando enseña a sus nietas la correcta interpretación al piano del Vals nº 10 de Chopin. Ambos fueron nominados sin éxito a los premios César.
A destacar el sutil macguffin que le da encanto y continuidad a la trama. Se trata de un cuadro de reducidas dimensiones y bastante valor que recibe Mathieu como herencia de su desconocido padre. Pese a lo mucho que aparece en la trama y en la pantalla, nunca lo vemos completo.
Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración por la UAB.