Florencia no quiere que el payaso de McDonald’s se pasee por la Piazza del Duomo. Y es que el gigante de la comida rápida desentona con sus colores rojizos de kétchup junto a la majestuosidad renacentista de su catedral, de modo que su alcalde, Dario Nardello, ha decidido denegar la autorización para instalar uno de estos populares establecimientos en plena joya urbanística, arquitectónica y turística de la capital toscana.
El ayuntamiento justifica la medida con una normativa que impide la apertura de locales que no ofrezcan a sus clientes productos típicos de la región. Un argumento que no parece haber convencido demasiado a la multinacional norteamericana que, según informa el diario británico The Independent, ha respondido con un contencioso reclamando 20 millones de dólares a la ciudad por los perjuicios estimados.
No poco de esta polémica la estamos viviendo también estos días a propósito de la controvertida elección de Donald Trump como próximo presidente de los Estados Unidos de América. El payaso de peinado inverosímil, con su verborrea racista, chabacana y machista, se exhibe victorioso por la plaza más marmórea de nuestra gran ciudad imaginaria: la democracia. Y la visión de tal provocación resulta insufrible para los biempensantes educados en tradición renacentista, que no pueden contener la misma urticaria que invade la epidermis del alcalde Nardello solo de imaginar restos de hamburguesa o nuggets de pollo a los pies de las equilibradas formas de la catedral de Brunelleschi.
Los aspavientos, sin embargo, tienen algo de sobreactuado. No porque considere que no hay diferencias entre Trump y Hillary Clinton, como se apresuran al destacar los izquierdistas de turno siempre dispuestos a explicarnos la realidad sustituyendo la crítica marxista por la frase lapidaria. Diferencias haylas, para lo bueno y lo malo.Pero mientras más nos llama la atención el extravagante clown que contamina visualmente nuestras flamantes plazas, menos nos percatamos de lo cada vez más gentrificadas y contaminadas turísticamente que están nuestros centro históricos, por mucho panino col Lampredoto que podamos degustar mientras paseamos junto a los muros de Santa Maria dil Fiore.
Se trata de un fenómeno del que no se salva nuestra agonizante y maltratada plaza democrática. Al ciudadano de a pie, el que intenta dilucidar el futuro de su pensión en los posos de ese café que apura antes de entrar a su trabajo cada día más precario, se le está abocando a decidir la forma en que prefiere que se ejecute el derribo de tan apreciado centro histórico. Elegir entre el autoritarismo posfascista, reconfortado por el retorno aparente a la profundidad segura de la caverna, o la intemperie de una globalización que le arrebata su identidad ciudadana y social mientras traslada la toma de decisiones sobre su vida a frías oficinas de Bruselas o a páramos incorpóreos en los remotos y secretos reinos de la CETA o el TTIP donde el gobierno democrático se sustituye por la gobernanza tecnocrática.
Por eso, quienes estos días se rasgan las vestiduras, liberales o socialdemócratas, por el resultado de las presidenciales norteamericanas son los mismos que durante los últimos treinta años han ido vaciando de contenido la democracia a mayor gloria de la racionalidad enloquecida del capital financiero. Quienes llevan décadas desmantelando nuestras débiles protecciones sociales, hoy se escandalizan porque el payaso Trump se pasea por su privatizada Piazza del Duomo. Frente a tal provocación, su reacción es descarnadamente clasista: responsabilizar de lo sucedido a los ignorantes, a los pobres, a los carentes de esos mínimos estudios universitarios que les permitan conocer lo correcto. Poco importa que, como destacara en The Guardian la periodista Sarah Smarsh, achacar a la clase obrera estadounidense la victoria de Trump sea un relato por demostrar. Ahora lo importante es situar definitivamente a la soberanía popular en el depravado círculo de los sospechosos habituales siempre dispuesta a votar lo que se había decidido que no le conviene.
Es el problema que tienen los anteojos macroeconómicos que ciegan a nuestras élites. Esos que les impiden ver las clarividentes enseñanzas que nos dejara Rosa Luxemburgo: cuando se niega un futuro colectivo para los pueblos, la alternativa que se cuela acostumbra a serla barbarie, aunque intente confundirnos disfrazada de payaso.
Periodista cultural y columnista.