En julio de 1932, el filósofo alemán Theodor Wiesengrund Adorno pronunció en el congreso de la Sociedad Kantiana de Frankfurt una conferencia titulada «La idea de historia natural» que habría de causar gran revuelo intelectual en su tiempo. Frente a la pretensión de su ilustre coetáneo Martin Heidegger de que el hombre (sic) era un ser para la muerte, cuya vida estaba indefectiblemente determinada por las oscuras fuerzas del mito y la tradición, el joven Adorno —estaba a punto de cumplir los 29 años— defendió un modelo de historia caracterizado como ámbito de la transformación práctica. Así, el ponente negaba el carácter pseudonatural e inevitable de cualquier hecho histórico.
Tirando del hilo adorniano, cabría decir en nuestros días que ninguna realidad política, jurídica y/o social dada representa ni la culminación de un proceso evolutivo —si entendido como dinámica finalista— ni la adecuación a un imperturbable orden natural de las cosas. No hay régimen ni Estado sancionado por un ordenamiento superior y necesario, situado más allá de la acción de las fuerzas que inciden sobre el hecho social.
Muchos, empero, reniegan de esta visión dinámica de la historia y prefieren aherrojar su vitalidad esencial a la costumbre y el interés generados por la parva medida de la tradición, una creencia que pretende ser eterna pero está en realidad sujeta a las transformaciones que conlleva aparejadas el decurso histórico. Sujetos hay entre esos inmovilistas que seguramente obran por orgullo e interés, y tal vez figure entre ellos el actual jefe del Estado español, Felipe de Borbón, a quien no debe de apetecerle pasar a la historia como el rey que perdió Cataluña (ni el pasmado de su antepasado Felipe IV hubo de sufrir semejante ofensa a su sanguínea autoridad por la Gracia de Dios).
Desconoce u oculta el Borbón de turno que España, como Estado, nación y patria, tampoco figura entre las leyes de la mecánica newtoniana o de la gravitación universal. No es un producto de la armonía cósmica cifrada en proposiciones matemáticas, sino fruto artificial, en tanto que culminación de un empeño humano. Otro tanto puede decirse del intento de creación de la República catalana. Ambos son, por lo tanto, igualmente respetables como manifestación de sentimientos y proyectos, y esta igualdad basal supone que ambos tienen derecho efectivo a ser defendidos y realizados, siempre en atención a las decisiones democráticas de los sujetos implicados.
Reacio a este planteamiento, el Prebendado se negó a recibir a la presidenta del Parlament catalán, Carme Forcadell, manifiesta antagonista de su arbitrario mandato, pecadora contumaz en la creencia de que la soberanía residente en los ciudadanos —hasta la monárquica Constitución española admite este punto— debe extenderse a la elección de todas las autoridades, incluida la máxima magistratura de cualquier país.
Con semejante desplante, quien pretende ser “rey de todos los españoles” y amoroso pastor de esa grey considerada iracunda y cainita, condenada —dicen— a matarse entre sí de no mediar la regia paternalidad, expulsa de su innecesaria protección a una porción de las personas con DNI de España, en franca contradicción con el talante abierto, moderno, comprensivo y demás monsergas que le atribuyen distintas fuentes propagandísticas. Es más, el gesto supone un desprecio a todos y cada uno de los ciudadanos de Cataluña —independentistas o no, pues unos y otros están representados en el Parlament— y a la propia noción de democracia: ¿solo aprecia Felipe de Borbón a su claca, autodenominada constitucionalista? ¿No respeta todas las ideas y aspiraciones, aunque sean contrarias a las propias prebendas monárquicas? ¿Desconoce que la paz se hace con el enemigo y los acuerdos se alcanzan con el adversario, siempre a través del diálogo?
Parece ser que este rey ignora esas obviedades. O acaso las desprecia. Siendo todavía príncipe dio muestras de su soberbia durante una visita a Pamplona, cuando espetó a una joven que ya había gozado de su minuto de gloria tan solo por interpelarle a cuenta de la (i)legitimidad de la monarquía. ¿Quién se ha creído que es? ¿No era el Dios bíblico quien concedía la gloria y asignaba las penas? Una vez más, el orgullo dinástico le ha podido. ¡Y pensar que su padre, ese rey tan untuosamente campechano, rijoso y fiero predador de safari, recibió en la Zarzuela al representante de los diputados de Sortu en el Congreso! (como dijo Balzac, ningún golfo es mala persona).
Simultáneamente al portazo propinado a Forcadell, el Boletín Oficial del Estado despedía a Mas sin la habitual coletilla de agradecimiento a los servicios prestados. En rigor, mucho más correcta parece esta omisión que el desplante antes referido, pues en nada valdría —y resultaría incluso grotesco— que España, a través de su gobierno o del rey firmante, agradeciera al president saliente sus esfuerzos disolventes. De cualquier modo, ya se sabe que solo ofende quien puede, y este asunto poco más da de sí. Aunque no deja de tener gracia que hayan sido reconocidos y agradecidos por escrito los servicios prestados por personajes como Francisco Camps o Jaume Matas, cuya lealtad a la Corona se cifra —nunca mejor dicho— en su afición a las monedas de euro, presididas por la efigie del anterior monarca; y a la unidad de España, en que a mayor pastel, más tajada.
Por suerte para Felipe de Borbón, la claca sigue trabajando en su provecho, puesto que la monarquía es el espejo y pretexto de todas las prebendas legales disfrutadas por la partitocracia. Obsérvese cómo luchan las fuerzas jurídicas del régimen, fiscalía y abogacía del Estado, para exculpar a su hermana Cristina de los delitos económicos por los que fue encausada por un hombre valiente y honrado, el juez José Castro. Y entre tanto, la Corona sigue insultando de hecho, ya que no de palabra, a una ciudadanía machacada por los problemas económicos: el próximo mes de junio, Leonor de Borbón Ortiz, hija primogénita de Felipe de Borbón, se convertirá oficialmente en princesa de Asturias, lo cual no pasaría de anécdota de la prensa del corazón si no fuera por los más de 8.500 euros que pasará a cobrar mensualmente por tal cargo. Ni más ni menos que una retribución equivalente a 13 veces el salario mínimo interprofesional para una niña de diez años, a percibir hasta que herede la corona si el pueblo no lo impide antes, harto ya de tratos de favor medievales.
Ningún partido protestará por este agravio comparativo a cuantos ganan su pan con su trabajo cotidiano y se ven obligados a sustentar con sus impuestos los lujos y despilfarros de la familia real, como el “sueldo” de la princesa Leonor. La partitocracia prefiere ameritar la encomiástica mención a los servicios prestados —aparte de a ocupar un asiento en algún consejo de administración— esforzándose en unir contra natura lo que el voto ciudadano rompió por efecto del asco, la desesperanza y también la confusión. Vean si no qué bien funciona la URRS (Unión Rajoy-Rivera-Sánchez) a la hora de repartirse las magistraturas públicas, mientras va perfilándose la abstención del PSOE y el voto favorable de Ciudadanos a la investidura del gran desgajador de la sociedad española, Mariano Rajoy (¿o tal vez un candidato ppoppular alternativo, de memoria menos ingrata para la opinión pública?). Paradójicamente, las futuras opciones de gobierno de la izquierda renovadora y republicana pasan por la concreción y ejercicio de tal entente, si bien a costa de la devastación social que generará, y a partir de la cual tal vez se desvele por fin ante la ciudadanía esa perversa identidad soterrada de PPSOE+Ciudadanos. Como escribió el gran Hölderlin: “De la destrucción nacerá la primavera”.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.