altLa polémica suscitada por el referéndum anunciado en Catalunya pone de relieve una vez más lo complicado que resulta determinar las identidades de los pueblos. En el caso español, es cierto, las cosas están mucho más claras desde que el juez José María Celemín diseñó su particular test para todos aquellos extranjeros que quieran tramitar la nacionalidad española desde el registro civil de Getafe.

 

 

 

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La polémica suscitada por el referéndum anunciado en Catalunya pone de relieve una vez más lo complicado que resulta determinar las identidades de los pueblos. En el caso español, es cierto, las cosas están mucho más claras desde que el juez José María Celemín diseñó su particular test para todos aquellos extranjeros que quieran tramitar la nacionalidad española desde el registro civil de Getafe. Así, ahora sabemos que puede llegar a ser español todo aquel que, entre otras cuestiones, sepa cómo se llaman el rey y el alcalde de Getafe, controlen quién es Rafa Nadal y sean capaces de explicar sin titubeos en qué consiste la tortilla de patatas, el cocido madrileño y la paella valenciana.

 

Sin embargo, para el resto de habitantes peninsulares que no tengan carnet de identidad portugués, la cosa es menos sencilla. El aludido referéndum, por ejemplo, amenaza con volver a traernos las discusiones bizantinas vividas durante el debate del frustrado Estatut, sobre si el pueblo catalán constituye o no una nación, dependiendo de ello la posibilidad de que los catalanes sean o no sujetos soberanos con capacidad de ejercer su soberanía. Una polémica nada desdeñable en el actual panorama político y especialmente delicada en vísperas del tercer centenario de la ocupación de Barcelona por las tropas de Felipe V.

 

No menos virulenta fue hace algunos años la polémica desatada por Xabier Arzalluz a propósito del supuesto RH negativo que, según el que fuera presidente del PNV, marcaba la esencia genética de lo vasco. Una afirmación que le valió un aluvión de críticas, pero que fue aprovechada por alguna empresa suiza para ofertar análisis genéticos a un módico precio que oscila de los 199 a 1099 euros para dictaminar cualquier origen y en especial los vnculados a algún grupo de perfiles especiales como los vikingos, los judíos o los aludidos vascos.

 

Por estas latitudes valencianas, siempre proclives a evitar los choques con Madrid, la Generalitat se ha mostrado más partidaria de seguir el camino marcado por el juez Celemín, que no en vano ya dejó patente su carácter integrador al incluir la paella como elemento clave en su test de españolidad. Al menos el espíritu de su método parece encontrarse en la futura asignatura de Cultura del Poble Valencià anunciada la consellera de Educación, Cultura y Deporte, María José Catalá, nada más y nada menos que en la sede de Lo Rat Penat, tal vez para desmentir cualquier posible sospecha que pudiera despertar tan provocador apellido.

 

El objetivo, según parece, es fijar el ADN de los valencianos, pero sin recurrir a la beligerancia del político vasco. El Consell no aspira a poner en evidencia ningún rastro genético que pueda conducirnos hasta algunas lejanas esencias maulets. Al contrario, los chicos de Alberto Fabra solo pretenden evidenciar que lo nuestro es una personalidad amable como habitantes de un supuesto y eterno Levante felíz, pese a las perplejidades que esa características provocan tan amenudo. Por eso no resulta sorprendente que entre las ineludibles cuestiones que cualquier valenciano que se precie debe saber, la conselleria haya decidido incluir el infantil juego del sambori. Al fin y a cabo, ¿qué otra cosa si no es el País Valenciano? Nada más que eso: un viaje sin sentido del cielo al infierno, siguiendo a la patacoja el camino marcado por una piedra o, en su defecto, algún pedazo de ladrillo roto por la explosión de cualquier burbuja.

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