Todo empezó el 5 de enero del año 2006, y ya han pasado más de siete años. Estaba sentada ante la pantalla de mi ordenador, cuando se me ocurrió cronometrar el tiempo que tardaba en teclear el abecedario entero: en mi primer intento fueron doce segundos. Honestamente, fueron doce segundos en mi primer intento cronometrado, porque había estado probándolo sin un segundero cerca hasta que fui a buscar el viejo reloj del abuelo Ernesto.

(No existe muerte más triste que la de mi abuelo Ernesto, a quien yo apenas recuerdo, porque era muy pequeña cuando murió.

Él era uno de los encargados de mantenimiento de un club privado, que curiosamente sí recuerdo con detalle, pese a que desde su muerte nunca volvimos a visitar. Me sorprende la vida de alguna de estas reminiscencias: esa especie de cascada artificial que me tenía  fascinada, el olor a madera en una de las zonas de hierba, los dos puentes el uno al lado del otro…

Con el tiempo, la disposición de esa piscina la he interpretado como una osada transgresión por parte del arquitecto. La piscina tenía forma de trébol de tres hojas y cada hoja tenía una profundidad distinta: 1 metro, 1,50 y 2,25, lo que desde un punto de vista lógico era un despropósito,  porque no era útil para nadar y, lo que es más grave, provocaba muchos accidentes. Además, había los dos puentes, que se encontraban paralelos el uno al otro, con una separación de apenas veinte centímetros. La norma establecía que uno era para ir de “acá para allá” y el otro de “allá para acá”, lo que se respetaba con perfecta sumisión a excepción de algunos críos que, como gamberrada, atravesaban el puente en el sentido opuesto.

Pero, por el contrario, no recuerdo nada de mi abuelo, de quien, además, nunca hubo en casa ninguna fotografía.

Tenía ya unos veinte años cuando me enteré de que se había caído de una palmera a la que se había encaramado con su escalera para podarla y de la que cayó con tanto infortunio que se golpeó la nuca contra el cemento. La fuerza del impacto penetró por el punto más franqueable de su cabeza y le mató.

Este día en el que me enteré de las circunstancias de la muerte de mi abuelo fue un punto de inflexión en mi relación con mi madre; algo así como el día en el que se levantó el telón de mi vida adulta. Le empecé a reprochar que nunca me hubiera explicado con claridad porque murió el abuelo Ernesto, que por otro lado era una figura de referencia en la familia, de quien se citaban muchas historias y comentarios. Ella con una actitud esquiva me explicó cómo había muerto y cuando yo le dije que me explicara más detalles, me respondió:

– ¿Qué quieres, Alicia, que te diga cómo se llamaba el compañero que se encontró a tu abuelo? ¿O que te diga cuánto dinero nos pagaron los del club para que no les denunciáramos porque tu abuelo trabajaba sin contrato? ¿Qué quieres que te diga, Alicia? ¿Que mi hermano, el hijo mayor de Ernesto no fue al entierro porque su padre…? – y ahí, mi mamá empezó a llorar.

Me acerqué a abrazarla y le dije:

– Soy tu hija, mamá…

– A veces, te encuentras tan cerca de algo que no sabes verlo en su verdadera dimensión. Es verdad, ya no eres una niña – me respondió ella entre sollozos.

Desde entonces hemos hablado muchas cosas sobre los abuelos, sobre su hermano y por fin sobre ella. Sí, aunque parezca raro, he hablado de mi madre con mi madre.)

Fui a buscar un reloj y el primero que encontré fue el de mi abuelo Ernesto. Volví al ordenador y tardé esos doce segundos en escribir las veintisiete letras del abecedario (sin ce hache). Sin proponérmelo, durante los días posteriores estuve ensayando. Era un fantástico entretenimiento y existía la misma motivación estúpida que nos mueve en otras disciplinas: ir más rápida.

Al cabo de unos días de dedicación compulsiva, era capaz de teclear el abecedario en unos ocho segundos. Nunca he sido una gran mecanógrafa pero me parecía que esos ocho segundos era una marca notable.

Por aquel entonces, yo compartía piso con un chico búlgaro y con una chica de Tortosa, con la que aunque podíamos hablarnos en tres idiomas (castellano, catalán y francés) éramos incapaces de entendernos. Pero con Ivan tenía una relación extraordinaria (pese a la atracción mutua que existía, en la intimidad nunca fuimos más allá de echar algunos polvos) y un día que me vio tecleando en el ordenador me preguntó por lo que hacía. Le expliqué esa estupidez que me ocupaba las horas durante las últimas semanas: era capaz de teclear el abecedario en no más de seis segundos.

Ivan quiso probar.

Se sentó en la silla y lo intentó. Él tenía un buen nivel de mecanografía, y consiguió hacerlo en unos diez segundos, más rápido que los doce segundos que había tardado yo en mi primer intento cronometrado.

– Me siento estúpida – le dije -. No sé que hago perdiendo el tiempo cada día con esto, y lo que es peor, no sé qué sentido tiene intentar superar mi marca. Pero aunque me revelo contra ese espíritu competitivo, estoy enganchada.

– Tranquila – me contestó Ivan -, de hecho tú te enfrentas a ti y eso no es competir.

– También están tus marcas…

– Pero, Alicia, fui yo quien te vi tecleando con destreza y me llamó la atención. Yo te fui a buscar.

– No lo sé… ¿Por qué estaba la puerta del cuarto abierta?

Al cabo de unas semanas, Ivan y yo éramos capaces de hacerlo en cinco segundos y cinco décimas. Nos compramos un cronómetro y calculábamos un margen de error en la medición inferior a doce centésimas; eso es menos del tiempo de reacción humana, pero hacíamos una medición avanzada en la que el cronometrador intentaba hacer coincidir el golpeo de la zeta con el golpeo del botón del fin. La clave está en que el que cronometra dé la orden cerebral cuando el dedo del jugador inicia el descenso hacia la última tecla.

La zeta se teclea con el dedo meñique de la mano izquierda, mientras que la y griega ha sido marcada con el índice de la derecha, lo que confiere muy poco tiempo de reacción al que cronometra. Éramos absolutamente nobles, eso sí. Los dos lo éramos y nunca tuve la sensación de que compitiéramos entre nosotros, más bien al contrario, nos alegrábamos de las buenas marcas, fueran de Ivan o de Alicia.

En aquella época, Ivan debía tener unos treinta años y se le notaba una gran seguridad en la manera de afrontar su vida; por otro lado, era una persona que transmitía una cierta tristeza. Lo suyo no eran cambios de ánimo ni desánimos concretos, lo suyo era una especie de película de nostalgia sobre su piel. Hablamos alguna vez sobre ello y él decía que en ese estado se encontraba en armonía, porque de esa forma vivía alejado de la presión de quien aspira a ser feliz. Yo era cinco años menor que él y ahora puedo entender a lo que se refería.

Se ganaba la vida dando clases de guitarra en una academia. Era bastante austero y por eso no tenía que trabajar demasiado. Se pasaba muchas horas en su habitación sin que nunca quisiera confesarme lo que hacía; en algunas ocasiones echaba el pestillo y entonces se dedicaba a su ocupación secreta. Yo acercaba el oído a la puerta pero no escuchaba nada, lo que descartaba que estuviera haciendo algo relacionado con la música. Siempre he sospechado que escribía.

Bajar de los cinco segundos se había convertido en una obsesión, pero a medida que pasaban los meses nos convencimos de que no seríamos capaces. Un día alguno de los dos preguntó:

– ¿Crees que habría mucha gente capaz de bajar de los cinco segundos?

Durante las semanas siguientes empezaron a pasar por nuestra casa conocidos a los que les presentábamos nuestro juego, que bautizamos con el nombre de “xyz”, en honor a las tres últimas y decisivas teclas del juego. Lo pronunciábamos “shiz” y cuando tuvimos que escribirlo nos decidimos también por “shiz”.

El Shiz se extendió como la pólvora alrededor nuestro, mientras Ivan y yo insistíamos en aclarar que no era una competición, que sólo estábamos obsesionados con ver unos dedos capaces de teclear las veintisiete letras del abecedario en menos de cinco segundos.

El tema se nos empezó a ir de las manos cuando un amigo de Ivan nos convenció para que pusiéramos papelitos en los parabrisas de los coches en los que informáramos de las reglas de ese nuevo juego –“El Shiz”– y cuando media ciudad estuviera enganchada, sólo tendríamos que colgar un anuncio en Internet y podríamos hacer un encuentro con los mejores.

No lo teníamos claro, pero sospechábamos que ninguno de nuestros conocidos sería capaz de bajar de cinco segundos, así que nos decidimos a hacerle caso al chico. Ivan y yo habíamos ensayado tanto, que incluso habíamos llegado a conclusiones en relación al dedo con el que se debía teclear cada letra. Así, el movimiento era siempre el mismo y estábamos seguros de que quien bajará de los cinco segundos debía hacerlo tecleando de la manera que nosotros pensábamos. No diríamos nada y esperaríamos al genio que consiguiera descubrir el misterio de los movimientos y que además fuera lo suficiente ágil como para hacerlo más rápido que nosotros y bajar de los cinco segundos.

Escribimos la nota y la repartimos por los parabrisas de miles de coches de Barcelona. Los dos teníamos mucho tiempo libre, así que lo dedicamos a minar de mensajes la ciudad. La nota decía:

Descubre la verdadera utilidad del ordenador: juega al Shiz. Teclea las veintisiete letras del abecedario y si eres lo suficientemente hábil, ágil, inteligente, disciplinado, entusiasta, obsesivo y perspicaz, conseguirás bajar de cinco segundos. El Shiz te cambiará la vida, tenlo en cuenta. Si vas a por los cinco segundos, tendrás que dejar todo lo demás de lado. Suerte, y si eres Tú, te encontraremos.

Debíamos dejar pasar unos meses, hasta que los nuevos jugadores de Shiz hubieran tenido a tiempo a ensayar los millares de horas que hacían falta para lograr una gran marca. Ese tiempo, Ivan y yo lo dedicamos a seguir ensayando y a planificar lo que haríamos al cabo de los meses. También nos surgían dudas, sobre todo en lo que se refiere al cronometraje. Esa era la gran limitación del Shiz, que necesitaba la presencia de un árbitro lo suficientemente bueno como para que el tiempo del cronómetro no difiriera a penas del tiempo real.

– ¿Qué es el tiempo real? – preguntaba Ivan.

– Una arbitrariedad – le contestaba yo -. Por eso no sé lo que buscamos.

– Yo tampoco – decía él. Y nos poníamos los dos a reír.

Cinco meses después de que empezáramos a sembrar Barcelona de mensajes, el Shiz se había convertido en un verdadero furor entre los barceloneses. Habíamos dejado tantos papelitos en tantos parabrisas, que tuvimos acceso al poder que tiene un medio de comunicación: habíamos llegado a las masas y podíamos hacer de ellas lo que quisiéramos. Sin habérnoslo propuesto, lo que quisimos fue hacerlos jugar al Shiz.

Primero empezó como una afición bastante extendida pero con unos ciertos criterios de exclusividad, hasta que los mass media se hicieron eco del juego. Durante aquellos días, el Shiz incluso tuvo una cierta repercusión política ya que hubo quien vio un origen ideológico del juego: se consideraba como una maniobra a favor de la “eñe”. También se buscaron intereses económicos: se especulaba con que alguna empresa había lanzado el juego y que su nombre de marca crecería cuando lo hiciera público. El rumor que más circuló –hubo incluso testimonios- es que era una nueva marca de ordenadores que saldría al mercado con la mejor de las publicidades hecha de antemano.

Al comienzo Ivan y yo disfrutábamos como camellos con ese absurdo que había llevado al Shiz hasta esa especie de infinito, pero también nos tuvimos que empezar a preocupar con qué hacer con esa arma que había caído en nuestras manos. No había dudas de que los media no tardarían en encontrarnos y es que muchos conocidos nuestros sabían que nosotros habíamos engendrado la idea. Nuestros amigos nos hostigaban para que saltáramos a la palestra, pero eso no nos interesaba. Lo más curioso de todo, es que durante ese tiempo, no se hizo ninguna referencia a si alguien había bajado de cinco segundos, lo que por otro lado era lógico, ya que los nuevos jugadores sólo hacía dos o tres meses que jugaban.

Salió una noticia en uno de esos diarios gratuitos en la que se daban nuestros nombres y se explicaba el origen cierto del Shiz, pero como había tantas otras versiones, esa quedó como una suposición cualquiera. Y más cuando empezaron a salir falsos creadores del Shiz. ¿Qué íbamos a hacer nosotros, decir: “bueno, nosotros usamos el mismo argumento que esos señores, pero con una diferencia: que nosotros decimos la verdad”? Teníamos testimonios a nuestro favor, pero los farsantes también, e incluso mejores que los nuestros, porque algunos presentaban unas familias modélicas (padres, hijos y abuelo) que testimoniaban que Carlitos, el pequeño prodigio de diez años, y su amigo Nicolás eran los padres del Shiz.

Una gente hizo caso al rumor y se inscribió una nueva empresa informática en el registro mercantil: Shiz. Al cabo de un par de meses se empezaron a ver oficinas comerciales de Shiz por las calles de Barcelona.

Al margen de esta apropiación, el Shiz siguió expandiéndose más allá de Barcelona. Primero fue por España y, al cabo de unos meses, también por otras latitudes. Tampoco hace falta dar demasiados detalles de los pormenores de la extensión del Shiz y de cómo se introdujo en el mecanismo de la globalización, porque éste siempre es igual. El 25 de agosto del año 2008 se disputó la final del primer Campeonato Mundial de Shiz en Barcelona, en el cual resultó vencedor el noruego Hing Luo y segundo el australiano Jan Frucciano.

A Ivan le perdí la pista hace un par de años. En el año 2009 yo pude alquilar un pequeño loft en la calle Venus y paulatinamente fuimos alejándonos, hasta que Ivan decidió irse a vivir a Caracas, donde residía un hermano suyo que le encontró algunos alumnos para darles clases de guitarra. Un día le escribí un mail en el que le preguntaba qué hacía en sus horas libres en Barcelona, pero no recibí más respuesta que las asquerosas risas cibernéticas: “Je, je”.

El 16 de diciembre del año 2012, Gerson Domingues, un niño georgiano de nada más quince años fue capaz de hacer el Shiz en cuatro segundos y noventa ocho centésimas, aunque ahora para informarse sobre Shiz hay que buscarse la vida por Internet, ya que se ha perdido casi toda la afición por el juego.

Un día ya un tanto olvidado, estábamos Ivan y yo sentados en el sofá, viendo un reportaje sobre uno de los primeros mundiales de Shiz y le pregunté:

– ¿Te das cuenta de que están compitiendo?

– Sí – me respondió.

– Ya no hay buenas ideas -dije.

– Las sombras son las únicas buenas ideas. Ser pero no parecerlo.

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