altLa clara victoria del “no” culmina dos años de debate pacífico y democrático en Escocia entre la postura conservadora y la esperanza de cambio.

 

 

 

 

La clara victoria del “no” culmina dos años de debate pacífico y democrático en Escocia entre la postura conservadora y la esperanza de cambio.

 

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Con un porcentaje del 55% frente al 45% y una altísima participación entorno al 85% los escoceses han decidido mantenerse en el Reino Unido. A pesar del no, ganan todos: gana la democracia, gana Londres, gana David Cameron en prestigio, gana la Unión Europea (tan pragmática como reticente al cambio y que ahora respira aliviada porque tiene “un problema menos” y no se ha destapado la caja de Pandora) y algo gana también Escocia, a la que el primer ministro británico prometió más poder y competencias con independencia del resultado. Siempre que sea fiel a su palabra, cosa que en las últimas horas más de uno duda, como el propio ministro principal escocés, Alex Salmond, que ha dimitido como ministro y como líder del Partido Nacionalista Escocés. El único que no gana.

 

La votación culmina un proceso de dos años con diferencias abismales respecto a la cuestión catalana, especialmente en cuanto al carácter democrático. El 15 de octubre del 2012 Alex Salmond, líder del Partido Nacionalista Escocés, y David Cameron pactaban de manera consensuada la celebración de un referéndum para la independencia de Escocia del Reino Unido. Quizás el acuerdo se produjo por la voluntad del primer ministro británico de exhibir pluralidad, tolerancia, modernidad o empatía por los escoceses, para compensar su maltrecha popularidad o a su total convencimiento de un triunfo humillante del unionismo. Cameron atribuyó temporalmente al Parlamento escocés la competencia necesaria para realizar el referéndum.

 

En el otro bando, la pregunta era una, clara e inequívoca: ‘¿Debería Escocia ser un país independiente?’, que a su vez generaba una respuesta sin resquicios para la ambigüedad: o o no. Nada ver con la fórmula buenrollista catalana para no herir sensibilidades, que con su triple posibilidad de contestación (a modo de examen test) relativiza la fuerza de la conclusión y abre nuevos interrogantes sobre la forma de Estado. Y en una consulta hipotética que, en caso de llevarse a cabo, tampoco sería vinculante.

 

Escocia fue un país independiente entre el siglo IX y el 1707, momento en el que se unió a los reinos de Inglaterra e Irlanda para formar el Reino Unido. El historiador y académico Tom Devine, autor del libro “La nación escocesa. 1700-2000”, explica que, pese a la unión, Escocia mantuvo las competencias en ámbitos como el derecho privado, la educación y la iglesia presbiteriana, por entonces el corazón de la vida social, y que los primeros años de la unión fueron económicamente inestables.

 

La mayor reserva petrolífera de Europa

 

Más allá de las gaitas y las faldas, unos cuantos datos. Escocia actualmente tiene 5,3 millones de habitantes, lo que supone el 8% de la población y el 9,2% del PIB del Reino Unido (Catalunya representa el 20% del PIB español). Su territorio, que incluye más de 790 islas es el 32% del territorio total del Reino Unido, del que controla el 11,6% de la producción agrícola y el 91% de los ingresos por gas y petróleo, una de las mayores reservas de toda Europa (en los buenos tiempos, esa industria llegaba a generar 1,5 millones barriles de crudo al día). Pero en la decisión sobre el referéndum también entraban en juego aspectos tan fundamentales como la asunción de la deuda, la elección de las autoridades políticas, la moneda o la monarquía.

 

Reconocida como nación por el propio Reino Unido, no tiene un historial antiguo de reivindicación del independentismo. Eso , en el aire pesaba el referéndum de 1979, la primera consulta popular para reinstaurar, en virtud de la Ley de Escocia, la asamblea legislativa (aunque se le negaba la posibilidad de modificar los impuestos) tras su integración en la británica: el “sí” ganó con el 51,6% de los votos ante el 48,4% con una participación del 63,8%. A pesar de eso, el gobierno británico rechazó el resultado alegando que se había incumplido la cláusula de participación según la cual los votos afirmativos debían superar los negativos y suponer más del 40% del electorado. Posteriormente, Westminster rechazó la Ley de Escocia por 301 votos a 206. Por otro lado, en la hemeroteca, los referéndums del Québec, con sospechosas nacionalizaciones masivas a última hora que tumbaron el “sí”.

 

En cuanto a los ciudadanos, dos bloques con un ideario bien opuesto: los detractores y su creencia en el status quo (“Better together”), convencidos que, sentimientos aparte, los políticos son iguales y que, por lo tanto, la independencia no hubiera resuelto los problemas. En consecuencia, mejor quedarse en un Estado grande que aventurarse con uno pequeño.

 

La campaña del no se ha basado en subrayar la parte negativa y los beneficios de la unión, nada comparable a la catarata de teorías apocalípticas, plagas bíblicas y destinos siderales con los que el gobierno del PP ha obsequiado a la población catalana. Otra diferencia es que ha habido debate civilizado y respetuoso, incluso uno televisado que junto a la beligerancia del “no” aceleró el “sí” de los últimos días, hasta el punto que surgieron encuestas contradictorias. En este sentido, también un grupo de personalidades influyentes (entre los que se encuentra Mick Jagger) firmó un manifiesto apoyando la permanencia de Escocia pero con una frase final muy ilustrativa: “The decision is yours”. En España, “intelectuales” como Albert Boadella o Arcadi Espada se adhirieron a otro tipo de manifiesto y el Gobierno incluso les permitió fotografiarse delante del Congreso. Y Margallo no descartaba suspender la autonomía. Una sutil diferencia de tradición democrática de un gobierno todavía incapaz de condenar los crímenes del franquismo. La mentalidad imperialista, la prepotencia y la superioridad moral propias de un nacionalismo de Estado (como el español) no han aparecido en la partida de ajedrez Escocia-Inglaterra.

 

Esperanza de progreso social

 

En el “sí”, una apuesta por un país más justo y de izquierdas, en contraposición al conservadurismo de Londres y la oportunidad de tener voz y gestionar el Estado del bienestar. La economía, la ecología y la política, en el sentido de proximidad entre políticos y ciudadanos, eran el eje central de los partidarios mientras que la carga identitaria pasaba a un segundo plano, porque Escocia ya está plenamente reconocida como nación. El soberanismo escocés se ha canalizado en la calle a través del National Collective, movimiento social de base que no deriva de ningún partido, y desde la política a través de la plataforma Radical Independence Campaign (RIC).

 

Los roles políticos también han sido interpretados con tanta desinhibición como histrionismo: David Cameron era el poli bueno y Alistair Darling, ex ministro laborista, el malo. En España no había polis buenos e incluso algunos invocaban sin reparos la intervención del ejército para salvaguardar la sacrosanta unidad, concebida como requisito previo y superior a la democracia.

 

De la misma forma que se acusa al PP de ser una “fábrica de independentistas”, el apoyo de la clase trabajadora escocesa al “sí” fue una respuesta a las decisiones de Thatcher, que la condenaron al paro y la precariedad. Por este motivo la dama de hierro es considerada en Escocia “la gran nacionalista escocesa”, por el frente unánime que propició su política de austeridad extrema y recortes. El tiro de gracia a un brutal proceso de desindustrialización.

 

A finales del 2013 Alex Salmond sorprendió con la presentación del Libro Blanco de la independencia, una hoja de ruta práctica hacia el soberanismo con 650 preguntas que fue acusada de abstracta por el sector unionista. En palabras de David Torrance, periodista y autor del libro “The battle of Britain”, Salmond es “tácticamente fuerte, un apasionado de la política al que le encanta jugar” y la cuestión estribaba en conocer el límite de lo lúdico.

 

Del “We love you!” al “divorcio irreversible”

 

En las últimas horas, y ante algún sondeo que apuntaba a una gran remontada e incluso a un triunfo ajustado del “sí”, Cameron aceleró. Pasó del lema habitual “We love you!” y “Queremos que os quedéis” a la estrategia de la lagrimita, diciendo que con la independencia se le rompería el corazón ya que sería “un divorcio grave y doloroso”, que ni él ni su gobierno van a durar siempre pero que en cambio “la independencia sí será irreversible”. Y una oferta tardía que sonó a chantaje: más autonomía fiscal y más competencias, algo que probablemente se va a producir.

 

En el ámbito económico, bancos escoceses importantes como el Royal Bank of Scotland o el Lloyds Banking Group, dueño de los bancos Halifax o Bank of Scotland, anunciaron que trasladarían sus oficinas centrales a Inglaterra en caso que la independencia se produjera. Un día antes del referéndum, Rajoy, al que Salmond tuvo que recordar en el 2013 que Escocia es una nación, lanzó la última puya desesperada: “Los procesos secesionistas son un torpedo a la línea de flotación de la Unión Europea y provocan recesión y pobreza”.

 

Ahora sólo queda por ver en qué medida este “no” condicionará el proceso catalán, así como si el resultado de este referéndum enfría el ansia de muchas nacionalidades minorizadas sin Estado y, especialmente, si el viejo continente aclara su apuesta por una Europa de grandes Estados o una Europa de los pueblos. Un proyecto que no genera precisamente entusiasmo en Cameron, que hace casi dos años se comprometió a convocar en 2017 otro referéndum para preguntar al Reino Unido si quiere mantenerse en la Unión Europea.

 

 

 

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