Ellas quieren ir a misa. Impregnar su pelo con laca como si no hubiera mañana, portar sus pulseras con la bandera nacional, lucir sus collares de perlas para que se note, se vea su nivel. Y, una vez dentro del templo, que Dios lo vea también. Se rocían la frente con unas gotas de agua bendita como si fuera un perfume de Chanel. Rezan por los pobres. Acuden al confesionario y se descubren excitadas al compartir sus secretitos con un hombre escondido tras una celosía (es un acto de contingencia sexual que encuentra su alivio cuando el padre proclama la absolución total de los pecados. Qué placer.)
Antes de marcharse, se detienen un momento ante la tumba del generalísimo y dejan caer una flor sobre ella. Lo hacen con delicadeza, poniendo suma atención al gesto, con reverencia. Muy diferente a la actitud condescendiente que adoptan cuando arrojan calderilla sobre el vaso de plástico que un indigente sostiene con manos temblorosas. Pero ya se sabe: a los pobres no se les venera, se les compadece.
¿Qué derecho tenemos nosotros a robarles esos pequeños momentos de felicidad? Ellas quieren ir a misa y sí, quieren mantener caliente la tumba del dictador. Porque esa pequeña abadía del Valle de los caídos es un trozo de esa España que ganaron con la guerra y perdieron con la democracia. Dejemos sus liturgias en paz. Dejemos que el dictador siga manteniendo el orden desde el sepulcro en ese nostálgico reducto. Que nosotros ya tenemos un país entero para disfrutar de la libertad y reclamar un poco de justicia buscando a nuestros muertos. Parece que nunca tenemos suficiente, que no tenemos corazón. Ellas solo quieren ir a misa.