Quedaron atrás los numerosos furgones cargados de obreros y  camiones que circulaban con hierros y ladrillos destinados a la construcción, en Olba los andamios son columpios vacíos y las estructuras de las viviendas son nichos para fantasmas, en el bar Castañer, Bernal, Justino, Francisco y Esteban se escupen las penas mientras juegan a las cartas con el ánimo abatido por ese imborrable recuerdo de los años luminosos que arrastraron con todo.

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En la costa valenciana la euforia económica ya no se vislumbra,  ahora se venden las mejores almas a Dios porque el Diablo ya se ha ido y los yates son reliquias nuevas que el precio  alto del combustible impide disfrutar,  se vive otro tiempo, son nuevos tiempos y aunque duros, aun pasean y  corren por la playa ancianos ingleses deseosos de seguir huyendo como si la muerte corriera veloz por detrás.

Bien es sabido que todo lo que comienza termina, pero nadie pensaba que las cosas, finalmente acabarían así, con 3, 5 millones de pisos vacíos donde la oscuridad duerme tranquila y  6 millones de parados que ya se han acostumbrado al insomnio, y los que no hurgan en contenedores,  hurgan en su pasado para ver dónde quedó la puerta de salida, son ahora ya casi dos millones las familias que tienen a todos sus miembros en el paro, en los comedores populares se multiplican los platos, el suicidio y el crimen se ha convertido en “la venganza del pobre”, del nuevo pobre del primer mundo, al tiempo que los ricos se blindan más.

Desde que quebró la carpintería, herencia del abuelo muerto en la guerra civil de un tiro en la nuca, Esteban ha aprendido a oler el fracaso, jugó todas sus cartas y perdió, asiste al bar Castañer y se suma a esa cháchara cotilla que despelleja a los conocidos, la ambición a él se la contagió Tomás Pedrós: el depredador de Olba que en  tiempos de bonanza  derramaba empleo a su paso y que, encarnando a un Dios contemporáneo sigue haciendo más o menos lo mismo: les consigue trabajo a decenas de obreros a cambio de quedarse con un veinte o veinticinco por ciento, gestiona  grupos de albañiles, fontaneros, brigadas de chóferes; para él no existe el límite, tiene la ambición en la sangre y  hace lo que haga falta.

Un día  Esteban cedió a la tentación y se asoció con Pedrós: esa fue su ruina pero ya no es  tiempo de señalar culpables como mecanismo de salvación. Ahora Esteban asume su derrota personal y salpica, como siempre, a sus cinco empleados que cuando tenían trabajo despertaban contentos y vivían bien; sabe que de momento le ha tocado interferir en el destino de esos hombres trabajadores  y  se le hace duro ver la cara que pone  Joaquín cuando se entera de que la carpintería no va más. Álvaro, Jorge, Julio y Amed no se lo creen pero la realidad es una y el tiempo transcurre  y hay que comer todos los días.

Esteban se ha visto en la cruel necesidad de prescindir también  de Liliana, aquella colombiana de  manos salvadoras que le hacía apacibles los días y que, guarda en casa el rencor de Wilson,  su marido que encuentra refugio en el alcohol. Para Liliana es ahora también  todo tan distinto que rememora la ilusión  que un día tuvo por vivir en España: tierra prometida que nunca dejó de ser la cuna de los lobos. Ella, que ha encontrado en la  paciencia un oficio, con un cariño casi familiar se hacía cargo de los cuidados requeridos por el anciano padre de Esteban, que no se termina de morir.  Esteban con Liliana mantiene estrechas tertulias de calidez, hace uso de la falsedad de sus manos para saciar su dormido apetito, aun cuando  él  vive  con  el recuerdo adormecido de Leonor, la mujer que nunca le dio un hijo, aquel amor de juventudes y promesas  que le fue arrebatado por Francisco: peso pesado de la especulación, político, escritor, catador, periodista de la gastronomía y degustador de vicios, que siempre prefirió  contemplar el mundo con indiferencia pues  “ mientras no le tiren la basura del otro lado de la tapia, ni le llegue el olor de podredumbre a la terraza, se puede hundir el mundo en mierda”. Sí: Francisco también pensaba así e hizo dinero pero aunque se valió de su falso cariño la  vida le jugó una mala pasada. Ahora mantiene viva el aurea de su espejismo y cree seguir teniendo en Esteban a un amigo de los que saben compartir.

Al margen de cualquier dolor Esteban asume su responsabilidad: debe pagar con cuidados todo lo que su padre, aquel Liebknecht doméstico,  le dio en vida. Es su dolor más grande, el precio a devolver.  Pagar con su vida, la que le resta, —no sabemos hasta cuándo porque… hay un embargo en camino, —los cuidados que requiere su Tamagotchi afectado por una demencia ciclotímica.  Esteban tiene otros hermanos, el fallecido  German, Juan y Carmen, ella completa el egoísta cuadro familiar pues imposta nostalgia cuando llama por teléfono interesándose por su padre, pretexto que no hace sino dejar claro que está pendiente del dinero existente en esas cuentas ocultas del anciano y  que por supuesto le corresponderá, cuando su padre termine sus días en esta vida.

Para Esteban la añoranza es un dolor,  añora su infancia, cuando todo era “certeza bajo la manta, calor de nido, puedo cerrar los ojos, porque me protege la mujer que tiene voz de niña,  ante mí se abre un futuro sin límite. Puedo ser lo que quiera y llegar donde desee”, se le vienen a la cabeza los aprendizajes de pesca al lado de su tío Ramón, los tiempos cuando  tras abandonar los estudios de bellas artes, porque artista nunca quiso ser,  decidió centrarse en la carpintería, entonces todo parecía posible y no estaba tan mal solicitar un crédito para meterse en una inversión mayor, sin importarle que para ello tuviera que poner en riesgo la vivienda de su padre. Pero daba igual  porque en esos tiempos de billetes morados no se veían con lupa los nombres, daba igual la firma, el alta en la seguridad social o la comilona a cargo de la empresa, las putas del Lovers;  daba igual un coche que tres. De eso sabía bien Pedrós y su mujer, de eso sabían bien Francisco y Leonor quien a cargo del restaurante Cristal de Malón,  alcanzó dos estrellas Michelín. ¿Qué habría hecho de su vida Leonor, aquella hija de un pescador, si se hubiera quedado a vivir en Olba?,  algunos de ellos alcanzaron el cielo para después caer en picada. Otros… alcanzaron el cielo de verdad.

En la orilla,  editorial Anagrama (2013), nos deja un sabor amargo en la boca, y muy en claro que la muerte es la justicia  suprema y que después no hay culpa ni pecado. Quizás porque “todo lo que se cría en el pantano huele a pescado podrido”.

Rafael Chirbes(Tavernes de la Valldigna, Valencia, 1949) a través de la psicología de sus personajes  en las 437 páginas que conforman esta novela, destripa a  la sociedad española, practica una autopsia valiéndose de un fino bisturí para mostrarnos que el espejo es más grande de lo que suponemos,  con cuidadoso  énfasis interioriza  en la esencia de todo  ser humano, nos muestra cómo hacemos para vivir con ese cumulo de imperfecciones y añade que “para resistir, para seguir vivo, hace falta una buena dosis de idealismo. Capacidad para mentirse. Sólo sobreviven quienes consiguen creerse que son lo que no son”.

Chirbes es, cuando  hace uso de la primera persona para construir un infinito coro de voces  de una potencia avasalladora, es, cuando penetra en la piel del fracasado Esteban, para enseguida penetrar en la piel de la ingenua Liliana, es cuando se mete en la piel del arribista Francisco, en la piel del materialista Pedrós que ha venido a este mundo para hacer negocio hasta con el perro que sale su paso. Chirbes es cuando rebusca en la mente del padre y el abuelo y en la mente del resto de personajes vencidos y extraviados que conforman esta monumental obra impregnada del más crudo egoísmo de miserables y desgraciados carentes de moral que viven  en medio de un capitalismo depredador, donde ni siquiera los buenos se libran pues todos quedan embarrados por el fango de ese pantano de Olba, que se traga las mentiras pero también la verdad.

Hablar de la trayectoria literaria de Rafael Chirbes es aproximarse a un escritor exigente  que se arma de una profunda observación para dar con el diamante en bruto de la condición humana, con justa razón a la fecha es considerado uno de los mejores novelistas vivos en España donde van en aumento los lectores que siguen su trayectoria compuesta por la extraordinaria  Mimoun,   finalista del premio Herralde en (1988) En la lucha final (1991), La buena letra (1992), Los disparos del cazador (1994), La larga marcha (1996), Premio alemán SWR-Bestenliste, 1999, La caída de Madrid (2000), Los viejos amigos (2003), Premio Cálamo «Libro del Año 2003, Crematorio,(2007) Premio Nacional de la Crítica,Premio Cálamo «Libro del Año 2007”, y Premio Dulce Chacón (2008).

Cabe señalar que Rafael Chirbes desde hace varios años se ha ganado el  respeto en países como Francia, Italia y Alemania donde, un buen número de lectores y académicos revisan su obra con especial atención.

Con En la orilla  Rafael Chirbes toma una enorme distancia con cualquier otro planteamiento narrativo o arriesgada propuesta capaz de tomarle el pulso a estos tiempos duros. A  Chirbes le ha significado años observar cómo se contagia todo y estoy seguro que  transita por el mismo sendero de Juan Marsé en Si te dicen que caí, y así también, se emparenta con Vargas Llosa de Conversación en la catedral,  pero sin necesitar preguntarse en qué momento se jodió España, Chirbes lo ha mostrado arrojando las piezas de un puzzle compuesto por equívocos actos humanos, que mientras dura la vida, no parece tener fin. Esta novela ha conseguido reflejar el síntoma punzante de la sociedad desde los buenos tiempos hasta los años del castigo: esa indignación de nuestros días donde cada día parece que todo amaneciera peor, aunque bien es sabido que: “El tiempo nos domestica a todos, nos tranquiliza, nos seda, nos acuna suavemente hasta que nos duerme”.

En la orilla: Editorial Anagrama.

Páginas: 437

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En la orilla: Editorial Anagrama.

Páginas: 437

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