Al día siguiente, después de llegar sanos y salvos a la civilización sin que nos cayera una gota de agua, pero con la sensación de tener el agua al cuello, los órganos competentes avisaron de una alerta roja meteorológica. El agua de la montaña era demasiado fría, tal vez por eso ella me escribió desde su casa, subrayando que ya por fin se había duchado, lo que me hizo suponer que el viaje le había resultado demasiado rudo y primitivo. Es más, tras una conversación telefónica comprendí que Marisa ya no confiaba en mí, no por mis malas intenciones, (la había tratado siempre bien) si no por el miedo que había pasado por el sitio al que la había llevado y sobre todo cuando nos extraviamos en el bosque. En realidad, tenía miedo no de lo que había hecho, o de lo que le podían hacer yo, sino de lo que le habían hecho otros. Pero el bosque solo había sacado el estrés que ya estaba en ella. Poco a poco, comprendí que al regresar a la civilización volvería con un novio que no la trataba nada bien. De hecho, el precio de la vivienda y la carestía de la vida obligaba a muchas parejas a mantener relaciones tóxicas para poder pagar el alquiler y la cesta de la compra. Me fui a trabajar. Yo, por el contrario, como estaba esperando la Nueva Gran Depresión cada café solo que me tomaba sabía a oro. Llevaba más de ocho horas solo y ahora comprendía por qué Marisa no quería tener nunca cuchillos cerca, y su constante insistencia en su capacidad para defenderse a sí misma. Tal vez el que había estado en peligro era yo. Ella no estaba bien. Algunas cosas malas le estaban pasando. Pero ella nunca me lo quiso confesar abiertamente. De hecho, a pesar de sus males, su vitalidad y su inteligencia emocional, la animaban siempre a ser la estrella de la fiesta, a tener la última palabra, a provocar la risa de sus interlocutores. En efecto, ahora venían las Navidades y había que trabajar todo lo posible para enviar regalos a sus hijos. Era de suponer que las circunstancias de la vida nos iban a alejar en las próximas semanas debido a que ambos tenían que afrontar nuestros propios problemas. No había tiempo para relajarse. Sin perjuicio de que las autoridades esta vez habían tomado las medidas oportunas para evitar más muertes, la horrible catástrofe que había sucedido en Valencia estaba creando una cierta situación de estrés en gran parte de la población. Cuando llegué a mi nocturno y solitario, puesto de trabajo, me dediqué a centrarme en mis labores como operador de mantenimiento, encontré todo tal y como lo había dejado tras mis días de descanso. Pero yo estaba bien. A pesar del estrés de Marisa la retira a la cabaña, me había hecho recuperar mi paz interior y mi empatía. Eso era una pieza clave para tomarme con resiliencia la falta de respuesta de mis superiores antes las mejoras que requería, en cuanto a Prevención de Riesgos Laborales, aquel prestigioso club social del norte de España. Pensé en Marisa, que ya debería de estar relajada y dormida en su casa. Entonces escuché un grito de mujer. Alguien se estaba ahogando en agua. Llamé al 112. Le tiré un salvavidas. Cuando llegó la policía les di la llave de la zona en la que se guardaban las barcas. Rescataron a la mujer gracias a que tuve sangre fría y pude hacerme una composición de lugar, porque los que llegaron eran valientes y jóvenes y si se hubieran lanzado se los habría llevado la corriente. La adrenalina también engancha. Pero es mejor no perder la calma. Cuando vas todos los días a un trabajo anodino no te planteas que tu presencia puede contribuir de forma clara a salvar la vida de alguien como Marisa, mucho menos a una de esas heroicas personas de barrio que te ha vuelto a hacer creer en la vida, en el respeto y en el afecto.
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.