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Ilustra Evelio Gómez.

Sí, pensé. Hay ciertas cosas que uno no puede conseguir si no es mediante el engaño, la extorsión y la mentira; si has nacido siendo uno de ellos entonces hay cosas que no podrás conseguir excepto si engañas, mientes y extorsionas no a aquellos que han tenido la suerte de nacer en otra parte distinta que la parte donde tú has nacido, estando por ello fuera de tu alcance, armados con la fuerza y la altura y la destreza que tú no tienes ni has tenido, sino engañando, mintiendo y extorsionando más bien a los otros, a los débiles y los desposeídos familiares y domésticos hundidos en la misma anónima charca de inmundicia y vergonzosa pobreza donde te hundías tú al principio. Así de sencillo. Engañar, robar y extorsionar a aquellos que serían iguales tuyos si no fuese por la pizca de arrogancia erróneamente adquirida que te distingue de ellos; la ventajosa arrogancia postiza y erróneamente adquirida cuya eficacia consiste en no otra cosa que en la falta de arrogancia de ellos mismos, de los otros como tú, de los tuyos, de todos aquellos que siendo tan profusamente miserables desde el inicio como tú lo eres o lo has sido sin embargo no quisieron o no supieron admitir el hecho de que ni siquiera en el interior de la charca de anónima pobreza e inmundicia todos somos iguales; no, qué absurdo, ni siquiera allí somos todos iguales; no, qué idea, también allí hay clases y hay grados y hay matices según fuerza y destreza y según escrúpulo y arrogancia y osadía.

Al fin y al cabo yo no había participado nunca en ningún entierro así que no sólo escuchaba el relato de Águeda con interés no ficticio aunque del todo desacostumbrado tratándose de mí, sino que en cierto modo era yo misma quien la alentaba a ella para que continuase. Al fin y al cabo hacía mucho tiempo que el relato había dejado de ser suyo. No, aquel relato ya no era suyo. No, aquel relato ya no versaba únicamente sobre las circunstancias y los pormenores del entierro de su tío muerto de insuficiencia cardíaca en un paseo marítimo a las cuatro y media de la tarde un domingo en A Coruña, sino que había ido adquiriendo progresivamente una indudable significación suprapersonal, casi diríase cósmica, o al menos eso pensé yo mientras reconocía uno a uno los rasgos del tipo o el molde de los caracteres. Quiero decir que reconocí en su historia la masa madre de la mía pensando con asombro, con estupefacción: cómo puede ser todo tan simple, y reparé en lo descorazonadoramente eficaz que resulta siempre la explicación más sencilla de todos aquellos asuntos capaces de cortarnos la respiración en nuestras horas más sombrías, más turbias y más desconsoladas, cuando alimentamos sin quererlo la desesperada ilusión de que nuestro desbordamiento es nuestro, íntima y exclusivamente nuestro, cuando nada más lejos de la verdad si lo pensamos bien, nada más falso en realidad que ese sentimiento de inalienabilidad y exclusiva identificación en el dolor y el sufrimiento personales.

Así que escuché su relato a partir del punto donde ella decidió empezarlo. Cómo había accedido a viajar por un motivo completamente insuficiente para ella misma, pero absolutamente obligatorio y suficiente para su madre. Cómo soportó los insultos e invectivas de sus tíos durante el viaje de ida y el viaje de vuelta y toda la estancia por el mismo motivo indirecto por el que había accedido a recorrer dos mil kilómetros en sólo tres días. Cómo esquivó las torpes trampas absurdas que los tíos le tendían a cada paso no porque realmente creyese que había algún peligro en ellas, sino porque los tíos suponían estar esquivando algún tipo de amenaza poco ventajosa para ellos mismos procediendo de ese modo y esto Águeda lo sabía bien, demasiado bien lo sabía, por algo había comido en su mesa prácticamente todos los fines de semana durante su infancia la carne que su tío le servía diciendo «come que esta carne no la comes en tu casa»; el mismo tío que tres años antes removía la ropa en los cajones de la habitación donde yacía el cadáver inquieto y descoyuntado de su hermana pequeña inquieto y descoyuntado yacía el cadáver mientras él abría con furia y vanos golpes las puertas del armario y gritaba a las hermanas: mirad si hay algo decente que ponerle; porque si allí no había nada decente con que envolver el inquieto y descoyuntado cuerpo sin vida de su hermana pequeña él no tendría inconveniente alguno en salir inmediatamente a comprar algo que sí fuese decente. Lo compraría con su dinero; lo compraría con el dinero que su hermana no llegó a poseer nunca por pura y simple necedad y mucha, mucha mala suerte. Aunque en realidad él se alegraba. No sabía exactamente por qué pero en el fondo se alegraba de que su hermana pequeña no hubiese tenido nunca suficiente dinero como para dejar colgando de una percha después de su muerte siquiera un vestido decente con que tapar aquel resto inquieto y descoyuntado que de tan poco le había servido durante su vida.

– Yo tenía ocho años, dijo Águeda con voz serena, firme, entera, sin vacilación–. Todavía me acuerdo aunque sólo tenía ocho años.

Ocho años –dice Águeda. Como si las vejaciones y las humillaciones sufridas en ese tiempo que ha sido y seguirá siendo antes, ahora y después el centro inmóvil de toda existencia no fuesen sino las más indoloras de todas, las más susceptibles de ser relativizadas con el paso del tiempo en lugar de enquistarse como salta a la vista que a ella el tiempo le enquistó aquella herida tan vieja como la voz de su tío diciendo en tono socarrón, hiriente y despectivo: «come de esta carne que en tu casa»; por lo que ella se dio cuenta aunque sólo tenía ocho años de que su tío deseaba herirla ciertamente no con golpes, no con actos, sino con palabras, torcidas cobardes palabras que pusiesen en evidencia la ya evidente pobreza de sus padres, que no reaccionaron ni alzaron la voz ese día ni los otros aunque sin duda estaba en sus manos el hacerlo en realidad no estaba ni podía estar en sus manos el hacerlo como tampoco estaba en las manos del tío el no hacerlo porque en realidad sus padres no podían cometer aunque lo deseasen el mismo acto insensato y luctuoso contra la solidaridad familiar no por miedo o cobardía sino por dolor y amor y pena; porque ellos amaban y respetaban aquello que desde tiempos ancestrales venía ocurriendo en todas las familias que habían vivido antes que ellos sobre esta tierra.

Así que los padres de Águeda toleraron siempre en leal y conforme silencio el insensato atentado contra la solidaridad familiar y las raíces que su hermano y cuñado perpetraba delante de sus ojos y a costa de sus hijos una y otra vez, cada sábado, cada domingo, innumerables veces sonaban las vergonzosas palabras escupidas más que pronunciadas con arrogancia y desprecio y villanía sobre el plato de la niña que treinta años más tarde iba a relatarlo con serenidad, indignación y cierta, incontenible pesadumbre.

– Pero al menos yo tengo un consuelo, dijo la voz redonda y serena de Águeda–. Al menos mis padres no tuvieron que envenenarse durante toda una vida con sus propias palabras.

Y entonces percibí el orgullo enterrado en unas palabras que además de esto decían o yo creí entonces que decían:

«Si mis padres no protestaron todas aquellas veces no fue porque no pudiesen hacerlo, sino porque no lo desearon; porque en el fondo de sus corazones rechazaban cualquier violación de los antiguos preceptos; porque condenarían una y otra vez desde el fondo de sus pobres corazones la idea de contribuir ellos mismos con sus propias acciones a la desaparición de lo que desde tiempos ancestrales venía ocurriendo en el seno de todas aquellas familias que se preciasen de serlo. Sí. Por eso no dijeron nada en absoluto: por un ancestral sentimiento de solidaridad familiar que también yo respeto porque es sólido y bueno y constructivo; el mismo sentimiento sólido y bueno y constructivo por el cual mis padres toleraron siempre con sorprendente abnegación y templanza las deshonrosas palabras y las humillaciones que su hermano y cuñado perpetraba ante sus mismísimas narices según ellos no a sus hijos, pues creían que no estaba en la mano del hermano ni de nadie herir a quienes habían sido educados según las normas de solidaridad y respeto y apoyo muto entre los miembros de una familia que no se avergonzase de serlo».

De modo que comprendí lo evidente: aquellos arraigados sentimientos de amor y solidaridad ancestrales habían sido el obstáculo que les impidió no sólo ganar bastante dinero de la misma forma que el hermano había ganado el suyo, sino defenderse también de las agresiones de aquellos que habían ganado así su dinero y cuya superioridad sobre ellos mismos y los que eran como ellos se cimentaba en haber pisado todo viejo sentimiento de consistencia y solidaridad familiar, así como en haber perdido en ese empeño toda capacidad para entender que tales palabras habían poseído en algún momento de la historia humana un significado vivo y honrado y bueno y constructivo. Así que supongo que sus padres prefirieron tolerar los insensatos desprecios y las humillaciones antes que destruir en sus mentes la idea que tenían de qué era una familia, lo cual hubiese sido como destruir en sus cabezas y en el mundo exterior el sueño mismo de la solidaridad entre humanos junto con la posibilidad de amor y amistad y cariño y todo aquello que ancestralmente había sostenido y empujado al hombre hasta el lugar donde hoy aparecía humilde y erguido fuese donde fuese que se encontrara.

Naturalmente esos viejos escrúpulos no sólo habían sellado de una vez para siempre la debilidad y la desventaja de las que los padres partían, sino que les hicieron blanco fácil para las burlas de aquellos semejantes suyos que aun embarrados hasta las rodillas lograron sin embargo quizá no lanzarse a sí mismos más allá del cieno, pero sí aquello que creían ser una prolongación de sí mismos: lanzaron a su hijo, lanzaron a los hijos de su hijo. Porque Águeda contó que a ninguno de ellos ni siquiera a sus padres se le había pasado en ningún momento por la cabeza considerar siquiera la posibilidad de que su primo estuviese obligado a desplazarse para el entierro de aquel tío como sin embargo ellos creían que Águeda estaba obligada: obligada a moverse y desplazarse y participar y asistir en un momento de disolución y pena a los miembros de su familia. No. En absoluto. Ninguno de ellos consideraba que un primo tuviese que tener las mismas obligaciones y las mismas ventajas que otro primo siendo el mundo tal y como es y estando el mundo tal y como está absolutamente desprovisto de aquellos valores en los que sin embargo algunos de ellos todavía creían quizá para desventaja o desdicha suya. Por eso sus padres tampoco la defendieron cuando su tía lanzó aquellas invectivas sobre las costumbres, los méritos y las decisiones de su hija de treinta y ocho años, pues un insulto a sus hijos hubiese sido aquí al menos a sus ojos tan sólo un mal menor, una desgracia que ellos superarían en su propia cocina como siempre habían superado las desgracias hasta ese momento sin necesidad de violar por ello la solidaridad entre hermanos ni la idea de familia que habían recibido en ancestral herencia y por la que tanto se habían sacrificado y tanto habían sufrido con tolerancia y resignación a lo largo de sus vidas y de la que sin saber cómo ni por qué se enorgullecían.

Lo pienso y lo comprendo bien. No importaba que el dinero del hijo bien establecido tuviese su origen en el desfalco y la extorsión y la indecencia de los padres porque sencillamente ya no habría necesidad de que el hijo cultivase la extorsión y el desfalco y la mentira sino que podría permitirse tener algún valor que otro y hacer como si la cosa no fuese con él en absoluto. Podría declararse amigo de sus primos. Podría hacer alarde de riqueza aunque sin ostentación. Podría conducirse sin mentiras porque ya sus padres habían mentido por él lo suficiente para dos o tres o cuatro vidas humanas y todo eso era cosa del pasado.

Que se hubiesen aprovechado incluso de sus hermanos era ya cosa del pasado. Uno debe olvidar el pasado, sobreponerse al pasado, vivir sin el pasado, más allá del pasado. Uno debe saber que los crímenes de una generación fundan la paz de la siguiente. Que el edificio hunde siempre sus raíces en el fango. Uno debe tener presente esto sin enfurecerse demasiado ni angustiarse demasiado ni dolerse nunca demasiado.

La movilización que causó esa muerte en una familia tan inmensa, pensé. Los primos llegaron de todas partes; los hijos tomaron un avión en Hamburgo o en Bremen y aparecieron allí, en mitad del territorio ajado de su infancia, reconociendo la casa en ruinas de Agustín el loco, cuyo avance fundamental hacia la curación había consistido en que ahora estaba muerto y por tanto completamente libre de obsesiones y manías y otras amarguras. Volvieron a pisar el suelo de la casa de una abuela que ya no era la casa de nadie puesto que el propio padre la había soltado después de haberla soltado antes su abuela porque todos lo soltamos todo en la hora de la muerte. Y entonces yo pensé mientras Águeda hablaba:

«Ella se hubiese reído de todo esto de los primos y los hijos. La mujer que era mi abuela se hubiese reído del afán y el agotamiento de estas pobres gentes por un tío, nada más que un tío. ¿Qué es un tío al fin y al cabo? ¿Qué es un tío al que se odia y se desprecia? Qué diría mi abuela de la emotividad efusiva; qué diría ella de las lágrimas vertidas a deshora de camino a un camposanto que ella no había pisado más de dos veces en toda su vida ni por sus muertos ni por los muertos de su marido entre los que sin embargo distinguía bien, implacablemente bien, aunque uno no supiese exactamente qué diferencia había si en el fondo no había ninguna y resultaba ya imposible tragarse la lenta y aburrida y amarga y vieja cantinela: la solidaridad centrípeta de la casa comportaría para nosotros miembros de ella amor y apoyo muto y comprensión en los inevitables momentos de la pena y la dificultad de la vida. Entonces supe que aquel era el motivo por el que yo había alentado a Águeda para que continuase contando su relato; sí, supe por fin qué era aquello que resultaba lo bastante conmovedor para mí misma como para abrirse paso a través de este hielo y este autismo y esta indiferencia.

Pero es un gusano la avaricia, un gusano insensible de carrera incansable y tormentosa. Si bien no fue avaricia la palabra que Águeda utilizó entonces para calificar el comportamiento de su tío en el primero y en el segundo y en el tercer entierro de aquel año sino que dijo mezquindad, pura y simple mezquindad, sencillamente eso: mezquindad. Por eso me asombré cuando manifestó ignorar la razón por la que el tío había lanzado el reloj en el ataúd de la abuela como quien lanza un guijarro para hendir el océano; el mismo reloj que pocos días antes le reclamó a la mujer (prima o sobrina) que se había responsabilizado del cuidado de su madre a cambio de dinero durante los últimos años de su vida escupiéndole a la cara las palabras «Dónde está el reloj de la abuela». Pues Águeda contó que la mujer (prima o sobrina) sacó el reloj guardado de prisa y corriendo en su bolsillo después del ingreso hospitalario de la anciana y entonces el tío lo cogió y lo guardó en el suyo para lanzarlo días después al interior del ataúd como quien lanza un canto para que baile un segundo sobre el río y luego se hunda y desaparezca. Por lo que Águeda preguntó mirándome porque sin duda no había dejado de preguntárselo a sí misma por más que ya supiese la respuesta:

– Por qué lo hizo, digo yo. Por qué le pidió el reloj a la mujer que había cuidado de su madre durante los últimos años de deprimente vejez y agotamiento. Por qué humillar así, cuando no hay necesidad.

– Porque temía que lo robase, respondí–. Porque en realidad tu tío nunca había regalado aquel reloj. Porque aunque poseía el dinero para hacerlo en el fondo no era lo suficientemente rico como para regalar nada. Porque creía que el reloj seguía perteneciéndole por el mero hecho de que fue él quien entregó la cantidad justa de dinero que pedía la etiqueta.

– Y no sólo el reloj, continuó diciendo Águeda mientras movía la cabeza hacia un lado y hacia el otro como negando enérgica y apasionadamente, pues sin duda recordaba con precisión bastante pasmosa cuáles habían sido exactamente las palabras que entonces pronunciaron los labios de aquellos hombres que decían ser los hermanos de su madre aunque uno no supiese bien qué quería decir esto. Sí. Águeda recordaba con precisión y viveza pasmosas los gestos que efectuaron los cuerpos de aquel hombre y aquella mujer y las cabezas dobladas hacia delante y las manos extendidas como buscando agarrar y golpear y las muecas que entonces desfiguraron las caras familiares y domésticas pero desconocidas porque no podía conocerse lo que despertaba tanto miedo y tanta angustia.

Y no sólo le pidió el reloj, dijo Águeda. También le pidió los veinte euros de la semana que no llegó a cuidarla porque ya estaba muerta.

Esto ocurrió en el segundo entierro, unos seis meses antes de nuestra conversación, pero no sirvió de nada porque volvería a ocurrir o seguiría ocurriendo en el tercero y en el cuarto y en el quinto y en todos los entierros que faltaban todavía.

– Porque uno empieza allí donde se interrumpe el otro, dijo Águeda–. Por eso mi prima Rosa perdió los estribos no en aquel segundo entierro después del cual le fueron reclamados los veinte euros correspondientes al tramo del mes que no había tenido tiempo de cuidar de quien ya estaba muerta, sino en el entierro siguiente, en el tercero, seis meses después.

De modo que creo que es por esto que Águeda me cuenta ahora con precisión y visible desahogo cómo en el interior de la vieja casa se agitaron salvajes los brazos y se adelantaron los cuellos y se deformaron los rostros y todo eso que según dice conformaba el digno material de una película, Y creo que es ahora cuando utiliza la palabra «mezquindad» para calificar el comportamiento de su tío en el seno de la familia; y es ahora cuando yo pienso con cierta dificultad y cierta pena y cierta confusión:

Mi abuela se hubiese muerto de risa ante el esfuerzo y la agonía y el dinero gastado por esas pobres gentes a causa de un tío. Un tío. Y qué es un tío vamos a ver. Qué es para merecer tanto alboroto y tanto gasto y tanto esfuerzo.

– Al menos vivir sin que se te atraganten las palabras, dice Águeda, como si con esto resumiese lo más esencial o lo más verídico de su relato. Al menos que el veneno que nos mata nos llegue desde fuera. Porque cuando mi tío gritó a sus hermanas: mirad si hay por ahí algo decente en realidad ya no existía la persona a quien esas palabras tal vez podrían herir o afectar de algún modo, sino que únicamente estaba él mismo, el hombre solo, el hombre corrupto por aquella vieja pobreza de la que había estado huyendo inútilmente a lo largo de su vida.

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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