Los fenómenos sociales, ya sean espontáneos o construidos por un deseo de controlar cuerpos colectivos, en última instancia se encuentran y chocan con las estructuras antropológicas, con lo que lo humano es por naturaleza más allá del construccionismo político que, sin embargo, ejerce una gran influencia en la vida de los individuos y las comunidades.

Un ámbito en el que esta dinámica es particularmente evidente, delicada y por tanto también destructiva es la educación, la escuela. Desde hace algunas décadas, y de forma cada vez más acelerada, la escuela permeada por los principios pedagógicos del Occidente anglosajón -y por tanto sustancialmente por el conductismo combinado con el moralismo- ha visto en su centro algunos fenómenos, tales como:

-la presencia cada vez más obsesiva de los padres en las escuelas, con la consiguiente primacía del componente emocional y privado en detrimento del componente profesional y objetivo, es decir, los educadores, maestros, profesores;

-la consiguiente pérdida de identidad y seguridad por parte de los docentes, reducidos ya sea a burócratas o a empleados domésticos, y ahora afectados de manera preocupante por el síndrome de burnout;

-una obsesión sobreprotectora dirigida a los niños y adolescentes, a quienes se supone que hay que proteger incluso de la más mínima dificultad, de los disgustos y sobre todo de los conflictos.

No sólo es evidente la imposibilidad empírica de un programa así -la existencia es fricción y conflicto- sino también la consecuencia destructiva de no dejar crecer a las personas, dejándolas en una condición de infantilismo y de dependencia perpetua que perciben claramente (a veces incluso con consternación) quienes enseñan en la universidad -y por tanto se ocupan de la educación en una fase en la que las personas ya deberían ser autónomas y adultas.

Este es el contexto educativo en el que se desarrolla la historia de la película La tutoría (Armand, Halfdan Ullmann Tøndel, Noruega, 2024). Esto sucede en una escuela noruega, es decir, en aquella Escandinavia que desde hace mucho tiempo ha aceptado acríticamente los dogmas de la pedagogía anglosajona y de la sociedad de control en la que se sigue al individuo de forma vigilante y en última instancia tiránica «desde la cuna hasta la tumba».

Sucede que un niño de seis años, Jong, es encontrado llorando en el baño y responde que su compañero, Armand, también de seis años, intentó violarlo en el ano. La inverosimilitud de tal eventualidad (a los seis años de edad el pene humano no es capaz de una erección tan potente) queda casi descartada. Se convoca a los padres de los niños. Elisabeth, la madre de Armand, pronto se ve sometida a un juicio que se basa en su vida privada y que no tiene nada que ver con el episodio objeto de la citación. Delante de los padres hay una profesora joven, honesta y voluntaria, cuya presencia se ve anulada por la de un director tan cobarde como inestable e incompetente (tres características que describen perfectamente a la mayoría de los «directores de escuela» italianos) y por un psicólogo completamente inconcluyente y aquejado de continuas hemorragias nasales.

Pero el sentido y el valor de esta película reside en la diferencia con una trama que, contada de esta manera, parece la de una película sociológica. No, se trata de una obra antropológico-simbólica en la que algunos acontecimientos, su ubicación espacio-temporal, los diferentes colores de las salas adquieren una función primordial. Una función particularmente y densamente física. De hecho, la película se aleja de cualquier simple verosimilitud en al menos tres escenas: la sonrisa y la risa de Elisabeth durante la conversación con sus padres y profesores; esta madre está bailando con un niño de escuela; el paso del odio de los otros padres hacia Elisabeth desde una dimensión interna y psicológica a una completamente física en la que muchos se lanzan poco a poco unos contra otros. Excepto para luego revertir el resultado cuando se aclaren los hechos tal como realmente sucedieron.

Cada elemento de esta película está cuidadosamente pensado y meditado. El sentido de la historia queda claro desde el principio gracias a un elemento que no describiré aquí para dejar que quienes vean La tutoría lo descubran por sí mismos, pero es un elemento “técnico” muy claro.

El director, de treinta años, era maestro de escuela primaria. Una condición tal vez necesaria para pensar, proyectar y realizar una película tan correspondiente al absurdo que hoy sucede en las escuelas del Occidente anglosajón y que había sido prefigurada con la lucidez habitual por Ivan Illich en Herramientas para la convivialidad: «El evento catastrófico inevitable podría ser o bien una crisis en el final: final por aniquilación o final en el campo de concentración mundial de BF Skinner dirigido por un TE Frazier».

Illich lo había entendido bien, pero no era difícil para los espíritus libres que, ante la inmensidad del crecimiento infinito postulado por el capitalismo, una de las posibles consecuencias habría sido la sociedad de control. El control que ya había intuido Hannah Arendt sería totalitario y conduciría al colapso de las sociedades liberales, que nacieron como “sociedades abiertas”. Illich analiza y critica por ello la «Caja de Skinner», una sociedad guiada por algoritmos a través del uso sistemático del protocolo estímulo/respuesta, que para Skinner –a diferencia de Watson– no debe ser pasivo sino que requiere la adhesión activa y positiva de los controlados. De este modo, el conductismo aparece como lo que siempre ha sido: una práctica orientada a la obediencia interna y al control generalizado. Es obviamente emblemático que uno de los libros más importantes del psicólogo estadounidense Burrhus Frederic Skinner se titule Más allá de la libertad y la dignidad (1971). Tal es la tendencia del Occidente contemporáneo y por tanto de sus escuelas y universidades. La tutoría también habla de esto.

Fuente: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/escuelas-occidentales/

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