Hace cinco años leí en el muro de uno de mis contactos en Facebook, simpatizante notorio de la izquierda abertzale (en adelante IA, por usar una sigla ya generalizada), un comentario tajante de rechazo a la violencia de ETA: «Hoy por hoy la lucha armada no sirve para nada» (sic).

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Como las interpretaciones son siempre capciosas, intentaré abordar literalmente el anterior aserto. Su análisis semántico aludía a un tiempo concreto, el presente, que sugería una comparación negativa con respecto a un pasado; también acusaba de nula utilidad a una actividad determinada, la lucha armada. En sentido estricto, esta oración no incluía ninguna consideración de orden moral sobre dicha actividad. Puede añadirse incluso, aunque sea entrando en el terreno de la suposición, que la frase se refería a una conveniencia política e histórica dada. No se cuestionaba, colijo, la moralidad de la lucha armada, sino su efectividad en función de resultados. La crítica formulada solo era de tipo técnico, pues no iba más allá —o no parecía hacerlo —de un análisis puramente utilitarista.

Cinco años después del fin de la violencia de ETA, cabe preguntarse por el protagonismo que está jugando la reflexión ética en el proceso de paz vasco (por así llamar a la situación inaugurada el 20 de octubre de 2011, hasta la fecha perseverantemente boicoteada por el gobierno de Mariano Rajoy). Y también por la influencia real de dicha reflexión, tanto entre los antiguos dirigentes abertzales como sobre la gran mayoría de los votantes que respaldaron a las candidaturas de Bildu en las convocatorias electorales habidas desde entonces (313.000 votantes en los comicios generales de 2011, 225.000 en las autonómicas de 2016).

En opinión de los partidos Popular (PP) y Socialista Obrero Español (PSOE), las dos fuerzas «constitucionalistas» principales (¿son las demás aconstitucionales?), la estrategia política actual de la IA obedece a los presupuestos utilitaristas recién sugeridos: una vez derrotada la lucha armada, aseguran, el rechazo a la misma viene obligado por la necesidad de salir de la ilegalidad. «A la fuerza ahorcan», dice el refrán, por lo que la corriente abertzale mayoritaria se agarra como puede a su oportunidad de supervivencia, sin abandonar el original respaldo a ETA ni saldar cuentas con su pasado. Sin embargo, la cuestión parece más compleja a otros espectadores del proceso de paz (con perdón, nuevamente), quienes sostienen que el viraje político respaldado por la masa social de la IA no carece de planteamientos éticos, dicho sea sin caer en estadísticas ficticias y aun reconociendo que buen número de votantes de este cuerpo electoral sigue anteponiendo las consideraciones coyunturales.

Atendamos por un momento a los precedentes del fin de la violencia. Factores como la brecha abierta en 2001 por Aralar (escisión que rechazó tempranamente la violencia de ETA, con importante representación en Navarra), que de algún modo obligó a todos los miembros y simpatizantes de la IA a reconsiderar su posición con respecto a la lucha armada cuando aún se vivía de pleno aquella aberrante «socialización del sufrimiento» aprobada en 1994 por la antigua Herri Batasuna (la trágicamente célebre Ponencia Oldartzen, que supuso la persecución indiscriminada de todo adversario político); las frustrantes rupturas por parte de ETA de la tregua de 1998-1999 y del alto el fuego de 2006-2007; la tendencia electoral al crecimiento del voto soberanista en situaciones de ausencia de violencia, muy acusada en las elecciones autonómicas vascas de 1998 y en los comicios municipales y forales de 2011, aunque mermada en 2016 por la fuerte irrupción de Podemos en las provincias de la comunidad autónoma de Euskadi; y, sobre todo, la diaria convivencia con los frutos de la violencia (la contemplación del dolor, aunque sea ajeno; las trabas de todo tipo interpuestas por el miedo en la vida cotidiana; el rechazo que el sentido común alza frente a la irracionalidad del odio), serían los mojones del peculiar camino de Damasco de la IA, durante el cual ha podido abrirse paso una visión más ética y menos táctica con respecto a su relación con el resto de la sociedad vasca. Rechazar la posibilidad de esta reflexión supone negar la humanidad misma —y para los más reacios a esta consideración, déjese solo en una humanidad psicológica —de todo el colectivo abertzale, y conduciría a un debate de lo más confuso, viciado desde su mismo origen.

Así pues, no sería ilógico dar por sentado que en el amplio espectro de la IA se dan dos posiciones convergentes en su sentido político, aunque disímiles por su origen. Una, la ética, ha llegado a la conclusión de que la lucha armada es reprobable en el orden de los valores, aunque puedan mostrar comprensión por la violencia política en otros períodos históricos (por ejemplo, bajo la dictadura franquista); la otra, táctica, considera que la lucha armada es un obstáculo para alcanzar sus objetivos más acariciados, pero no rechaza su práctica en sí, como concepto. Por supuesto, cabe la opción de tomar las dos anteriores como igualmente acertadas, consideración que también calificaríamos como de cariz predominantemente ético.

La primera de estas posiciones básicas parece más constructiva a nivel social y la mejor a efectos humanos. Pero ambas visiones están contribuyendo día tras días a la consolidación del proceso de paz, sin que por el momento se hayan dado pasos firmes en el mismo sentido —al menos, pasos conocidos —por parte del Estado y su principal representante, el gobierno presidido por Rajoy.

¿Por qué esta atribución paritaria de méritos a quienes arrinconan la lucha armada por una u otra razón, ética o táctica? Sencillamente, porque ambas opciones no son irreconciliables en la praxis cotidiana. Su contradicción reside en el campo de la privacidad, pues depende de la motivación; la cual, sin embargo, queda preterida a un segundo término cuando trasciende al ámbito de lo público, donde la ley fija la norma de conducta. En rigor, nadie sabe por qué el vecino acata las leyes; nadie conoce los motivos ajenos, aunque pueda presumirlos o colegirlos. En nuestra familia, en nuestra vecindad, en nuestro lugar de trabajo, por doquier hallamos ejemplos de ciudadanos que viven de acuerdo a la legalidad aun estando solo parcialmente de acuerdo con ella, o tal vez totalmente en desacuerdo, siendo su comportamiento irreprochable. ¿Cuántas personas están a favor de la pena de muerte, aunque la ley no la contemple? ¿Cuántas personas se mostrarían transigentes ante la venganza, aunque la ley la persiga? No sabremos nunca si este o aquel son buenos ciudadanos por convencimiento o interés (o por miedo a la cárcel, dado el caso), pero sí podrá decirse de ellos, mientras se mantengan dentro de los límites marcados por el ordenamiento legal, que cumplen con los preceptos de una convivencia civil pacífica.

Pues bien, en la IA van sin duda de la mano quienes respaldan el proceso de paz por pura táctica y quienes lo hacen a consecuencia de una reflexión ética. Y ambos están llamados a reunirse con terceros que nunca compartieron sus posiciones para tratar sobre los asuntos de la res pública. Y lo hacen y harán porque la propia lógica de lo cotidiano —aparte del mandato de las urnas— les obliga a ello; porque hay que debatir y acordar sobre infinidad de asuntos más o menos enjundiosos, no siempre relativos al debate político propiamente ligado a la lucha armada, y el propio interés de cada uno de los actores políticos les obligará a estar presentes en el ágora de las decisiones. Se trata de una empresa harto compleja, ya lo sabemos, pero no hay más remedio que emprenderla y no cabe el rechazo de los partidos «constitucionalistas», si no quieren verse rebasados por el decurso de los acontecimientos.

Otro cantar es que la corriente mayoritaria de la IA debe someterse —parece que lo está haciendo —a un intenso examen de conciencia —no me gusta la expresión por sus connotaciones religiosas, pero admiro su contundencia— sobre sus manifestaciones y acciones a lo largo de las tres últimas décadas. Mucho contribuiría a ello que se librase definitivamente del fantasma de «los otros», esa maldad ajena que justifica todo cuanto de perverso pueda hacer uno mismo y gracias a la cual pretende uno excusarse de cualquier responsabilidad moral con respecto a sus víctimas. Por ejemplo, cabría rehuir las argumentaciones basadas en sucesos del pasado, como la represión franquista (ciertamente ominosa, de eso no hay duda), o en los enfoques represivos con que el Estado ha abordado la cuestión vasca (se han dado, pero ni siquiera la vergüenza extrema del GAL y otros contubernios criminales surgidos de las alcantarillas del Estado pueden justificar desmanes de la ralea de la «socialización del sufrimiento»); no estaría de más reconocer que la «contraviolencia» tan cara a los teóricos maoístas de las décadas de 1960 y 1970 puede convertirse también en un vórtice de destrucción que arrastre sin más objeto a propios y extraños, sobre todo cuando se proyecta sobre miembros del propio pueblo al que se dice representar y defender; y, por supuesto, debe repudiarse la falsa prioridad intelectual del «análisis político» sobre el juicio ético. Sin estas legañas dogmáticas se divisa mucho mejor el contexto histórico y social, y le surge a uno la tentación de preguntarse si, a partir de cierto momento, no hubieran sido factibles —y más efectivas— otras formas de reivindicación y lucha para solucionar el conflicto que se dirimía en Euskadi.

Mario Benedetti pidió en cierta ocasión a Fidel Castro que aboliese la pena de muerte, para que Estados Unidos tuviera también el liderazgo del asesinato judicial en América. Ojalá el Movimiento de Liberación Nacional Vasco (Aznar dixit), a instancias de la IA, hubiera renunciado mucho antes a la lucha armada, dejando al Estado el trágico e ignominioso monopolio de la violencia; de la tortura, el secuestro legal, el terrorismo mafioso y el crimen sin resolver. Pero ahora hay motivos fundados para creer que sí lo está haciendo. Las últimas declaraciones públicas (octubre de 2016) del líder indiscutible de la IA, Arnaldo Otegi, hacen pensar que algo se mueve realmente en el llamado «mundo abertzale», el cual, en efecto, llegó a ser un «mundo paralelo», en palabras del político vasco; una quinta dimensión de la utopía —del delirio, más bien— que no era consciente de la tragedia que lo rodeaba, derivada en buena medida —ETA aparte— de sus actitudes y acciones. En la misma y correcta línea, Otegi no ha tenido inconveniente en pedir el perdón de las víctimas por todo lo que afecta a la responsabilidad de la IA, y lo ha hecho más de una vez, del mismo modo que apeló a ETA para que perseverase en la senda de la paz.

Frente a la IA, el gobierno del PP sigue disfrutando del consumo interno de su pretendida victoria policial sobre ETA. Un triunfo más que dudoso, pues el terrorismo puede menguar o recrudecer en intensidad según las circunstancias materiales concretas, pero, en última instancia, la clave de su pervivencia depende del vivero de respaldos que tenga asentado en la sociedad donde nace. La mala gestión de su mensaje y el giro de ciento ochenta grados de ETA y la IA contra amplios segmentos de la propia población a la que pertenecían rubricaron el fin de la organización armada. Pero estas consideraciones no importan ni a los aPPóstoles de la paz en Colombia, o donde quiera que sea fuera de España, que puertas adentro optan por una democracia minorada, en la que todas las opciones políticas pueden expresarse libremente —o casi— pero sin posibilidad real de consumación de sus propuestas, que de eso se encarga el Tribunal Constitucional, reformado en fecha reciente con aires de gendarme. En los fatídicos «años del plomo» se decía que toda opción política era lícita si se defendía por medios pacíficos, pero, como siempre, la letra pequeña que garantizaba la inmutabilidad del statu quo no estaba en boca de nadie. Esta postura intransigente ha propiciado la progresiva merma de la representación política del PP en los tres territorios de la comunidad autónoma de Euskadi, pérdida que también se debe —veleidades de la fortuna— a otra absurda ceguera de enfrentamiento.

Dice el tango que «Veinte años no es nada», y su moraleja es la siguiente: queda vida mientras haya voluntad, pero lástima de tiempo perdido. Cinco años aún son menos, pero podrían haber representado mucho. Aún hay tiempo. La sociedad vasca lo exige y el mayor gesto de patriotismo —de cada cual bajo su bandera— consiste en dárselo.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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