Los medios solamente tienen sentido cuando apoyan la labor de los periodistas. Lo que debería ser evidente está hoy en día muy lejos de la forma en la que se organizan y financian estas empresas. Partiendo de estas premisas, este artículo defiende que hay algo a rescatar en la idea liberal clásica de la independencia del cuarto poder respecto al estado: es casi una obviedad que hay que mantener a raya la injerencia partidista sobre las líneas editoriales de los citados medios, pero desde luego también es un deber aprender de la historia para comprender aquello que el liberalismo tradicional no fue capaz de anticipar y que en la actualidad socava un derecho tan fundamental como el de disponer de información veraz: que periodismo y lógica capitalista sin condicionante alguno son incompatibles.

La naciente industria de la imprenta en el siglo XV estaba constituida en su mayoría por sociedades mercantiles. Levantar este tipo de empresa requería maquinaria, espacios en los que trabajar, tipos de letras, papel y otros muchos elementos que exigían un capital considerable. Entonces, la iniciativa privada, un tipo de iniciativa que sólo podía sostener la burguesía emergente, era condición necesaria para satisfacer la inversión que hacía falta para la infraestructura con la que producir y distribuir información, y también para resistir de forma descentralizada a la contraofensiva de los poderes fácticos del antiguo régimen.

Tradicionalmente, la Iglesia ejercía censura sobre la publicación de textos mediante el control de escribas y copistas, pero con la proliferación de imprentas privadas, la supresión total y el bloqueo de la circulación de publicaciones en colaboración con las autoridades seculares devino prácticamente imposible. Como bien retrata la novela Q del colectivo de escritores Luther Blisset, el contrabando de libros y manifiestos a través de rutas comerciales fue clave en el surgimiento de las corrientes insurreccionales que moldearían al mundo moderno por venir. Por todo ello, puede afirmarse que en este caso específico y en ese momento histórico, un cúmulo de iniciativas mercantiles desordenadas no era una mala forma de esquivar la represión.

Es probable que sea por esta lección histórica que, como recuerda el sociólogo John Thompson, una primeriza intelligentsia liberal defendiera que libertad de empresa y libertad de expresión eran indisociables. En palabras del autor:

La libre expresión de ideas y opiniones se podía alcanzar, de hecho, según esta perspectiva, sólo en la medida en que las instituciones de la prensa fueran independientes del Estado y se situaran en el dominio privado desde donde poder desempeñar sus actividades con un mínimo de restricciones: en la teoría liberal tradicional, la contraparte natural de la libertad de pensamiento y expresión era una aproximación de tipo laissez-faire a la actividad económica.

La izquierda rechaza, con razón, una sociedad en la que toda esfera de la vida esté mediada por el intercambio mercantil desregulado, contra los liberales que refiere Thompson. Pero, a efectos de análisis histórico, debe tenerse en cuenta que cuando se originaron las primeras tecnologías que hicieron posible la creación de medios informativos de masas eran muy pocos los que vislumbraban los efectos destructivos de lo que ahora es una apuesta política dominante. De hecho, pronto la defensa liberal de un matrimonio sacrosanto entre iniciativa mercantil y derecho a la información chocaría con el surgimiento de grandes conglomerados mediáticos a principios del XIX. Este siglo fue testigo del inicio de un proceso por el que, a finales del XX, lejos quedaba ya la red de publicaciones de propiedad distribuida que inspiró al primer liberalismo, tras el surgimiento de grandes corporaciones con aspiraciones cuasi monopolísticas, participadas por grupos con intereses económicos multisectoriales cuando no directamente en manos de líderes políticos que ejercían a la vez de empresarios. La tan cacareada independencia respecto a los poderes estatal y económico estaba en cuestión.

El salto desde la tecnología utilizada en una industria ya asentada de impresión de hojas informativas en el siglo XVII, los llamados “corantos”, a la que permite producir periódicos para audiencias masivas, fue posible por innovaciones como la prensa de vapor de Friedrich Koenig, la impresión rotativa y la introducción en el sector de técnicas de división del trabajo propias de la revolución industrial. Este progreso, sumado a los costes de establecer redes de distribución de publicaciones en papel, levantó barreras de mercado cada vez más altas para operadores de este tipo que aspiraban a competir en el ámbito nacional.

Con el desarrollo de la radio y la televisión, dos medios que requieren aún más capital que la prensa, se consolidaron los grandes grupos multimedia que monopolizaron la información durante décadas. En algunos países, la concentración alcanzó cotas altísimas entre 1990 y el año 2000. Según datos del Communications Industry Report de 1995 del banco de inversión y consultora Veronis, Suhler & Associates, hoy Veronis Suhler Stevenson (VSS), en 1994 los cuatro primeros grupos en el ámbito de la prensa alcanzaron casi la mitad de toda la cuota de mercado de Estados Unidos, mientras que en radio y televisión, el mismo número de compañías se situó en una ratio del 60%.

En aquellos años, los medios de comunicación eran el principal canal a través del cual las empresas, pero también partidos, sindicatos y cualquier otro agente social, podían llegar al gran público. Este peaje los convertía en compañías muy rentables, cuyo modelo de negocio, más que en el contenido generado, estaba fundamentado en la reproducción y la distribución. De esta manera, un periódico vendía (y vende) espacios publicitarios el valor de los cuales era proporcional a su capacidad de imprimir noticias en papel a gran escala y a sus rutas de distribución a quiosco; lo mismo que el espectro radiotelevisivo, que en su caso obtenía (y obtiene) sus ingresos gracias a las tecnologías de grabación y difusión que poseía y a sus licencias de emisión. Fue una época dorada para las empresas del sector, aunque mucho menos brillante para los periodistas, como bien señalaban Edward S. Herman y Noam Chomsky en 1988 en el libro Los guardianes de la libertad: la labor de estos profesionales estaba condicionada por la propiedad (concentrada), la publicidad (de las élites), las fuentes (gubernamentales) y un consenso ideológico (pro mercado) en los medios. Y lo peor estaba por venir.

La generalización del uso de Internet, sobre todo a partir de la extensión del consumo de información en dispositivos móviles, supuso un paréntesis en la deriva monopolística señalada, permitiendo la proliferación de muchas cabeceras digitales que proveían su contenido mediante otras plataformas y servicios de reproducción de audio y vídeo. Esta fórmula precipitó la caída de las mencionadas barreras de acceso, pero el precio a pagar fue alto.

Perder el monopolio de la distribución de contenido llevó aparejado un desplome de ingresos publicitarios (la forma de financiación más importante para los medios) a favor de buscadores como Google o de redes sociales como Facebook, Twitter o Instagram. Además, este nuevo contexto generó una gran dependencia respecto a las grandes tecnológicas. Partiendo de datos de Similarweb, The Wall Street Journal cuantificó en un 40% la contribución del citado gigante de las búsquedas sobre el total de audiencias para los medios estadounidenses a fecha de 2023, tras el hundimiento de la aportación de las redes sociales mentadas arriba, que por distintos motivos habrían dejado de apostar por la distribución de enlaces de artículos periodísticos. De entre estos motivos destaca la priorización del vídeo nativo, una medida con la que poder competir con TikTok y que obliga a los periodistas prácticamente a trabajar para estas plataformas.

Antes ya se habían constatado otros efectos perniciosos del periodismo digital, como la falta de limitaciones materiales en la elaboración de contenido periodístico. Escribir más artículos en un periódico implica ampliar el número de páginas impresas y, con ello, los costes de producción y distribución. También está limitada en los canales de radio y televisión lineales, por el coste de oportunidad, la cantidad de contenido emitible: encajar un programa en una franja determinada implica prescindir de otro en esa misma franja.

Nada de esto pasa en Internet, donde el número de artículos y contenido de audio y vídeo realizados puede tender al infinito, lo que se traduce en una mayor exigencia de productividad periodística en un contexto en el que la competencia tiene efectos destructivos. El hundimiento de las barreras de mercado al desplazarse el gasto de distribución y reproducción hacia plataformas propiedad de grandes tecnológicas facilita la creación de nuevos medios, algo que fragmenta cada vez más la cuota de mercado y, en consecuencia, la cifra de negocio. Siendo la empresa informativa un tipo de organización con altos costes fijos vinculados a la contratación de periodistas, perder facturación provoca que cada vez menos personas deban trabajar más para mantener la misma cuota de mercado. Además, empuja a que la parte de la plantilla que más crezca sea la encargada de la difusión del contenido. Todos ellos, factores que explican la significativa merma de calidad de los noticieros que se puede apreciar en términos generales, paralela a la precarización del sector.

Este contexto económico ha vuelto al periodismo mucho más vulnerable ante la cooptación estatal y mercantil. De un lado, hemos sido testigos en las últimas décadas de la compra de medios por parte de magnates de todo tipo y en todo el mundo y, del otro, de una creciente influencia de los partidos a cargo de los departamentos gubernamentales con ascendencia en los medios vía publicidad institucional o concesión de licencias. En muchos casos, el beneficio de la empresa periodística no surge de la contratación de mejores profesionales ni de la inversión en innovación tecnológica, casi siempre desarrollada por operadores que no están vinculados exclusivamente al sector, sino de una creciente inversión pública sin condicionante alguno, o peor, a cambio de líneas editoriales amables, un fenómeno que Robert Brenner y Dylan Riley denominan “capitalismo político”.

A la luz de la experiencia histórica, conviene cuestionar el dogma tradicional de la indisociabilidad entre iniciativa mercantil y periodismo e imaginar formas de poner freno a la referida tendencia destructiva en el sector de la información, poco dado a pensar en políticas públicas para sí mismo. Es plausible explicar esta falta de imaginación política por el peso de la inercia de la tradición liberal dominante en la empresa periodística combinada con la inclinación conservadora de creer que la libertad de prensa es el producto de una complicada correlación de fuerzas construida a base de siglos que es mejor mantener al margen de toda innovación, no vaya a ser que se derrumben los cimientos que la sostienen.

Contra ello, hay que preguntarse de qué manera revivir el espíritu de la propiedad distribuida de la primera prensa, la que puso en jaque al poder encarnado en el antiguo régimen, discutiendo ideas como las que hemos pensado en el colectivo Espai Zero Vuit: menos inversión publicitaria gubernamental e incrementar proporcionalmente las ayudas a medios, condicionadas a más democracia y mejores condiciones laborales. Esta propuesta sigue el camino labrado por el movimiento Un Bout des Médias de Francia, una iniciativa que promueve lo mejor de la tradición de los republicanismos plebeyos, impulsada por periodistas de este país y al frente de la cual está la economista Julia Cagé.

Cagé propuso en 2015 la creación de una nueva forma jurídica, la sociedad de medios, una entidad en la que la inversión queda congelada (como en una fundación) y el peso del voto de los grandes accionistas se recorta al pasar de un umbral preestablecido, lo que otorga un mayor poder de toma de decisión a los periodistas. Contra el capitalismo político, la idea elaborada desde Espai Zero Vuit es exigir el sistema de voto sugerido por la economista francesa como requisito para optar a financiación pública, también a las sociedades de capital. Porque los que garantizan el derecho de todos a recibir una información veraz son los periodistas, no las empresas, y es a ellos a los que hay que proteger de intereses partidistas y del mercado.

Quique Badia Masoni es periodista e investigador del grupo de análisis de la estructura de la comunicación Daniel Jones de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB)


Fuente: https://sinpermiso.info/textos/garantizar-informacion-veraz-es-cosa-de-periodistas-no-de-empresas

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