Si repasamos la abundante bibliografía que sobre la novela española de posguerra se ha publicado en tos últimos años, podremos comprobar que con poquísimas excepciones, ningún estudioso concede a Gonzalo Torrente Ballester la relevancia a que le hace acreedor la simple lectura de su obra narrativa.
Quizá sea Eugenio de Nora quien, en su por tantas razones imprescindible La novela española contemporánea, únicamente le hace justicia, al destacar su poderosa personalidad y su originalidad, aunque esto no quiera decir, añade, que sea «brillante y, menos aún, fácil, accesible de buenas a primeras al lector común, debido, sobre todo, a la superposición o fusión inextricable, en su personalidad, del intelectual y del artista, del creador libre y del analista y crítico intencionado». La publicación de su última novela hasta la fecha, La saga/fuga de J. B., a mediados del año pasado, nos ha desvelado, sin embargo, a un novelista fabuloso, que parecíamos empeñados en querer ignorar. Mas Torrente Ballester tenía ya tras de sí una obra amplia y significativa.
Catedrático de Instituto en Vigo, profesor en Universidades norteamericanas. Gonzalo Torrente Ballester sigue siendo probablemente un nombre ignorado por buena parte de nuestra «intelligentsia». Torrente Ballester reside desde hace pocos meses en La Ramallosa, que se encuentra a más de medio camino de Vigo a Bayona, siguiendo la costa. El escritor ocupa, con su familia, un chalet de dos plantas y diminuto jardín, a todas luces insuficiente para albergar tantos niños y libros como tiene el novelista.
Nació en El Ferrol hace sesenta y tres años, pero no representa su edad, a pesar de que una avanzada miopía matiza con cierta indecisión la natural viveza de sus ademanes. Conversador sereno e infatigable, raramente elude el tema que se le propone, a menos que lo considere obvio.
El éxito de crítica que ha obtenido La saga, ¿se ha correspondido con un éxito de público? ¿Se ha vendido más que tus novelas anteriores?
Sí. Lo de La saga no lo entiendo, no lo entiendo en absoluto, porque de todos mis libros es el más difícil, el que lleva más carga intelectual y, según todas las previsiones relativas al lector medio español, era el que estaba condenado a un desconocimiento más amplio, más profundo. El editor creyó que no iba a ser así y corrió su riesgo. Mas, ¿por qué de esta novela, aparte su éxito de crítica, se han vendido hasta ahora unos doce mil ejemplares, a razón de unos novecientos por mes? No me lo explico. Podría encontrar explicaciones parciales, como la de que el libro ha venido a sacarles las castañas del fuego a los españoles que estaban, diríamos, abrumados por el éxito de los escritores hispanoamericanos… Pero yo no soy capaz de entender de una manera satisfactoria y completa el éxito de La saga. Sobre todo, teniendo en cuenta que la novela ha gustado a los jóvenes, lo que me parece natural, pero ya no me parece tan natural que haya gustado también a los viejos. Me parece lógico que haya gustado a los progresistas, pero, ¿por qué ha gustado también a algunos falangistas? ¿Por qué determinados lectores dimiten de su ideología ante el libro? Por otra parte, La saga no es ni una novela reaccionaria, ni una novela progresista. No sé, no me lo explico.
¿Crees que entre La saga y tus anteriores novelas hay una diferencia fundamental, en cuanto a los procedimientos y a las técnicas empleadas?
Bien, bien; en cuanto a esto, habría mucho que hablar. En mis novelas anteriores están ensayadas muchas de las técnicas de La saga. Por ejemplo, en Don Juan; por ejemplo, en Off-side. Tímidamente, si se quiere. El juego de ir hacia atrás y hacia adelante en el tiempo se encuentra en Don Juan; otros juegos de tiempo se hallan en la parte final de Off-side, donde también podrían encontrarse algunos elementos surrealistas, bastante disimulados, es cierto. En realidad, lo que hice en La saga fue desarrollar ciertos procedimientos ya ensayados, hasta hacerles cobrar mayor entidad, pura y simplemente porque la materia lo exigía. Y en cuanto al mundo de La saga, es mi mundo habitual, el mundo de la trilogía, por ejemplo; tratado de otra manera, claro, pero es el mismo mundo gallego. El cambio fundamental que yo veo entre mis novelas anteriores y La saga es que, en las anteriores, yo siempre tendí a utilizar poca narración y mucha presencia; La saga, por el contrario, es una obra preferentemente narrativa. La materia de La saga no me permitía utilizar la técnica presentativa: en la novela hay veinte tiempos distintos. Entonces hay que utilizar la narración, que te permite mezclar, volver atrás, correr hacia adelante, incluso de una manera sistemática. Por eso yo no pude escribir La saga hasta que me decidí a abandonar un procedimiento y utilizar otro.
¿José Bastida, el protagonista de la novela, es un trasunto espiritual tuyo?
No, en absoluto. El hecho de que José Bastida diga algunas cosas que yo puedo suscribir no impide que otros personajes de la novela digan también cosas que yo puedo suscribir igualmente.
Y en un plano más anecdótico, la experiencia de José Bastida durante la guerra civil española, pasando accidentalmente de un bando a otro, ¿se corresponde con tu propia experiencia?
No, no, tampoco. No tiene nada que ver con mi propia experiencia. Yo no tuve ningún problema durante la guerra.
Sin embargo, yo tenía entendido que estabas en principio en zona republicana y te pasaste a la zona franquista.
No, no. Cuando estalló la guerra yo estaba en Francia, y toda mi familia, en Galicia. Desde Francia viajé en un barco con billete hasta Lisboa, con ánimo de entrar luego en Galicia por Tuy, pero hice una gestión en Vigo y me permitieron desembarcar.
Entonces, la peripecia de José Bastida, pasando accidentalmente de uno a otro lado, ¿traduce tal vez tu visión sobre el conflicto?
¡Ah, esa es otra cuestión! Todas las imágenes que yo produzco traducen mi visión sobre algo; esto es inevitable. Entre los personajes que contienden en la guerra civil, hay una zona en la que se mueven los intercambiables: aquellos que van a la guerra porque los llevan, pero que no se sienten identificados ni con uno ni con otro bando.
Si Galicia hubiese permanecido en la zona republicana, ¿tú habrías viajado a España igualmente?
Naturalmente. Yo no vine a España a identificarme con una ideología, sino a reunirme con mi mujer y mis hijos.
Luego fuiste profesor en la Universidad de Santiago, desde 1936 hasta 1942.
Sí, desde 1936, pero desde antes de julio de 1936.
¿Y durante la guerra civil?
Seguí perteneciendo a la Universidad; claro que no había clases, sólo algunos exámenes. Al terminar la guerra me reincorporé hasta 1942.
¿Y no aspiraste en ningún momento a una cátedra universitaria?
Pues mira, cuando me marché a Francia a hacer mi tesis doctoral en París, sí pensaba en desempeñar una cátedra universitaria, concretamente la de Historia Contemporánea. Pero, como a muchas otras personas, la guerra me cambió de dirección. Cuando me encontraba solo en París, sin tener noticias de nadie, empecé a escribir, como un modo de pasar el tiempo, de no pensar en lo que realmente me angustiaba. Más tarde quizá hubiera podido aspirar a una cátedra universitaria, pero se me presentó la oportunidad de una cátedra de Instituto, esto era en 1940. Yo tenía mis compromisos con la vida. Así que hice las oposiciones y las saqué. Conmigo salieron, por ejemplo, Zamora Vicente, Balbín. Sánchez Castañer, Félix Ros, Alonso Luengo… y algunos más que no recuerdo ahora.
Perdona que insista, pero ¿cómo es que no intentaste pasar a la Universidad? ¿Es que la docencia no era tu verdadera vocación?
Sí, sí, me gustaba la docencia, me gusta. Pero por una serie de circunstancias fui dejando lo de la tesis doctoral y…
Durante muchos años fuiste crítico teatral en el diario Arriba.
Sí, concretamente desde 1950 a 1962, hasta el incidente del año 1962, en que me prohibieron hacer la crítica teatral.
¿Te echaron? ¿Por qué?
Por la firma de un papel.
¿Ese papel que firmaste fue aquel documento sobre los sucesos de Asturias?
Sí.
Esto sucedía en el inicio de la era de Fraga, ¿no?
No. Por entonces se produjo la crisis, pero Fraga no intervino en el asunto. Es más, fue precisamente él quien, siendo ministro, me dijo que tenía el Ministerio a mi disposición. Yo conocía a Fraga de antiguo, pues había sido alumno mío.
Así que durante esos años vivías del periodismo.
Bueno, yo, como catedrático, estaba al servicio del Ministerio de Marina, como profesor de la Escuela de Guerra Naval, y además tenía el sueldo del periódico y lo que sacaba de Radio Nacional. Sueldos pequeños, creo que no subían más allá de seis mil pesetas. Entonces, en 1962, reingresé como catedrático de Instituto; en 1964 me marché a Pontevedra, y, en 1966, a los Estados Unidos.
¿Puedes hablarme de los escritores que han ejercido mayor influencia en ti?
En principio, yo me considero heredero de todo el mundo, como todo el mundo es heredero de cuanto ha leído, y yo he leído mucho. Aunque dentro de este inmenso panorama, hay ciertos escritores que han dejado una huella especial en mí. Por ejemplo, Shakespeare, los novelistas ingleses del siglo XVIII, del XIX, del XX, algún francés, pero, sobre todo, los novelistas ingleses. Y tengo que citar a Heine, que he venido leyendo desde los once años. Y a Swift, cuya presencia en mi obra no ha sido señalada por nadie, que yo sepa. Y a Poe, que conocí a través de la traducción de Baudelaire. El ensayo Cómo se hace un poema fue decisivo en mí, era el descubrimiento de lo insospechado, el rompimiento con la tradición romántica, el descubrimiento de la conciencia del arte. Y al propio Baudelaire. Y a Mallarmé.
¿Y entre los españoles?
Cervantes, Cervantes. He leído mucho a Joyce, por ejemplo, pero no creo que me haya influido de manera especial. Cervantes y poco más. Las influencias que me atribuyen por ahí de Galdós o de Valle-Inclán no son ciertas. No es que no les tenga respeto o que no les haya leído, no; simplemente, sus temperamentos no coinciden con el mío. Tirano Banderas, por ejemplo, me parece la mejor novela española de este siglo, pero intentar hallar influencias de ella en El golpe de Estado de Guadalupe Limón es ceguera o mala fe. Es simplemente un problema de sensibilidad. Yo soy un hombre del Norte, un hombre de la mar, y no soy un hombre de la meseta, o de Madrid, donde se da una raza especial.
¿Quizá crees que no existe una tradición importante en la novela española?
Es una tradición que se corta constantemente. La tradición de Cervantes acaba en el mismo Cervantes, y no renace hasta Galdós. La tradición de la novela picaresca se rompe en el siglo XVII, y no reaparece hasta Cela, y quizá un poco en Baroja. La escuela realista, desde Pereda hasta Galdós, es negada por los del 98, y los del 98, por los del 27, mientras que nosotros, los del 40, no sabíamos dónde echar el ancla, y cada cual tira por donde le parece. Yo tengo escrito algo sobre esto. La continuidad que se da en la novela inglesa, incluso en la francesa, no se da en la española. En realidad, los medios de expresión propios de la literatura española son la lírica y el drama. Malos o buenos, en España siempre ha habido poetas y dramaturgos. Desde el Arcipreste de Hita hasta nuestros días, hay una continuidad, y hay continuidad en el teatro desde que aparece hasta hoy. Pero en la novela, no. Cervantes inventa la novela, y la invención, como de costumbre, emigra. Parece como si la sociedad española no necesitara de la novela.
¿Podrías hablarme de esas novelas tuyas que se anunciaron y que luego no se publicaron? ¿Llegaron a escribirse o fueron sólo proyectos?
Que yo recuerde, escribí mi primera novela a los once años: era una novela del Oeste. Cuando en 1927 ingreso en la Universidad, descubro la cultura de mi tiempo: Joyce, Proust, Picasso. Más tarde me convierto en un profesor que escribe literatura, y quizá eso motive el carácter de mis primeras obras. El viaje del joven Tobías tiene sus principales fuentes en la Biblia, lo que entonces se llamaba la vanguardia. Luego inicié una serie de «Historia de humor para eruditos», cuya primera y única novela es Ifigenia, y en la cual estaban programadas Amor y pedantería o Nueva versión de Abelardo y Eloísa y La Princesa Durmiente va a la escuela. De Amor y pedantería hay materiales incorporados a La saga. Todo el juego de Abelardo y Eloísa de esta novela pertenece a la anterior. No porque ya estuviera escrita, sino porque aproveché las anotaciones e ideas que sobre el tema tenía, las imágenes. Es decir, los materiales acumulados. La Princesa Durmiente va a la escuela la escribí completa, se la ofrecí a un par de editores que me la rechazaron, y aquí quedó la serie.
¿En qué año sucedía esto?
En 1954 o 1955.
¿Antes de iniciar la trilogía de Los gozos y las sombras?
Sí, sí. La novela la escribí en Madrid alrededor del cincuenta y tres. Había también otra serie anunciada, de la que también se publicó una primera novela. El golpe de Estado de Guadalupe Limón, pero como tampoco le hizo caso nadie, no continué. Yo creo, sin embargo, que tenía interés, ya que planteaba el propósito de describir novelísticamente el desarrollo de un mito histórico: se trataba de analizar cómo nace, se desarrolla y se destruye un mito, y cuáles son las causas de este proceso.
Hay otra novela que citas en el prólogo de Don Juan como proyecto: Las ínsulas extrañas…
Si, se publicó con el título de Off-side.
¿Cómo se explica la contradicción entre esa serie de fracasos que cosechas, y que dan lugar incluso a tu marcha a los Estados Unidos, y el premio de la Fundación March, concedido en 1959 a El señor llega, como la mejor novela española publicada en los cinco años inmediatos anteriores?
Es explicable por una de esas casualidades que se dan en los jurados literarios con cierta frecuencia. De la lucha de dos facciones resulta el triunfo de una tercera.
Miguel Delibes te citaba en una reciente entrevista como el único novelista español contemporáneo capaz de escribir una novela intelectual a la altura de Aldous Huxley, por ejemplo. ¿Qué piensas tú de ello?
En lo que tiene de halago, la afirmación me parece buena, pero…
¿Te gusta la novela de Aldous Huxley?
Para escribirla yo, no. Y es que yo soy mucho menos intelectual que Huxley, mucho menos… Además, la formación cultural es completamente distinta. Huxley se educó en un ambiente rigurosamente científico, y yo, no… No quiero decir que sea imposible para una persona que no tenga la formación científica de Huxley escribir una novela como las que él hace, ya que la cantidad de ciencia que Huxley maneja en sus novelas está al alcance de cualquiera. La mayor diferencia proviene de que Huxley se mueve dentro de la tradición inglesa, y yo, no, aunque la admire mucho. En fin, creo que no sería capaz de escribir una novela tipo Huxley.
¿Puedes hablarme entonces del proceso de creación de tus novelas. ¿Cómo acumulas y ordenas los materiales?
No puedo decir que siga siempre el mismo sistema. Yo creo que cada una de mis novelas serias, a partir de la trilogía, ha seguido un proceso distinto. Y digo mis novelas serias a partir de la trilogía, porque cuando yo escribo mis primeras novelas, no poseo una conciencia justa de la teoría novelística, como sucede más tarde. En general, hay un periodo largo de preparación y otro, mucho más breve, de redacción. En La saga, por ejemplo, el periodo de preparación empezó a finales del sesenta y seis, y la redacté durante el año setenta. Es decir, hubo más de tres años de acumulación y preparación de materiales, y menos de uno de redacción.
Sin embargo, una novela, como Don Juan, la fechas en la primavera-verano de 1962.
Eso quiere decir que la redacté en esos meses, pero la novela la venia pensando desde, por lo menos, diez años antes. Fue el tema que más vueltas me dio en la cabeza. En el ínterin escribí otras cosas, pero durante todo ese tiempo yo venía preocupado por el tema. Tengo notas sobre Don Juan desde muy antiguo.
Tú te formaste en el ambiente cultural de los años de la República…
Un poco antes, un poco antes. Yo entro en contacto con la literatura durante el Bachillerato, y luego continúo en la Universidad. Claro que lo decisivo suele acontecer entre los veinte y los veinticinco.
¿Crees que el ambiente de entonces era más propicio que el actual para el trabajo intelectual?
Sí, mucho más.
¿Qué diferencias fundamentales señalarías?
En primer lugar, entonces había un contacto real con el resto del mundo. Este contacto se inició en España por obra de Ortega, y ésta es una de las muchas cosas que tenemos que agradecerle los que vinimos detrás. Luego había en España una Universidad bastante buena. Quizá, no todas en la misma medida, pero concretamente la Facultad de Letras de Madrid era excelente. Había en circulación mucha gente de categoría, que constituía una especie de jerarquía reconocida, que impedía que los mediocres levantaran la cabeza y se impusieran con la fuerza que lo hicieron después. En economía hay una ley, la ley de Gresham, que sostiene que la moneda mala expulsa a la buena. Esta ley es aplicable también a la literatura, a la cultura en general: lo malo expulsa a lo bueno. Entonces, cuando después de la guerra civil, la mayoría de los intelectuales españoles fueron expulsados, fue como un respiro: «¡Ya estamos sin ellos! ¡Gracias a Dios!», exclamaron los mediocres. «¡Ya podemos decir que Fulano de Tal es un gran poeta!», cosa que hasta entonces no había podido hacerse. Mucha gente, que antes de la guerra no había logrado una reputación suficiente, la consiguió después gracias a eso, porque no había una jerarquía reconocida, objetiva. La sociedad española de antes de la guerra alimentaba un rencor brutal contra los intelectuales, como lo ha alimentado siempre.
Fue en este ambiente cuando empezaste a escribir…
Sí, mi primer libro, El viaje del Joven Tobías, se publica en 1938, en plena guerra. Es una obra de teatro, que no tiene nada que ver con la guerra ni con las ideologías enfrentadas en ella, lo cual causó irritación, siendo inmediatamente perseguida. Incluso hubo gestiones para que fuese prohibida por la jerarquía eclesiástica, gestiones que, afortunadamente, fracasaron. «¡Cómo se atreve este señor a escribir un libro en plena guerra, que no tiene nada que ver con ella!
Ya que hablamos de la censura, ¿en qué medida, según tú, influye la censura en la creación literaria? Me refiero concretamente a la censura española actual.
Bueno, la censura de ahora no es la de antes. En medio de todo, la de ahora es menos mala. La censura que padecéis vosotros no es tan ciega como la que padecimos nosotros.
¿Cuál es la censura de antes?
Hablo de la de los años treinta y nueve a cincuenta y tantos.
Yo la identifico como única.
No, no, hay diferencias. Hoy, los escaparates de las librerías están llenos (cuando no los asaltan, es verdad) de literatura marxista. Esto, en los años cuarenta y cincuenta era inconcebible, absolutamente inconcebible. Imagínate que en 1947 estaban prohibidos Kant, Hegel, Descartes y Unamuno. No hay comparación. Ahora, hay una censura que es una lata, pero, por lo menos, se puede ir a una librería y comprar libros, cosa que entonces no podía hacerse. Para leer un libro hacía falta que un señor viajara a París y lo trajera escondido en el bolsillo del chaleco. A mí me decía una vez García Hortelano que él no había podido leer a Zola hasta el año cincuenta y pico. Claro, nosotros teníamos la ventaja de haber podido leer antes de la guerra prácticamente todo. Nos faltaba lo rigurosamente contemporáneo, pero teníamos lo pasado completo. En realidad, sois vosotros los que habéis sufrido las consecuencias de todo esto en una medida gravísima, porque la juventud que se formó después de la guerra no tuvo libros. Incluso la tradición más inmediata de la literatura española os era en gran parte desconocida. Para los muchachos que se formaron entre el cuarenta y el sesenta, la cosa fue tremenda. El que tuvo la suerte de tener un padre con biblioteca, aún pudo leer algo; el que no, estaba perdido. Y de ahí provienen muchos despistes actuales.
Y en un plano más personal, ¿te ha afectado la censura? ¿Has tenido problemas?
Te voy a contar mis problemas con la censura. Primer problema: mi primera novela, Javier Mariño, tenía un final distinto. El protagonista se marchaba a América. Entonces yo se la llevé a un amigo que tenía en la censura, y este amigo leyó la novela y me dijo: “Hay que cambiar el final». Entonces yo cometí la torpeza, explicable por mi juventud y porque me hacía cierta ilusión publicar una novela, de falsificar el libro: le cambié el final y todo cuanto fue necesario cambiar, para que el nuevo final quedara justificado. Por ejemplo, el subtitularla «Historia de una conversión», cosa que nunca se me hubiera ocurrido en principio. Bien, se publicó así; apareció un veinte de diciembre, y el diez de enero siguiente la Policía la retiró de las librerías. Años después, doce años después, más o menos, la editorial, que era la Editora Nacional, la puso de nuevo en venta, pero el daño ya estaba hecho. La novela no tuvo lectores, ni críticas, ni nada. Después, de las novelas posteriores. El señor llega tuvo mutilaciones. No muy graves, porque me reuní una tarde con el fraile que la había censurado y fui discutiendo una por una todas las tachaduras; cedí en unas, en otras cedió él, y la novela apareció bastante bien. En las otras dos novelas de la trilogía, La Pascua triste salió íntegra, y de Donde da la vuelta el aire faltan un par de líneas sin importancia. Pero cuando presenté Don Juan a la censura, el cura que la leyó dijo que era una novela muy buena, pero la tachó ciento cuarenta páginas. Entonces yo le escribí una carta a Fraga lribarne, que, como te he dicho antes, fue alumno mío; Fraga pidió el libro, lo leyó y la novela se publicó sin ninguna tachadura. Y no pasó nada. Lo cual quiere decir que los censores tachan por las buenas. Si no se hubiera dado la circunstancia de que Fraga fuera ministro, hubiera tenido que tirar el libro. En Off-side falta también algo, pero poca cosa. La saga salió íntegra, porque no se presentó a consulta voluntaria, sino al depósito previo que marca la nueva Ley de Prensa.
Y en un aspecto más sutil, el hecho de que existe una censura, con unos determinados «tabúes», ¿no influye en el escritor?
Evidentemente. Uno ya sabe que hay temas que no se pueden tocar, por lo menos francamente. Y cuando toca esos temas, utilizando todos los recursos del arte para disimularlos, es cuando teme que pase algo.
Por cierto, en determinado pasaje de Javier Mariño, el protagonista dice, imaginándose a la España de posguerra: «Nada habrá cambiado, porque en España nada cambia esencialmente, y sus hazañas y sus gestas quedan en la mitad. Es inútil pelear. Todo es lo mismo». ¿En el momento de publicarse la novela, traducían estas palabras tu propio pensamiento?
Sí, y precisamente daban sentido al primitivo final de la novela, con el personaje marchándose a América.
Según Eugenio de Nora, quien cita también el párrafo anterior de Javier Mariño, Ifigenia tiene la clara intención de «advertir y predisponer, burla burlando, contra todo recurso a lo espectacular y «sublime» en política», y, al mismo tiempo, el contenido moral y la significación de los hechos «siguen siendo en extremo turbios y equívocos, en cuanto vienen a mostrar la envidia, los celos y el amor propio heridos, como resortes últimos y determinantes de los actos humanos». ¿Consideras que Nora interpreta exactamente la intención de la novela?
Creo que sí.
Es decir, te consideras un escéptico en el más justo sentido de la palabra.
Exactamente.
Entonces, ¿cuál sería tu motivación última para escribir?
Bueno, tal vez sucede que no sé hacer otra cosa. Si no escribo, ¿qué quieres que haga? Yo no soy un hombre de negocios, no sé hacer más que eso: escribir. Y volviendo a lo que dice Nora, creo que la definición podría aplicarse, aunque yo lo diría con otras palabras, a todas mis obras en general, y no sólo a Ifigenia en particular. Yo no creo en absoluto en las ideas generales ni en las abstracciones; creo que son entidades que se manejan por razones personales y concretas. Pero los hombres y sus acciones se explican siempre mediante un repertorio de motivos, a los que antes llamábamos pasiones, actualmente se llaman complejos y dentro de cincuenta años se llamarán no sé cómo. Detrás de todo movimiento hay un hombre, o un grupo de hombres, que se mueven por razones humanas.
¿Antes que por razones ideológicas?
Admito que hay personas que actúan por razones no personales; son pocos, pero admito que los hay. En mis novelas hay algunos que lo hacen, aunque generalmente son éstos los que fracasan.
¿Pero no son éstos también los que hacen que el mundo progrese? ¿O tú no crees que el mundo vaya hacia el progreso?
Sin duda hay un progreso técnico, material, pero no un progreso moral. Yo creo que desde el neolítico no hemos cambiado en ese aspecto. Si sobreviene una mutación y surge un hombre nuevo, entonces podría hablarse de progreso moral, pero mientras tanto, fundamentalmente, desde el neolítico, el hombre sigue siendo el mismo, se sigue moviendo por las mismas razones.
Entonces, ese hombre nuevo con el que se viene especulando, desde Sócrates al «Che» Guevara, ¿no crees que esté en camino de surgir?
No, ya te digo que tendría que producirse una mutación, y eso es imprevisible. Entretanto, somos los mismos.
¿Y el progreso técnico no modifica la moral humana?
No, en absoluto. Detrás del progreso técnico siguen existiendo los mismos hombres. Por lo demás, ha habido épocas en la Historia con mayor moralidad que la nuestra, y otras con menos. Pero eso son ondulaciones sin mayor importancia cualitativa. Es curioso también que esta fe en el «hombre nuevo» la hayan tenido hombres tan distintos entre sí, como puedan ser, por ejemplo, Marx y Teilhard de Chardin.
¿Y en el sentido en que hablaba del «hombre nuevo» y el «Che» Guevara, con menos carga filosófica quizá y mayor contenido político, y que tanta repercusión parece haber tenido en amplios sectores de la juventud actual?
El «Che» Guevara hablaba de un proyecto, de un hombre en el que primaran los estímulos espirituales sobre los materiales. Este hombre existe ya, no lo dudo; es más, ha existido siempre.
Supongo que a lo que Guevara se refería era a que, cualitativa y cuantitativamente, el estímulo espiritual y moral cobrara mayor importancia y poder que el estímulo material.
¿Por qué fracasan las revoluciones, en cualquier caso? (aquí pregunta el entrevistado)
Quizá, cada revolución fracase en menor medida que las que la precedieron. Antes has dicho que muchos de los despistes actuales provienen de la deficiente educación que recibieron los jóvenes formados entre el cuarenta y el sesenta. ¿Te interesa, sin embargo, por lo que escriben estos jóvenes y aun los posteriores?
En principio, me interesa todo lo que escriben los jóvenes. No en vano el porvenir es de ellos, no mío. Personalizando, unas cosas me interesan y otras no. En general, y por lo que yo entiendo, creo que los géneros literarios corresponden a ciertas edades de la Historia y a ciertas edades del individuo; por lo tanto, un poeta, un gran poeta de veinte años es perfectamente concebible; en cambio, es muy difícil que se dé un gran novelista a esa edad. En la literatura española actual hay muchos novelistas demasiado jóvenes. Quizá cuando estos señores tengan cuarenta años se den cuenta de que todo lo que han hecho es mero ejercicio (todos tenemos libros que nos hubiera gustado no escribir, o no publicar por lo menos), o bien puede suceder que se agoten antes de llegar a esa edad. También puede pasar algo peor, que se agoten precisamente cuando hayan adquirido el oficio y la experiencia que ahora, en general, les falta.
Sigamos generalizando, ¿qué vicios y virtudes observas en esa joven literatura?
Como vicio, como defecto, la inseguridad que les lleva al mimetismo, a tener en cuenta lo último que se ha publicado en Francia, por ejemplo, o en Inglaterra. Como virtud, la sinceridad tal vez sea la mayor. Pero la sinceridad no es una virtud literaria, sino una virtud moral.
Este defecto que tú señalas, ¿no será motivado también por las circunstancias de que hemos hablado antes, relativas al ambiente cultural en la España actual?
Efectivamente, en España no hay donde echar mano. Lo que en el fondo revela este fenómeno no es más que un complejo de inferioridad en relación con la propia cultura. Hay que distinguir lo siguiente: la cultura española ha sido siempre una cultura de respuesta; es decir, a los españoles nos pegan una patada, echamos hacia adelante, arrancamos de la imitación y, a partir de ahí, llegamos a la creación auténtica. Todas las escuelas españolas han tenido su origen más allá de nuestras fronteras. Esta es una característica de la cultura española, y poco podemos hacer. Pero en momentos de depresión cultural, esto no es un arranque, no es el espolonazo que llega de afuera, sino simplemente que no se sabe qué hacer.
Durante los últimos años se ha producido una negación total de la literatura social, que se produjo en España durante algún tiempo. ¿No crees exagerada esta reacción?
Claro, claro… Bueno, la negación está justificada, porque no hubo nada que valiera la pena.
¿Nada? ¿Entonces, un poeta como Blas de Otero?
Bueno, en poesía, sí. Pero en novela, no. Porque El Jarama no es realismo socialista. Y fuera de la novela de Sánchez Ferlosio no veo que haya nada realmente importante. En poesía, sí, porque si eres un buen poeta, el tema de que trates será siempre poesía.
Entonces, ¿la poesía admite más la confesionalidad o la ideología que los otros géneros literarios?
Claro que sí. La poesía es un género impuro por naturaleza. Eso de la poesía pura es una gaita. Poéticamente puedes hablar de todo; se puede ser un gran poeta siendo reaccionario. Ahí está como ejemplo Claudel. Un poeta puede tratar de lo que sea, porque si es verdadero poeta, todo lo convertirá en poesía. Por otra parte, la poesía social no tiene nada de nueva; tal vez sea la clase de literatura más antigua que existe.
¿Te sientes un escritor gallego? ¿Es posible una literatura gallega en lengua castellana?
Vayamos por partes. Yo me siento un escritor europeo que escribe en español y en cuya personalidad, por razones obvias, se dan determinadas características que se atribuyen a los gallegos. Yo tampoco creo que todos los gallegos sean iguales o que todos los catalanes sean iguales. Hay, eso sí, unas características mínimas comunes, de las cuales poseo parte y otra parte la adquiero deliberadamente, y que en conjunto me dan un aspecto gallego. Pero hay otra cosa más importante: mí lengua madre es el gallego, pero un gallego muy local y muy corrompido, difícil de transformar en literatura, pero que conserva un ritmo peculiar. Por eso todos los escritores gallegos que partimos de ahí, al escribir en español, consciente o inconscientemente, acomodamos la lengua a ese ritmo, como acomodaríamos el inglés o el francés si los aprendiéramos en vez del castellano. Esta es la razón por la cual el castellano escrito por los gallegos tiene ciertas calidades que no tiene ni siquiera el de los propios castellanos. Porque el gallego es una lengua musical, con un ritmo predominante, el dactílico (larga, breve, breve), que trasladado al castellano le da a esta lengua una modulación que no tiene, por ejemplo, el castellano de los levantinos, de Azorín o Gabriel Miró, y que podemos encontrar en cambio en Valle-Inclán, en Cunqueiro, en Cela, y en general en todos los escritores que escriben en castellano partiendo del gallego, como es mi caso.
Pero, por lo demás, yo soy bastante contradictorio, quiero decir de una manera más acusada que la mayoría de la gente, y la causa está en el choque de mis dos razas y mis dos culturas; por una parte, latino; por la otra, nórdico. Y esto me recuerda un ensayo que sobre tres obras de teatro mías escribió, allá por el año cuarenta y uno y cuarenta y dos, Laín Entralgo, y que fue el primer ensayo serio que se me dedicaba. Hablando de El viaje del Joven Tobías, Laín señalaba una cosa muy cierta: intento de racionalizar el misterio. Yo tengo una percepción de lo misterioso, pero al mismo tiempo tengo un instinto racionalizador, que me llega de mi abuelo, de mi Ballester, de la cultura griega que llevo en la sangre. De este choque, de este intento de racionalizar lo irracionable nace el humor. También es cierta la relación inversa: cuando me enfrento a algo muy racional, tiendo a cargarlo de misterio. Y La saga es una buena muestra de esto que te digo: es una novela humorística, que expresa el sistema de contradicciones que me constituyen, a la vez que satiriza ciertas modas del pensamiento actual. Es una novela que desmitifica, pero de la que se saca, como consecuencia, que los mitos son necesarios. En fin, es una tomadura de pelo del autor para consigo mismo y para con el lector.
¿Entra aquí en juego lo que Cunqueiro llama «el mundo mágico gallego»?
Como tal mundo mágico lo utilizo poco, y siempre que lo hago lo ironizo, lo deformo. Deformo uno u otro mundo, porque yo no tengo ni un temperamento mágico ni un temperamento racionalista. El resultado de esta mezcla es siempre el humor, humor que se da en la mayoría de mis libros. Se trata del raciocinio operando sobre lo vital y lo misterioso, o lo vital y lo misterioso operando sobre lo racional.
¿Y dónde quedan, en todo esto, las meigas?
Bueno, las meigas son un elemento folklórico divertido. Pero si tú miras hacía ahí fuera, y ves esas nieblas, ¿cómo puedes saber lo que hay detrás? Y esto se agudiza por las noches, en los caminos, con los árboles difuminados…
(Entrevista publicada en la revista Triunfo, nº 581, año XXVIII, 17-11-1973, pág. 62-65. Reeditada ahora, con el permiso de su autor y con ilustraciones de Josep M. Maya, en la sección “Entrevistas en blanco y negro”, de la revista Rambla. Transcripción y correcciones: Javier Coria).