13 de julio. Séptimo encierro de San Fermín. Los toros de Victoriano del Río —que no es un dictador latinoamericano, aunque su pomposo nombre pueda sugerirlo— convirtieron el encierro de Pamplona en un circuito de Fórmula 1, pues apenas tardaron dos minutos y catorce segundos en recorrer los 875 m que median entre los corrales de Santo Domingo y la plaza de Toros. Es decir, trotaron a una velocidad media de 23,5 km/h.

Ante semejante animal, rápido, bien armado y tan fuerte que es capaz de alzar tres veces su peso, no parece extraño que los corredores del encierro sientan miedo, aunque la impresión sea de temeridad, pues solo así se explican esas arrimadas casi suicidas a las astas del morlaco, en plena carrera. Y es que quizá vayan de la mano miedo y heroísmo, como si este último fuera la epifanía final de una tensión que primero arredra y paraliza, pero a la fuerza tiene que terminar explotando. Por algo dejó escrito en sus Ensayos el gran humanista francés Michel de Montaigne (1533-1592) que el miedo provoca las conductas más inexplicables del ser humano, y aun las más ridículas. Entre los ejemplos citados para argumentar su aserto figuraba el comportamiento de los soldados romanos derrotados en la batalla de Cannas (216 a.C.) por el cartaginés Aníbal. Cuando todas las esperanzas de victoria les habían abandonado, y por temor a la crueldad de los guerreros púnicos, los latinos arremetieron con ímpetu inesperado contra las líneas enemigas y lograron desbaratarlas, tras lo cual echaron a correr hacia su ciudad… ¡Qué actitud tan absurda!, se lamentaba Montaigne: ¡de mantenerse en el campo de batalla, los romanos hubieran vencido a los asombrados cartagineses! Son las estupideces del miedo.

Otro efecto del miedo es la devoción. Llama la atención que en estos tiempos «modelnos» tan secularizados —de eso se duele la Iglesia— los momentos previos al encierro se conviertan en una suerte de profesión de fe pública, con muchos corredores besando estampitas, rezando y/o persignándose transidos de frenética insistencia, como si martilleasen la mente de Dios para recabar su atención privilegiada. Cabe pensar que la mayoría de ellos solo se acuerdan de la divinidad, por si acaso, cuando barruntan el peligro de esos morlacos de conducta impredecible, mientras que el resto de sus días viran el pensamiento hacia latitudes más terrenales y despreocupadas y, sobre todo, impías. Lo que no sé, porque no soy teólogo, es si tan interesado ataque de devoción merece la simpatía divina. Un tanto hipócrita es el gesto, ¿no les parece?

También dicen que quien canta su miedo espanta. Con sus tres cánticos ante la hornacina de san Fermín, el corredor se siente protegido por el patrono de sus fatigas y hermanado a la tropa de sus homólogos. Porque su mejor defensa ante el toro no solo consiste en el favor celestial, ni en la agilidad y los reflejos sin más; buena parte de sus posibilidades de supervivencia dependen de la masa humana que envuelve y distrae a la bestia con variopintos estímulos, del mismo modo que la cebra se confía a ese caos visual de grupas atigradas de la manada, que confunde la visión del predador, incapacitado para detenerse a observar con pausa y criterio esa suerte de Pollock en desbandada que la naturaleza le ofrece. Y es que la historia no se escribió nunca sin la muchedumbre, por mucho que la firmen los héroes.

(*) Foto de portada: La Llorona Comunicacion / Ayto. Pamplona.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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