Si existe una ley marxista que ha demostrado con creces su vigencia, es aquella que predice que la historia siempre se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. En abril de 1931, unas elecciones municipales abrieron en España uno de los periodos más ilusionantes de su historia, la República. En noviembre de 1933, otras elecciones, estas generales, hundían la experiencia republicana en una involución que acabaría siendo recordada como el bienio negro. La moraleja del cuento es que nunca hay dos elecciones iguales, algo que no habría que perder de vista si no se quiere caer en la farsa del patetismo.
Pero dejémonos de rodeos historicistas y vayamos directos al grano. Pensar que en las próximas elecciones generales se pueden repetir los “contrapronósticos” de Madrid o Barcelona en las pasadas elecciones municipales es una ingenuidad. Ingenuidad, en cualquier caso, solo comparable con la de quien crea que en la cita con las urnas de noviembre se está en condiciones de volver a dar la campanada sorpresa de las últimas elecciones europeas. Y ello no será, obviamente, porque los goles al bipartidismo sólo sean posibles como aquel sonido extraído de la flauta por el burro por casualidad, sino porque la realidad, esa terca compañera de viaje de la que no logramos despegarnos, ha cambiado.
Así las cosas, admito que soy escéptico, pese respaldar la iniciativa, respecto al recorrido electoral que pueda tener Ahora en Común. Como descarto también que Podemos pueda superar la prueba de fuego de las urnas, con un PP y un PSOE en coma inducido y más cómodos tras el balón de oxígeno recibido de Ciudadanos para nivelar porcentajes. Y a pesar de todo, aun creo que hay motivos para la esperanza y que se siguen dando las mejores condiciones posibles desde hacía décadas para forzar un mínimo cambio como para refrescar la atmósfera política y social de este país.
Para ello es ineludible que la izquierda española supere el que sin duda es su mayor reto desde el origen de los tiempos: su atávica tendencia a la torre de marfil, al enrocamiento permanente y a la perpetua búsqueda del culpable, el traidor entre sus filas, herencia bien arraigada en estas tierras donde ya Galdós nos relataba historias de niños acostumbrados a crecer jugando a la guerra civil. Algo a lo que inevitablemente se le ha añadido por lo normal unas cuantas gotas de intransigencia, aunque en estos años no pocos de los dogmáticos hayan sustituido los manuales de Marta Harnecker (los más jóvenes pueden consultar Wikipedia) por la última temporada de Juego de Tronos o House of Card.
En última instancia, a la izquierda (a la vieja, a la neo, a la post y a la de los arriba y abajo) le pasa exactamente lo mismo que a este país: que no superará su crisis teológica de identidad hasta que no asuma colectivamente su condición de plural. Así que, del mismo modo que España solo será algo cuando vuelva a ser las Españas, tampoco el panorama político patrio conseguirá llegar a buen puerto si la izquierda no se autopercibe como múltiple y, a menudo, hasta contradictoria, en sus relaciones con los otros y en sus comportamientos con los nuestros. Por eso, la confusión, esperanza, perplejidad, enfado, alegría o desconcierto con que estos días se está viviendo la aparición de Ahora en Común puede darse por bueno si sirve para superar espejismos.
Podemos tiene que ser consciente de que sin la complicidad de otras sensibilidades, el camino puede conducir a la nada. Sensibilidades externas, pero también internas como no se cansan de recordar estos días a Pablo Iglesias sus propias voces críticas. Por su parte, IU debe de tener claro que aportar un legado -en ocasiones glorioso, a veces nefasto– va mucho más allá de abrazarse a una tabla de salvación más o menos compartida. Y aquellos que enfrentan la situación desde la independencia militante, tendrán que realizar el esfuerzo incómodo de impedir que ningún buen intencionado les convierta en escudos humanos de su pureza ideológica o su pragmatismo táctico.
Miedos y errores, desplantes y autosuficiencias nos han conducido a la compleja situación de estos días donde tendencias complementarias parecen hinchar sus plumajes compitiendo por el territorio, mostrándose mutua y ritualmente sus fuerzas. De nosotros depende que el protagonismo lo tomen los picos y los espolones, o que la ceremonia pase a convertirse en una ceremonia de galanteo que nos una. Los retos que tiene por delante este castigado país y la experiencia que estamos acumulando en Grecia, nos exigen que así sea. Lo contrario será regodearnos en nuestra idolatrada fotografía. Poco importará entonces que el semblante sea el de Lenin, Bakunin, Gramsci, Laclau… o Francis Underwood.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.