Cuando solo somos desesperación y sombra nos negamos a disipar la identidad que nos domina, tanto si nos aferramos a esa identidad por convicción o porque hay tiempos en que vemos el mundo con ojos de rencor o desesperación, es decir, cuando lo peor puede ser el torrente de pensamientos que nos inunda si únicamente podemos asirnos a lo más axiomático que encontramos, como si estuviéramos ante paisajes vacíos que podrían significar algo más que una intensa angustia, un abandono espiritual que nos acerca una marea vehemente que diseña la “identidad única”. En este artículo nos aproximaremos a la identidad, orígenes y exilio de Amin Maalouf.
La “identidad única” convoca, es la “querencia” que nos llama, y quien se deja emplazar es porque se entrega al vértigo de “verdades” que desbocan, que descubre contrastes en el centro mismo de la identidad y hace, por tanto, impensable cualquier argumentación. Quien se aferra a una sola identidad, a pesar de todo, no carece de fundamento pero la “identidad única” es la misma que socaba las fidelidades, obliga a la mente a inquirirse, siempre hacia atrás, en busca de unas causas primeras sobre las cuales sustentar un edificio de “conceptos”, valores, ideologías, para descubrir, sin embargo, que toda pretendida causa primera no admite a otra todavía más originaria. En ese recorrido de enfrentar los orígenes y las culturas, de superponer unas sobre otras, se descubre esa indoblegable capacidad para la autodestrucción que ninguna religión o ideología explica, ni menos consigue dominar pero que sí las aísla en una sola identidad, ésa en la cual radica la supremacía del abismo al que nos lleva a nuestra propia escisión. La identidad que así nos define es el surco desde dentro que nunca cicatriza.
La identidad de Amin Maalouf
Las religiones, las ideologías, las naciones, las creencias, el “genio tribal”, han dado forma a ese ímpetu que se contrapone a lo que le es extraño. Para Amin Maalouf, desde la época narrada en su primera novela, León el Africano, —la que habla de la vida del granadino, Hasan ben Muhamad al Wazzan, quien tuvo que abandonar su ciudad porque allí se imponía a sangre y fuego la voluntad uniformadora de los Reyes Católicos y su Inquisición–, las “identidades asesinas” no son tan diferentes. Resurgen aquí y allá los fundamentalismos religiosos y nacionales, Identidades asesinas (1998), de Amin Maalouf, nos alerta sobre ese mismo desconocimiento histórico, sus consecuencias y el peligro de refugiarse en la defensa de una “identidad única”, y se desvanecen las esperanzas en que el mundo comprenda el delirio de una utopía.
Sin embargo, la obra de Maalouf también es como un encuentro entre buscadores de lo más preciado para seguir viviendo: el entendimiento. El mundo de las Identidades asesinas se despliega entre los valores (aceptados como universales) y la diversidad de las expresiones culturales, entre historias, ideologías y la sabiduría clásica, traza momentos, mundos en los que podrían coincidir, si nos lo propusiéramos, el aligeramiento y la iluminación, como lo hace su personaje Ossyane (Las escalas de Levante, 1996) quien, luego de 20 años de separación, se encuentra con su hija Nadia y dice de ella: «¡Sí, exactamente, musulmana y judía! Yo, su padre, soy musulmán, al menos en los papeles; su madre es judía, al menos en teoría. Entre nosotros, la religión se transmite por medio del padre; entre los judíos, por medio de la madre. Nadia era, pues, musulmana a los ojos de los musulmanes y judía a los de los judíos; a los suyos, podía escoger una u otra opción, o ninguna de las dos; había elegido las dos a la vez… Sí, las dos a la vez, y muchas cosas más. Estaba orgullosa de todos aquellos linajes que habían desembocado en ella, por caminos de conquista o de huida, procedentes de Asia Central, de Anatolia, de Ucrania, de Arabia, de Besarabia, de Armenia, de Babiera… ¡No tenía ningún deseo de seleccionar gotas de su sangre, parcelas de su alma!». Amin Maalouf incita a declarar la identidad por acopio y no por rechazo.
Entre los buscadores, el conocimiento es un puente para encontrar a los otros, pero en muchos casos, una muralla para rechazar un mundo desconocido que hace falta descubrir, volverlo conocido. Con frecuencia algunas obras son la patria obsesiva, la fantástica raza, la vehemente ideología, la religión intransigente, la obsesión de poner a alguien del otro lado, aunque otras son un viaje en busca de la refutación de ese mito del otro lado, para comprender que cada uno se encuentra ora de este lado ora del otro, que cada uno, como en el misterio medieval, es el Otro. Así la poesía de Levante, la obra de Amin Maalouf, es una energía romántica, un himno entre las ruinas que han dejado los antiguos y últimos acontecimientos internacionales, y las amenazas de próximas provocaciones. Por un lado: la panoplia mítica, mágica y terrenal (Las Cruzadas vistas por los árabes, 1989); por el otro: el vestigio de perspectivas interculturales que conforman las identidades que creemos que nos definen (Los desorientados, 2013).
Si intertextualizamos la polifonía de Bajtin entre el discurso y los personajes de Amin Maalouf, ellos rechazan la concepción de una identidad única aunque cada uno tiene su vestigio de historia, su residuo de tiempo y su pedazo de espacio, su fragmento de vida y sus propias palabras, sus raciones de ideas y su espacio de muerte. Pero siempre los pedazos se cambian y todos viven con las vidas de otros o alguien muere con la muerte de otro. Casi nadie está hecho tan sólo con lo propio, de tal manera que estas identidades se encuentran en las propias palabras y en las «voces» habladas por otros y que pertenecen a historias, artes, religiones, clases, distintas. Estas identidades no son sólo fragmentos, palabras, sino un conjunto interrelacionado de creencias y normas que dependen del contexto para significar una o muchas cosas. En otras palabras, la identidad es la polifonía.
El Levante moderno es cristiano (católico, protestante, maronita), musulmán (chiita y sunita), judío… a la vez. Pero ninguna de estas proposiciones tiene en sí misma, aisladamente, trazas de ser una paradoja. No obstante, el múltiple enunciado tiene algo intolerablemente paradójico. ¿Cómo puede ser este Levante a la vez esto y aquello? ¿De qué forma puede responder a doctrinas diversas, opuestas en más de un punto, incluso incompatibles? La historia funda y crea identidades que sobrepasan las creencias. Se puede creer en atesorar lo nacional o lo étnico, cualesquiera que sean las posesiones de la tribu, de su pasado, los objetos y los símbolos sagrados, las viejas historias, las tradiciones, la cultura que une a los pueblos, por qué no. El peligro es el triunfalismo de un grupo de símbolos por sobre otro, cuando se comienza a castigar a otras tribus por unirse alrededor de sus símbolos. La creencia en la historia, en la herencia, no va a ser suprimida sólo porque permanece en la memoria. Sin embargo, esta creencia ha sido profanada y tratada brutalmente en movimientos fascistas, nazis, fundamentalistas, nacionalistas. Dice Amin Maalouf: “Las tradiciones sólo merecen ser respetadas en la medida en que son respetables […] Respetar ‘tradiciones’ o leyes discriminatorias es despreciar a sus víctimas”. Es de la asunción de las muchas identidades la que nos hace convivir, la que no pertenece a ninguna etnia en particular, a ninguna nación en particular, a ninguna ideología en particular. Pertenece, más que en otros momentos de la historia, a todos los que quieren hacerse un sitio en él. “Se debería animar a todo ser humano a que asumiera su propia diversidad”.
Las identidades múltiples no son solo imaginación, aunque antes hayan sido trozos de mundo donde se depositan los sueños. Por lo tanto son el manantial sonoro que se expande en la realidad. Las identidades no pueden ser invocadas por alegorías inmutables (se vuelven asesinas) sino que manan, y se vuelven curso siempre avanzando, en el que perennemente nos alejamos de nuestros propios orígenes. Quien mejor ha expresado el amor a la patria, siempre pequeña y siempre grande, no ha sido quien celebraba brutalmente la procedencia y la sangre, olvidándose de que ésta es siempre mezclada, sino quien ha tenido la maestría del exilio y de la pérdida, y ha aprendido, de la nostalgia, que una patria y una identidad no se pueden poseer como se posee una propiedad. Dice Claudio Magris de los supervivientes de un disuelto imperio habsbúrgico (Hermann Broch, Joseph Roth, Karl Kraus, Leo Perutz, Franz Kafka, entre otros), que en los estados nacionales que vinieron después se sintieron siempre unos “ex”, que enseñan, incluso más allá de su destino y del de su mundo, que el amor a las propias raíces necesita insertarse en un horizonte más grande.
El mismo Magris escribió en “La astilla y el mundo” (Utopía y desencanto. 2004) “Toda endogamia –toda pretensión de identidad pura– es asfixiante e incestuosa. Se aprende a amar la Irlanda en Joyce, que la abandonó y criticó ferozmente, mucho más que en todas esas novelas irlandesas rebosantes de muchachas pelirrojas y de prados verdes. En una astilla puede estar el mundo, pero ésta es algo si no es sólo una astilla sino el mundo.”
Amin Maalouf, el exilio
Amin Maalouf es uno de esos escritores que se mueve por el mundo como por su propia casa mediante la literatura, pero también es un exiliado, de su idioma “materno”. Si bien Amin Maalouf no eligió dos religiones, sí el idioma para corresponder a su pasado, alas de su epifanía, porque el lenguaje es el lugar del ser, pero del ser que no puede asumirse como identidad –y que, por tanto, tampoco puede significarse ni apropiarse por medio de la lengua–, sino como ser transparente y determinado por la alteridad, por una circunstancia de la cual no puede escapar: la de ser siempre en relación con otro. Quien elige su lengua transita por paisajes que la mirada no logra dominar, debe someterse al poder de su propia transformación y a la nostalgia de aquello que le sale al paso. Ha dicho Juan Gelman: “Todos pertenecemos al mundo y si una patria tengo es la lengua […] Para un poeta y escritor es lo único que puede habitar”. Maalouf duda de la frase que une patria e idioma. El concepto de conservar la lengua pese a vivir en el exilio constituye la antítesis. La patria del idioma también se puede elegir. La “aloglosia”, su cambio de lengua, es para Tabucchi “el espacio de la lengua donde todo escritor busca simplemente su palabra, que está siempre ligada a una forma de viaje parecida al exilio”. Más allá de cualquier experiencia personal la palabra y la escritura permanecen por encima de todo, es la gracia de una manifestación que, en su sentido más radical, escapa a cualquier intención Si para los nacionalismos la identificación lengua-identidad cultural resulta una pieza clave de su argumento, Amin Maalouf desmonta esa idea, ya que, además de producirse en una época de múltiples manifestaciones culturales, nos enfrenta a quienes entienden la lengua como un mero código apto y necesario para la expresión literaria, la necesidad de escribir es más poderosa que el peso de la lengua “materna”. La lengua no tiene dueño, no le pertenece a nadie por derecho, es un medio de comunicación, una “patria” abierta a quienes la cultiven, así lo entendieron Nabokov, Becket, Conrad, Cioran, Ionesco, Kundera, Celan, entre otros.
Quien busca su diversidad es como el hijo que abandona la casa de sus padres, y vuelve a ella con el pensamiento y el sentimiento; nostalgia que se pierde y se renueva en un perpetuo desarraigo y retorno porque cada una de las primeras personas que amamos u odiamos, nuestros primeros significados, nuestros primeros horizontes que el mundo nos ofrece a nuestra experiencia y nos revela nuestra naturaleza, han tenido uno de sus orígenes en la familia sin la cual no hay épica, no hay relación edípica, no existen la experiencia indeleble de la fraternidad, ni el turbador descubrimiento del posible odio fratricida, del que habla el Mahabharata, pero también el Génesis. En la familia, el amor demuestra sobre todo su capacidad de perpetuarse y de incidir de manera fundamental en la realidad. Ese es el origen de Orígenes (2004), esa “varia invención” entre el ensayo, la novela y el género epistolar con el cual Maalouf inicia su propia épica familiar, la que abraza al individuo como un coro: los Rostov de Guerra y paz, con la armonía y la unidad de tono de su casa; los Buddenbrook, para los que la fidelidad a la marca de la empresa es más fuerte que los sentimientos amorosos individuales. Quiere esto decir que Amin Maalouf extrañaba a su familia. “¡Sí, claro que la echo de menos, bien lo sabe Dios! Pero hay relaciones amorosas que funcionan así, en clave de nostalgia y alejamiento. Mientras se está en otra parte, se puede maldecir la separación y vivir con la idea de que bastaría acercarse. Pero al llegar, los ojos se abren: la distancia amparaba el amor, y si abolimos la distancia corremos el riesgo de abolir el amor.” El libro es una especie de novela sumergida: escribe sobre la familia levantina, pero también del testigo que la contempla. Su ritual lo realiza en el círculo cabalístico de viejos archivos, cartas amarillentas, fotografías desvaídas para, como los Buendía de Cien años de soledad, reconstruir la saga de un siglo de historia de los Maalouf, por Alejandría, por Estados Unidos, por Cuba y por el derrumbe del Imperio Otomano: los orígenes que contenían sus mundos, su diversidad: «En mi familia hubo de todo y se registraron muchas peleas religiosas porque unos eran místicos, otros, masones; unos, profesores; otros, comerciantes, y todos, soñadores, políglotas y cosmopolitas […] Tenía miedo de que la historia de mi familia cayese en el olvido porque éste es peor que la muerte física, ya que la muerte es inevitable. Olvidar sería injusto» porque jamás podría soslayar las pertenencias, precisamente porque no queremos pasar inadvertidos, ni ser olvidados, debe someterse al poder de su perpetua transformación y a la nostalgia de aquello que le sale al paso.
Orígenes se le presenta a Amin Maalouf como un modelo, para bien y para mal, del universal humano, el lugar material y sentimental en donde se descubre el mundo, sus certezas y sus ambivalencias, su pluralidad, su juego y su guerra, donde se encuentran el eros y el orden, la ternura y el odio, la protección y el enfrentamiento, el amor y el conflicto; en esa obra se vive la identidad con las cosas, con otros seres y con la imprevista indiferencia con uno mismo, y se aprende para siempre ese fatal y contradictorio impulso de huir y regresar en que, como enseña la Odisea, quizá consiste en general la vida.
‘Los desorientados’
Y como la Odisea, Los desorientados (2013) es una cadena de historias de nostalgia por la pérdida de un Oriente, por el quebranto del deleite de la tierra que en un tiempo parecía el paraíso, y del momento imposible de volver a casa. Es, desde otro punto de vista, la historia de un solo personaje, Adam, quien se escinde y se multiplica en una pluralidad de individualidades, es quien en alas de la evocación (también como en Orígenes), por medio de las cartas, diario y apuntes, confronta las existencias en una misma juventud y en una misma tierra. Él es cada uno de sus apegos respecto del lugar de origen y del reencuentro con una identidad necesariamente elegida. El lugar de reunión con sus amigos es la evocación común de todas las cosas que se han perdido, de las que han anhelado y todas las traiciones que se han cometido, es la constatación de que todas las existencias solo son un exilio. Exilio, como dice Edward W. Said, es ese lapso curiosamente cautivador sobre el cual se piensa, pero del cual nunca se puede superar su esencial tristeza. Y aunque es cierto que Los desorientados narra episodios heroicos, románticos, gloriosos e incluso triunfantes en la vida de muchos exiliados, todos ellos no son más que esfuerzos encaminados a vencer el agobiante pesar del extrañamiento. Los logros del exiliado están minados siempre por la pérdida de algo que ha quedado atrás para siempre, es el pathos del exilio. Adam, con sus resonancias bíblicas, se convierte en el protagonista de una Odisea contemporánea basada en una ausencia y un retorno a la tierra original.
Había para Adam y sus amigos un Oriente entrañable y un Oriente impersonal, un Oriente familiar que René Grousset llamó L’empire du levant, y un Oriente incomprensible que de acuerdo con Edward W. Said los occidentales inventaron. A veces era el Levante un mundo antiguo al que se volvía, como al Edén o al Paraíso, para establecer allí una nueva versión de lo antiguo, y otras era un lugar completamente nuevo al que se llegaba como un descubridor. No era sólo nostalgia, era algo más: cantos del viento sobre los cedros de Levante, una fuerza que perdura. No eran recuerdos sino la risa que dejó su hermosura entre las montañas. No eran silencios. Era el secreto idioma de la infancia entre muchos. “Me pregunto —escribe— si un recuerdo es algo que tenemos o algo que hemos perdido para siempre. Sabemos que los recuerdos no existen: reescribimos siempre la memoria del mismo modo como reescribimos la historia”.
Adam en París recibe la noticia: Mourad muere en Levante, fue su amigo, luego su enemigo. No hubo tiempo para la reconciliación ni para el enfrentamiento: la muerte llegó antes y es ella quien lo llama y le ruega la cita precisamente con ella. Adam, como Magris, contrapone dos formas de entender el viaje en nuestra cultura: la concepción clásica del viaje circular, que implica el retorno final, y la moderna, en la que el desplazamiento es rectilíneo y cuya meta no es otra que la muerte. Muerte que se intenta diferir mediante “vivir, viajar y escribir”, tres facetas de una experiencia que está en el origen de una nueva forma de la literatura donde se diluyen las fronteras entre relato, ensayo y diario de vida.
Adam viaja del presente hacia el pasado porque Adam es quien escribe. Sus trazos son como serpientes que se arrastran entre las ruinas del misterioso pasado, no en vano es historiador. “Su pasado (diría Leo Perutz) era un país recóndito, allí era otro”. Él es quien recrea, con su diario y sus archivos, a sus amigos, a su amante, a sus familias, quien los conduce a la sombra de su antiguo pueblo, que los aguarda y que los hunde en la profundidad de sus respectivas vidas. La luz que los encamina en su ceguera, y sin embargo también es el rencor de quien, aunque dirige la luz, a veces miente. La última lectura de su archivo fue una mirada que revelaba a los otros que hasta entonces eran irreales. Era una transgresión de su historia, una ruina y por lo tanto un desconocimiento.
Los exiliados, es decir, los desorientados, habían aprendido a concederse la hermosura del aire de todos los paisajes de la tierra, de todos los humanos, de sus páginas luminosas y las oscuras que llamaron a sus puertas de muy lejos. En brisas de la memoria invocaron y conjuraron los felices días y los amargos ataúdes que silenciarían su soledad de viajeros perseguidos por sus propios orígenes. Yacerían entre malezas contrarias a la vida. Se reunirían desnudos de futuros, perseguidos por sus propias palabras. Queda el recuerdo, no lo destruyas. Las luces, las sombras, las virtudes y las ruinas que Adam registra en sus archivos de correspondencia, de reportero o cronista de la tolerancia. Sus historias, cosecha de recuerdos, eran como las olas que llegan a la arena caliente de la playa: refrescaban y animaban las conversaciones. Eran tan esenciales como el mar, regresaban siempre. No los dejaba olvidar pues cada sílaba de su lenguaje era un recordatorio gritando sus umbrales en las orillas del mundo porque “el país del que tenían nostalgia no era el pasado, sino el porvenir”.
Adam observó a sus amigos por medio de sus cartas y su diario, y recordó. La mirada pasó del distanciamiento a la incomprensión, nadie finalmente sabía nada de sí mismo o de nadie, incluso los arrebatos de odio o desprecio estaban pasando, no tenían consecuencias necesarias.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.