altTras la impugnación de la consulta catalana, ¿pueden esperar los soberanistas medidas de fuerza bruta por parte del gobierno español?

 

 

 

Tras la impugnación de la consulta soberanista catalana, ¿pueden esperar los soberanistas medidas de fuerza bruta por parte del gobierno español?

 

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La finalidad esencial de la democracia es evitar la tiranía; su principal logro, garantizar la paz civil a través del respeto a las ideas que alcancen una mayoría social, siempre y cuando se expresen y difundan por cauces pacíficos. Es cierto que las mayorías pueden equivocarse, pero los pueblos tienen derecho al error e incluso a la rectificación –como se les reconoce a las personas individuales– si han obrado dentro de los márgenes de civilidad recién mencionados.

 

La propaganda oficial del Estado, antes en manos del PSOE y hoy del PP, insistía en la legitimidad de los comportamientos democráticos en tiempos trágicamente cercanos pero aparentemente superados, cuando ETA era el nombre de una organización terrorista y no el sambenito oficial de toda persona u organización que se oponga con aplicación al gobierno. Proclamaban entonces los voceros del Estado que todas las ideas eran legítimas en democracia si se defendían sin violencia, con la persuasión de la palabra y el aval del voto, incluidas las de los etarras.

 

Hoy en día, aquellas admoniciones parecen haber caído en el olvido de sus propios heraldos; al menos, a tenor de lo visto en la represión jurídica de la causa soberanista catalana. Porque se podrá estar en desacuerdo con ella, pero no cabe la menor duda acerca de su carácter civil y democrático. De modo que se la puede execrar cuanto se quiera –bastante se ha hecho desde los medios oficiales y paraoficiales, y qué rayos, en su derecho estaban de hacerlo–, pero de ahí a ilegalizar su principal logro, la consulta convocada para el 9N, media un abismo de intolerancia y despotismo.

 

Los archipámpanos gubernamentales y adláteres pseudoopositores olvidan que las ideas no se defienden en la palestra pública por adicción a la diatriba u otros vicios inconfesables (aunque viciosos sin duda haylos, quizá tantos como aprovechados). Todo proyecto político acaricia la esperanza de obtener representación efectiva en las instituciones de gobierno; también de alcanzar el poder, para aplicar sus propuestas en la medida de las posibilidades que las condiciones sociales, culturales y económicas permitan. La voluntad popular, expresada libremente en las urnas, es la única barrera legítima interpuesta ante las aspiraciones de cualquier proyecto político de futuro; cuando existen otros límites, impedimentos o prohibiciones, la democracia languidece como una uva caída de la cepa de las libertades y abandonada al sol de la arbitrariedad, por mucho consenso que haya al respecto entre los partidos mayoritarios del Estado.

 

En suma: caemos en el fraude democrático cuando solo cabe defender ciertas causas políticas a efectos formales, sin que puedan realizarse de modo efectivo porque contravienen disposiciones legales, máxime si estas son susceptibles de reforma (recuérdese que la Constitución española ha sido modificada por los partidos mayoritarios en un par de ocasiones, de tapadillo e incluso con nocturnidad, sin consulta popular). Así está ocurriendo actualmente con la exigencia democrática de autodeterminación de una parte muy numerosa –quizá ya mayoritaria– de la sociedad catalana.

 

Psicólogos y sociólogos denominan disonancia cognitiva al conflicto interior que sufre un individuo cuando da crédito a dos creencias, ideas o planteamientos contradictorios, o cuando su comportamiento entra en conflicto con sus principios. El caso podría aplicarse al régimen constitucional español: proclama la libertad de conciencia y expresión, así como la soberanía popular, pero se niega a reconocer que toda opción política tenga derecho a su materialización, aunque goce de considerable apoyo popular (el soberanismo catalán es la prueba).

 

La teoría de la disonancia cognitiva también sostiene que el individuo afectado por tensiones de incongruencia busca nuevas ideas como solución al conflicto interior que vive. Pero no siempre sale airoso del ejercicio, porque su conflicto interno es causa frecuente de neurosis, una condición caracterizada por la inseguridad y las obsesiones, que altera la percepción de la realidad y las relaciones sociales. En este aspecto, España presenta un cuadro clínico peculiar.

 

Cualquier país dotado de los pertinentes estándares democráticos hubiera buscado un plan conciliador ajeno a la judicialización del problema; ese país genuinamente democrático hubiera reconocido la conveniencia de dirimir la reclamación catalana siguiendo el método más civilizado, como fue el empleado en Escocia el pasado 18 de septiembre o hace poco más de un siglo en Noruega, que se escindió de Suecia en 1905, mediante referéndum. Ninguno de estos plebiscitos de autodeterminación estaba previamente legislado en las constituciones de los países convocantes (el Reino Unido ni siquiera cuenta con una Constitución codificada, y eso que Inglaterra es el país de la Carta Magna…). Pero Spain permanece diferent… Y en ciertos aspectos, como en la concepción del hecho nacional, sigue siendo muy similar al régimen franquista, obsesionada en su fe unitaria.

 

Con fidelidad a la letra del texto constitucional español, y para que nadie se sienta subestimado, podría celebrarse incluso una consulta general con participación de toda la ciudadanía del Estado, pero ya se sabe que una mayoría cualificada catalana a favor de la independencia, aunque minoritaria en el marco cuantitativo de la votación estatal, no dejaría de suponer un divorcio de facto entre Cataluña y España. De ahí el miedo a las urnas de los gobernantes españoles y sus acólitos, la inseguridad de base que teme poner en peligro la fe unitaria antes citada. El resultado, pura disonancia democrática.

 

¿Arrostramos otra de “las promesas incumplidas de la democracia” (Norberto Bobbio)? Tras la suspensión de la consulta por el Tribunal Constitucional, sorprendentemente diligente –¡oh prodigio!– al lamento de “Oigo, patria, tu aflicción”, caemos en un sofisma jurídico que socava las condiciones reales de la democracia, el prestigio del sistema y, peor aún, la convivencia entre los ciudadanos de aquí y de allá.

 

”Me he sentido engañado al comprender que las reglas que nos enseñaban como algo absoluto, como los diez mandamientos y otras, no eran tan absolutas”, se lamenta el protagonista de El inseminador, novela de Mario Cavatore. Algo así piensan también muchos cientos de miles, tal vez la mayoría de los ciudadanos de Cataluña. Y entre tanto, mientras su causa queda estigmatizada por los comisarios políticos del ultrapolitizado Tribunal Constitucional, muchos se preguntan si el gobierno español tendrá arrestos –eufemismo castrense con que se esquivan los sustantivos inconsciencia y atropello– para emprender medidas de fuerza –entiéndase: de fuerza bruta– contra las movilizaciones sociales venideras y las decisiones políticas que aquellas promuevan. ¿Nos quedamos esperando a los tanques? Por el bien de todos confiemos en que nunca lleguen, como Godot.

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