Llevaba más de tres años en el coro de la escuela, un coro formado sólo por niños de diferentes edades, cada año se incorporaban nuevos niños cantores y desaparecían otros más mayores, Pedro pensaba que se iban de la escuela o quizás al padre Pío los expulsaba, porque no le gustaba su manera de cantar. En todos esos años pasados en el coro, entre ensayos y actuaciones, había perdido muchas horas de juego con sus amigos y estos le reprochaban que estuviera tanto tiempo en el coro. Pedro intentó dejarlo, pero el padre Pío le convencía, por las buenas y casi siempre por las malas, así año tras año, rodeado de niños cantores, se pasaba ensayando todos los miércoles, y los primeros viernes de mes y el domingo actuando en el anfiteatro de la sala de actos de la escuela de los jesuitas, donde se hacía misa solemne también los días festivos.
Pero un domingo, mientras veía la televisión gris, en un bar del barrio, oyó una voz angelical que salía de la TV, que le recordaba una de las canciones que cantaban en el coro, el busto parlante del locutor habló del centenario del nacimiento de Alesandro Moreschi, el último «castrato», las palabras y el tono de voz del locutor, puso en guardia el sexto sentido de Pedro, este siguió escuchando, se enteró del término «castrado», ya que el locutor insistió sobre ello casi con regocijo, el susodicho castrado había sido el último cantor que quedaba de un coro denominado los «castrato» que actuaba en el Vaticano, niños entre 7 y 12 años que fueron castrados, para mantener su voz aguda, una voz afeminada de mezzosoprano o contralto. Pedro se apretó los genitales y se quedó mirando la pantalla del televisor boquiabierto, esperando más información, pero terminó la noticia con el mismo canto del principio. Se fue a su casa corriendo y aunque su madre insistió, no cenó, la excusa, un dolor de barriga, una ración de manzanilla y se fue a la cama.
Esa noche y las demás las noches de la semana antes del ensayo del miércoles, soñó con el padre Pío, este, se abalanzaba sobre los niños del coro con unas grandes tijeras y les cortaba los huevos. Se despertaba en mitad de la noche sudoroso y se tocaba repetidas veces hasta cerciorarse que todo estaba en su sitio, luego, el resto de la noche, no podía dormir pensando en la confesión que tendría que hacer por los tocamientos.
Viendo la mala cara y los dolores de barriga de Pedro, su madre lo dejó en cama dos días, y aunque insistía que le seguía doliendo la tripa, el miércoles volvió de nuevo a la escuela,
Los ensayos del coro empezaron como cada miércoles, pero de su garganta no salió ningún sonido. Pedro miró atónito al padre Pío y siguió como si nada, era el momento del solo de Adolfo, cuando terminó, lo volvió a intentar… y nada, ni un sonido, el padre Pío lo miraba de vez en cuando, Pedro, asustado, seguía gesticulando y moviendo los labios esperando que el padre Pío, no se diera cuenta.
Cuando acabó el ensayo, salió al patio con mala cara y cansado, Luis, otro compañero del coro, se acercó y le preguntó si se encontraba bien, Pedro negó con la cabeza, pero Luis que lo conocía bien, insistió, entonces le contó lo que había visto en la TV, luego relató los sueños y lo que había ocurrido en el ensayo, Luis, acojonado, llamó a los otros chicos del coro y Pedro lo volvió a contar. Adolfo, como siempre ni se acercó al grupo, siempre se distanciaba como si fuera un divo, alguno de los chicos, sugirió que quizás Adolfo ya estuviera castrado, por eso era el solista del coro y el preferido del padre Pío. Hicieron un corro mientras hablaban; algunos renegaban de los curas que cortaban los huevos a los niños para que siguieran cantando, otros decían que dejarían el coro, el más atrevido llegó a decir que abandonaría la escuela.
El jueves se repitió el corrillo de cantores hablando del mismo tema; y si nos ponemos enfermos todos, y si faltamos todos el viernes, y si… hasta que el hermano Sebas a cierta distancia, les conminó a disolverse y dejarse de chácharas, se fueron a jugar, cabizbajos y de mala gana.
Llegó el viernes, primero de mes, misa solemne en la sala de actos, aparte de los alumnos y profesores, la sala estaba llena de gente del barrio y algunas autoridades. Nadie se puso enfermo y nadie faltó, en silencio, se vistieron con el traje de monaguillo que utilizaban para la ocasión. La ceremonia se abría siempre, con el canto de «el Virolai«, canción catalana de exaltación a la virgen de Montserrat, (el catalán, aunque prohibido en la vida cotidiana, se utilizaba en la iglesia). El coro tomó posiciones, el padre Pío se puso delante del atril repleto de partituras, cogió la batuta, se giró, miró hacia abajo, vio que la gente se ponía en pie ante la llegada del cura oficiante, esperó un instante y dio unos golpes con la batuta, el coro empezó a cantar:
Rosa d’abril, Morena de la serra,
de Montserrat estel:
illumineu la catalana terra,
guieu-nos cap al Cel.
Pedro siguió moviendo los labios y la boca, pero no sacaba ningún sonido de su interior, miró a los lados y vio como los otros chicos lo miraban de reojo expectantes, el padre
Pío seguía dirigiendo, moviendo los brazos con energía. Llegó el momento del solista, Adolfo cantó:
Amb serra d’or els angelets serraren
eixos turons per fer-vos un palau.
Reina del Cel que els Serafins baixaren,
deu-nos abric dins vostre mantell blau.
Adolfo cantó como un «castrato», pero cuando le tocó al coro repetir de nuevo el estribillo…
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Silencio,
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El padre Pío se introdujo el dedo en el oído y hurgó con fuerza, primero atónito, indignado después, delante tenía a todo el coro con la boca abierta, gesticulando, pero ningún sonido salía de sus gargantas. La batuta en las manos del Padre Pío se convirtió en un látigo y empezó a dar mandobles a los cantores mudos, al mismo tiempo que los maldecía con infinidad de insultos (algunos en latín), hasta que la batuta se rompió en la espalda de Gustavo, el gordito del coro, abatido y desesperado el padre Pío, mandó a todos a la mierda. Pedro y los demás abandonaron el anfiteatro escaleras abajo, tropezando unos con otros y dejando al atónito de Adolfo con el padre Pío, cogido a la barandilla, sollozando y maldiciendo, mientras abajo, en la platea, la gente murmullaba, todos miraban arriba preguntándose ¿qué está pasando?, el director de la escuela que era el cura que iba a oficiar la misa, gritó enfadado desde el escenario ¡por Dios, padre Pío!.
El lunes, una carta dirigida a los padres de los niños del coro, les sugería que buscaran una nueva escuela para sus hijos, ya que estaban expulsados, para siempre.
Nunca más se rehizo el coro, los nuevos alumnos escogidos y obligados a cantar, no asistían ni a los ensayos. Un «casete» con «el virolai» y otras canciones, sustituyó al coro, el padre Pío era el encargado de ponerlo en marcha…
Evelio Gómez
Editor, diseñador e ilustrador.