En el filo de la navaja entre lo íntimo y lo divulgado, el éxito o fracaso de una persona puede estar solamente determinado por un hecho concreto, por el lado de la barandilla en el que caiga el anillo. Incluso los conceptos de éxito o fracaso resultarían ineficaces para una persona. ¿Qué es el éxito? ¿Qué es el fracaso? ¿Hasta dónde éxito o fracaso los determina el cliché, el concepto social, la conveniencia de hacer o conseguir lo que quiere la mayoría? Cuando una persona es capaz de pensar que la vida no tiene sentido el shock puede ser devastador y para ello no vale ni el éxito ni el fracaso. Llevado a sus últimas consecuencias pensar que vivir no tiene nada de trascendente, ni de perdurable, ni una meta que, traspasada, determine que has conseguido el objetivo o no, debería provocar una seria reflexión sobre el suicidio, ahí se encuentra Abe, profesor universitario, sin acuciantes problemas de dinero, deseado por las mujeres, todo parecería indicar que no existe excusa para su agotamiento vital, para su renuncia a disfrutar de la vida.
Al personaje que interpreta Joaquín Phoenix se le han acabado las ganas de vivir, o eso dice. Su pose autodestructiva puede tener algo de afectada y falsa, pero mientras vende su mirada de cordero degollado, se instala en un nuevo campus con una fama de mujeriego que le precede, y no oculta su afición al alcohol desmesurada. Con un curriculum de seducción de alumnas y problemas con el alcohol parece complicado que sea contratado por ninguna universidad, pero necesitamos ubicar al especímen en un nuevo hábitat para que se aclimate y demuestre su potencial. Oído como profesor no aceptaríamos que por su sabiduría fuera capaz de interesar a ninguna de sus alumnas, así que serán las argucias más viejas en la historia de la humanidad las que utilice, el halago y la autocompasión, consciente o no son sus armas para que Jill se fije en él. Más discutible aún es la presencia de la profesora dispuesta a romper su monótona vida diaria compartiendo proyecto de futuro con Abe.
Abe (Joaquin Phoenix) flirtea a sabiendas con Jill (Emma Stone), aparenta pocas ilusiones y necesita un aliciente vital, algo que le haga dar sentido a una vida que, vista hacía atrás carece de perspectiva apetecible y que mirando hacia delante ha consumido los mejores años. Surge el dilema moral de un profesor de filosofía que, previamente, ha planteado en su clase, de otra manera, bajo la apariencia del imperativo categórico de Kant, la trama de la película, si nadie puede mentir y un criminal te preguntara donde se esconde la víctima y tu lo sabes estarías obligado a revelarlo para no faltar a ese imperativo, pero quizás en ese mundo ideal no hubiera crimen ni fuera necesario el castigo. Es decir, los axiomas filosóficos están muy bien para sesudas charlas intelectuales, pero la vida tiene otros condicionantes marcados por el dinero, el sexo, las pasiones, el poder, frente a los que una vida guiada por los principios absolutos de la filosofía y de la moralidad está destinada al fracaso.
Allen introduce el azar en su película para estimular la vida de Abe, como si quisiera ser Rohmer, o como en las novelas de Auster, pero su introducción es tan forzada que resiente su credibilidad. Los mcguffin funcionan así, o te los crees y la historia va rodada (qué decir del inexistente Mr. Kaplan de Hitchcock) o resultan tan poco convincentes que los entiendes como un mal recurso para dar continuidad a la historia. Allen necesita asideros durante la película para que la endeble armazón no se le venga abajo, uno es ese azar fortuito y exagerado, otro la presencia de la profesora universitaria que ayuda a desvelar lo que nadie conoce sin que ella se de cuenta. Ese azar que da sentido temporal a la vida de Abe se sitúa en el universo de la ponderación de valores, cuando los valores son relativos las consecuencias últimas pueden ser más fáciles de prever o de aceptar, pero cuando la dicotomía se transforma en valorar si es lícito o no matar a una persona para evitar un mal mayor, el ser racional que se supone que es el profesor de filosofía entra en barrena y actúa por sentimiento, no por racionalidad.
Allen retuerce argumentos ya muy usados en su cine, “Delitos y faltas” y “Match Point” son el mismo terremoto interior provocado por la muerte forzada, por la idea del crimen perfecto. Matar o perder lo que se tiene. Aquí hay un giro al argumento, es matar para vivir, no porque se trate de un asunto de legítima defensa sino porque matando Abe puede dar sentido a su vida. Una vez que Abe toma su decisión su vida paralizada se desbloquea, lo que era un año de impotencia mental se convierte en sexo juvenil (uno sospecha que ese año sabático sexual está provocado por las consecuencias de un despido encubierto de otra universidad y por el alcohol, pero son cosas que imagino por malpensado, porque el personaje de Abe me parece un simulador a lo largo de toda la película), lo que era amistad en palabras de Abe se traduce en relación sentimental y a ojos de todos con su alumna Jill (¿es creíble esa situación? Hasta donde sé las relaciones profesor-alumna, médico-paciente van contra las normas deontológicas, parece ser que para este profesor suponen un plus de interés para ser contratado). El existencialista Abe se transforma en el hedonista Abe, de taciturno a alegre, de huraño a sociable (un mérito de actor tan excepcional como Phoenix) y la película da un giro, recuperadas las ganas de vivir comienza la película de intriga cómica con pretensiones de tragedia griega, aquí “Misterioso asesinato en Manhattan” revive de manos de Jill, que pasa a ser la protagonista de la película asumiendo el papel de Diane Keaton, mientras Abe alterna los papeles que representaba el vecino Mr. House y Alan Alda.
Pero cuando llega la constatación de lo sucedido a Allen se le atranca el discurso, que venía ya a tirones previamente. En ese momento de indudable, o que podía haber sido de indudable profundidad filosófica, Allen no sabe aportar argumentos sólidos ni fiables, por eso deja hablar a la joven “no tengo ni el conocimiento ni tu inteligencia, pero esto no puede ser”, resumiendo de un brochazo todo el planteamiento moral del inicio. Al final Allen juzga y castiga, aunque de manera muy simplista, pero para que sea más asumible, el castigo vendrá precedido de otro pecado imperdonable. Allen, para aplicar su castigo, necesita de argumentos moralizantes, implícitos, nunca expresos, como si considerara insuficiente lo ya hecho y pudieran existir espectadores que empatizaran con el profesor hay que hundirle en la consideración ajena antes de castigarle. Allen juega, o pretende, crear cine ligero, volátil, con temas trascendentes, durante muchos años le sirvió y en algunas ocasiones proporcionó serias reflexiones llenas de profundidad, en su última década parece transitar por un razonable canto a la vida, a sus ganas de vivir con independencia de qué dirán, y sus películas se difuminan en la memoria y ya no somos capaces de reencontrarnos con el genio, que de vez en cuando asoma como en Midnight in Paris. Aquí pretende hacer una tragedia ligera que oscila entre la comedia romántica y el drama paradójico hasta llegar al momento culminante de sus últimos 15 minutos donde no sentimos la desesperación ni la agonía. Llena su película de citas, Kant, Hegel, Heidegger y sobre todo Dostoievski, pero se aparta frontalmente del escritor ruso para quitar peso al conjunto, y el resultado se desequilibra.
Año tras año repetimos la misma cantinela, ¡qué pena, con lo bien que lo hemos pasado con el cine de Allen!, y sin ser una película mala, notas que está a años luz de su mejor cine, que ya solo puedes aspirar a un chispazo puntual, a obras correctas sin más, a desear que no sea horrible porque no soportas que quien te dio tan buenas horas pierda su genio de esta manera. Y no, te vas resignando a que Allen haga cine porque no quiere morirse, porque necesita crear para sostenerse, pero mientras, sus obras te van resbalando, ésta última te va aburriendo durante muchos minutos, te abruma una insistente voz en off que no te deja pensar ni disfrutar de las imágenes, una voz que te cuenta lo que podrías ver y que apenas sirve para desarrollar la verdadera trama, te marea el insistente uso de un estándar de jazz que suena sin parar una y otra vez, imaginas que refleja la mente de Abe dando vueltas y vueltas juzgando y juzgándose, o la de Jill, pero cansa, cansa, hastía y, también, distrae sobremanera. 24 horas después de ver la película un aparente estado de complacencia sobre su visión me ha desaparecido, ni Phoenix ni una convincente Stone (esta chica está exponiéndose demasiado, se la ve en muchas películas y se va a encasillar en un papel de joven seductora no siempre bien dirigida, ojo a su lamentable interpretación en Aloha y ahí se verá la diferencia entre un buen director, Allen, y un aprendiz vendehumo como Cameron Crowe) consiguen mantener un recuerdo de la película como para recomendarla. A los fanáticos de Allen les convencerá, a otros les parecerá el cierre de una trilogía sobre el asesinato “justificado” perfecta, para mi, al final, es una de las películas de Allen que querría no haber visto para quedarme con Manhattan, Annie Hall, La rosa púrpura del Cairo, Misterioso asesinato en Manhattan, Match Point, Delitos y faltas… ésa es la historia y la grandeza de Allen, no el de sus últimos ¿10? años.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.