Ha empezado a llover y no me queda más remedio que caminar pegado a los edificios, deseando que posean balcones, cornisas y todo tipo de florituras decorativas prominentes. Mientras se me va empapando la ropa, una vez superada la primera resistencia del abrigo, voy esquivando a la gente lo mejor que puedo y lo mejor que se dejan, pues no es sólo que la noche haya escupido sobre nuestras existencias, sino que ante todo tengo la mente en otra parte. Todavía permanezco en estado de auténtica perplejidad, y si las piernas se me mueven hacia adelante o hacia atrás, no sé, es por puro automatismo, es porque no podía, no debía permanecer allí por más tiempo. Nada que ver, pues, con un predecible fenómeno atmosférico.

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Ilustra Evelio Gómez.

Bastante hice con aguantar inmóvil, sentado en un banco del parque, viendo cómo ella se alejaba apresuradamente mientras aludía a una de las numerosas excusas que la caracterizaban. Un amplio abanico de posibilidades destinado a no descubrir nunca nada.
–Lee la carta –me dijo–. Me gustaría quedarme y comentarla, pero tengo prisa.

Quedar con ella para verla durante medio minuto me resultaba del todo desagradable, y el palpable nerviosismo de su rostro, junto a su rápida retirada, no pudo sino arropar a mi enfado de asombro y estupefacción. La conversación telefónica de la que había surgido esta cita ya me inspiró cierto desasosiego, pero el no haberla visto durante semanas maquilló dicha sensación y me hizo acudir ansioso a su encuentro. Pues bien, puedo confirmar que treinta segundos en semejante contexto llevan implícitos consigo la palabra menosprecio.

Mientras esquivo prudentemente cuantos pasos de peatones se me aproximan, pues son mortales de necesidad en estos casos, vislumbro a lo lejos otro posible obstáculo que se desplaza raudo hacia mí. Un estanco, una panadería, dos tiendas de telefonía móvil y un concesionario de automóviles extracomunitarios más tarde confirmo formas y contornos deslizándose pasmosamente a velocidad vertiginosa. Efectivamente, se trata de una anciana octogenaria armada con un paraguas negro modelo

“Churchill” que presumo espera de mí un cortés laissez passer. Y aunque todavía no ha ocurrido nada, y puede que así sea, me temo que esto le va a dar de comer a mi creciente enojo. Experiencias anteriores me hacen estar alerta.

Medio minuto, un par de palabras vomitadas y una carta guardiana de terroríficos secretos. La fiebre se está apoderando de mí, me noto la frente muy caliente; y la asfixia está haciendo lo propio con mi mente, rodeándola de negro. Sólo de vez en cuando noto ráfagas de tenue luz, quizás la lluvia que me cae en la cara. Me siento desconcertado, no puedo afirmar ni cuándo ni cuánto estoy. Incapaz de garantizar mi presencia física en este lugar, una cosa es segura: a mis pulmones les cuesta pensar y a mi cerebro, respirar. El ruido de sus zapatos, cada vez más evidente, recuerda la cadencia de un paso militar, mientras que sus aptitudes camaleónicas, evidenciadas por su uniforme negro, la camuflan en la noche. La que lleva el paraguas es ella, y, además, la exagerada flexibilidad de la que viene haciendo gala descarta cualquier tipo de incapacidad física. Seguro que ésta es de las que se cuela en las colas de los supermercados… ¡Pues no me pienso apartar!

Gracias a una fluidez mental recuperada bruscamente a golpe de truenos, me percato de que estratégicamente estoy mal ubicado: la pendiente de la calle me perjudica de manera notoria en este trance. Ciento ochenta y dos, ciento ochenta y cuatro, ciento ochenta y seis… No obstante, me niego a creer que pueda pasar algo. Estoy alterado por mi encuentro con María y extrapolo mis resentimientos. Ciento noventa, ciento noventa y dos… Claramente una peca en la frente, pelo recogido hacia atrás, la mano izquierda alzada protegiéndose el cuello del frío, y sí, sin duda extrapolación de… ¿De dónde viene esa música? ¿Por qué oigo “La danza del sable” de Khachaturian? La pendiente va engordando su vientre y Khachaturian acelerando su sable, de modo que una me cala los tobillos y otro me taladra el cerebro. Y… ¡pero qué coño extrapolación de resentimientos! Colmillos de centímetro y medio y ojos oblicuos inyectados en sangre se lanzan sobre mí con la máxima intensidad posible en lo que ya es, sin duda, la culminación absoluta del duelo. La sorpresa es tal que me difumina el paisaje urbano.

¡Rápido! A la derecha, árbol platanero y contenedor de basura rebosante. Descartado. O bien pequeña barandilla que da paso a un portal mediocremente iluminado. Opto por la segunda opción antes de que el cuchillo grande me rebane a pedacitos, de manera que el salto olímpico es magnífico, sólo superable por un tigre blanco de Siberia. Y de igual modo magnífico es el espeluznante batacazo contra un macetero pretencioso, recreación de un artesano frustrado que iba para artista. La izquierda también tenía contraindicaciones. Recobrada la verticalidad, me examino desordenadamente. Todo en su sitio. He conseguido salvar mi ojo derecho del aguerrido atropello de semejante invento estúpido y peligroso, y ya se sabe que un ojo siempre es un ojo. Por pura inconsciencia me asomo por la barandilla y ni rastro de la enviada de las tinieblas ni de su himno. Los únicos testigos de mi infortunio me aguardan pacientes en la acera de la calle: una pluma estilográfica, un paquete de cigarrillos y varios libros visiblemente tullidos por la lluvia; del encendedor, ni rastro.

Salido más o menos airoso del percance, continúo de camino a casa. El cielo se adivina negro para rato y… ¡La carta! ¡Espero que no haya acompañado al mechero! Ojeo los libros y no la encuentro entre sus páginas. ¿Dónde la puse? Cierto, en el bolsillo interior del abrigo. Falso. ¡Ya recuerdo! En la cartera, minuciosamente doblada. En un último esfuerzo consigo llegar a mi apartamento, y al tiempo que voy abriendo la puerta, hago lo propio con la carta. Una vez dentro, la deposito encima de la mesa del comedor mientras me desnudo y me seco. Me siento ante ella como en un ritual ceremonial y temblorosa y lentamente la leo. Cuando acabo, enciendo un cigarrillo y me hago un café en un intento de recuperar las fuerzas necesarias para leerla por segunda vez, pues no estoy seguro de haber entendido lo leído a la primera. Sí, las palabras siguen siendo las mismas, y su significado, también. Mi estupor no me permite encontrar el sentido a tanta amable violencia: resulta sorprendente cómo mismos vocablos pueden designar cosas tan opuestas en tan poco tiempo. Todavía recuerdo con idéntica claridad las miradas furtivas, sutilmente provocadas y delicadamente aceptadas, que nos adentraban por un camino sinuoso con más curvas de las señalizadas, algo que por aquel entonces no constituía ni obstáculo ni frontera insalvable.

Mis agitados pensamientos no van más allá de pisarse los unos a los otros en una loca carrera por huir de esta nueva realidad, latente y brutal, que me pesa como una losa de mármol. Esta carta no es para mí, de ninguna manera puede ser para mí. En alguna parte se ha cometido un error, así que mañana bajaré a los buzones y la dejaré ahí para que el cartero la haga desaparecer. Lejos, muy lejos. ¡No, más todavía!

Olvidada la cena, cansado física y psicológicamente, me acuesto en la cama, depositando tan penosa correspondencia bajo la almohada. Recostado, observo por la ventana el cielo. Sí, negro para rato, y no ha hecho más que empezar, aunque ahora llueve a ambos lados del cristal mientras los ojos se me van cerrando.

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